Segundo, un joven mestizo, es elegido para guiar al teniente MacLennan y al mercenario estadounidense Bill en una expedición a caballo, con el fin de abrir una ruta para las ovejas de un importante terrateniente. Inspirada en hechos y personajes reales de la historia chilena, Los colonos (2023) se presenta como un western revisionista que subvierte las convenciones del género para poner al frente la brutalidad del colonialismo y las narrativas que lo justifican. Aunque es contundente en su voluntad de denuncia, no se propone, ni logra, mucho más que eso: una denuncia que, aún justificada, no constituye un discurso revelador. Los colonos no está sola en sus fallas: Dulce país (Sweet Country, 2017) sigue a un aborígen australiano que huye con su esposa tras asesinar a un hombre blanco en defensa propia. Mientras tanto, un grupo de hombres emprende una ardua travesía con el propósito de dar con él. De nuevo, la denuncia es justa pero la película no propone nada más allá de esto. Retomar el western supone poner sobre la mesa problemáticas sumamente delicadas y complejas. Por eso, los intentos contemporáneos han sido escasos y, en muchos casos, insuficientes. Las dificultades de abordar un género marcado por tanta violencia se evidencian en estas películas que, en su deseo de reivindicar a las poblaciones nativas chilenas y australianas, respectivamente, no son capaces de formular un discurso potente.
Segundo es víctima de la hostilidad de los hombres blancos que acompaña, al tiempo que se ve obligado a participar en actos de violencia colonial contra su propio pueblo y su propia tierra. La dinámica entre estos personajes podría ser interesante. Bill, un callback al vaquero clásico, nos recuerda a un mundo que, en el marco de la crudeza de Los colonos, parece muy fuera de lugar, lo que llama la atención sobre los mitos románticos que la película busca desarmar. Se le dedica mucho tiempo a la tensión entre MacLennan y Bill, pero Segundo es a menudo una figura en el fondo del plano; la película no le habilita el espacio que se merece, ni se detiene en su perspectiva. Al reconocer las injusticias que sufre y de las que es partícipe, el film pretende reivindicarlo. Pero durante la travesía que emprenden los personajes, que ocupa más de la mitad de la película, nos concentramos sobre todo en MacLennan y Bill, en sus desacuerdos y discusiones. Se hace hincapié en las formas brutales y violentas de estos personajes hasta el punto de volverse redundante. Segundo no es más que una víctima silenciosa, pasiva e impotente.
Esto es evidente sobre todo en el final del film: siete años después de la travesía inicial, el diplomático Núñez visita a Segundo —quien ahora vive con su esposa, Rosa, en Chiloé— para pedirle su testimonio sobre el trabajo que realizó años atrás. Núñez filma a la pareja en una mesa bebiendo té y Rosa, reacia desde un principio, se niega a colaborar. «¿Usted quiere o no quiere ser una parte de esta nación?» pregunta Núñez, enervado. Ella, inmóvil, no contesta. Esto es algo que hemos visto en el western en reiteradas ocasiones: los procesos concretos, crudos, poco emocionantes, mediante los cuales se escribe la historia. Se nos da a entender que las personas como Rosa y Segundo pueden ser parte de esa historia pero bajo una serie de condiciones deshumanizantes. Debemos plantearnos qué significa el progreso, y qué dejamos atrás en su nombre. Sin embargo, es desconcertante la decisión de dejar de lado nuevamente la perspectiva de Segundo para concentrarse en un personaje que acabamos de conocer. La escena podría haberse vuelto mucho más poderosa si le hubiera otorgado a Segundo la autonomía que se le había negado hasta ese momento. Sanoja Bhaumik resalta en su crítica del film que Los colonos es un western sin un héroe1: la violencia se ubica por encima de la trama, y así los héroes se desdibujan. Pero representar a Segundo como héroe hubiera permitido una reflexión mucho más aguda acerca de su complicidad, y el lugar que se le permite ocupar en un mundo que se rige bajo las reglas y lógicas de los invasores.

Quizás la decisión de relegar a Segundo a la pasividad es motivada por un deseo de respetar la realidad histórica de la colonización de Chile y la subordinación de los pueblos nativos. Pero así como los westerns clásicos descartaron el historicismo en nombre de lo épico, lo que resulta más atractivo para la audiencia, también sería posible imaginar que esta misma libertad creativa operara a favor de las figuras marginadas del género. De hecho, Los colonos alcanza su punto más fuerte al evidenciar el artificio: cuando la iluminación es menos naturalista, los encuadres son más herméticos y los cortes más abruptos. Al debatirse entre una visión más bien naturalista contra una inclinación a ese artificio, acaba por anular el potencial de ambas. No termina de arriesgarse; parece, más bien, buscar una concesión y, aunque su principal interés recae en los horrores de la violencia colonial, no lleva a cabo una exploración cinematográfica de sus ramificaciones. No es una mala película, pero me remonta a lo que denunciaba Glauber Rocha en La estética del sueño: «El peor enemigo del arte revolucionario es su mediocridad»2.
El western nunca ha sido ajeno a la autocrítica. La revisión no es un fenómeno reciente: viene precedida por un sinfín de cineastas que se replantearon los mitos y mecanismos formales más icónicos del género. Aunque los primeros westerns producidos durante el período silente —como Asalto y robo de un tren (The Great Train Robbery, 1903)— proponían generalmente historias simples, con héroes y villanos claramente definidos, empezaron a aparecer excepciones. La gota escarlata (The Scarlet Drop, 1918), recientemente recuperada, presenta un conflicto racial complejo, con personajes negros o mestizos representados de forma empática, aunque imperfecta. Algunas de las películas más memorables de la época clásica de Hollywood presentan, de una manera u otra, una mirada crítica sobre sus convenciones. En Fiebre de sangre (The Gunfighter, 1950), nuestro héroe es un pistolero legendario cuya reputación se ha vuelto una maldición. Aunque la mayor parte de la película ejerce un rol inactivo, sentado en un bar a la espera de reunirse con su amada, su mera presencia desencadena una serie de conflictos que culminan en su trágica muerte. Esto, a su vez, sirve como una reflexión acerca del ciclo de la violencia: su asesino ha de tomar su lugar y continuar con su legado. Por otro lado, A la hora señalada (High Noon,1952) expone el costado absurdo de los ideales de honor que caracterizan no solo a los héroes del western, sino del cine norteamericano en general, con un protagonista que arriesga su vida en una misión suicida para enfrentarse a sus viejos adversarios y no es capaz de hacerse con aliados. La violencia, tan normalizada en el western, se vuelve un fenómeno mucho más corpóreo. Lo que se deja entrever en estos films es un desencanto con el western y todo lo que representa.
En 1962, ya adentrados en un declive en popularidad del género, John Ford dirige Un tiro en la noche (The Man Who Shot Liberty Valance), una expresión indiscutible de esa desilusión. Ransom Stoddard, un importante senador, regresa con su esposa Hallie a Shinbone, lugar donde se conocieron hace ya muchos años. Lo que alguna vez fue un paraje árido y hostil ahora es un pueblo hecho y derecho, con calles pavimentadas, escuelas y hospitales. Están allí para asistir a un funeral. Tom Doniphon —quien un día fue un héroe del mismo calibre que personajes míticos del oeste como Wyatt Earp o Buffalo Bill— está dentro de un ataúd rústico en un funeral casi vacío. Cuando Stoddard levanta la tapa del ataúd y exige que Tom sea enterrado con su pistola, se le informa que ya no iba armado. Así empieza a desdibujarse el mítico héroe del oeste: a medida que se desenvuelve la historia, nos adentramos en un mundo desencantado de la emoción y acción del género. Veintitrés años antes, John Ford revolucionaría el western con La diligencia (Stagecoach, 1939), que sigue a un diverso grupo de pasajeros en su travesía por un territorio Apache. El film funciona como una gran alegoría de la conquista del oeste. Muestra el choque entre el Hombre, que trae con él órden, ley y civilización, contra una naturaleza salvaje y hostil que lucha por expulsarlo. La diligencia está infundada de una sensación de esperanza. Se nos invita a contemplar la belleza del nacimiento de este nuevo mundo, aún primitivo y por ende lleno de posibilidades. En Un tiro en la noche, estas posibilidades han sido agotadas, y la esperanza se desintegra.

En 1886, los hermanos Lumiére presentan en un café parisino un breve metraje que muestra a un tren deteniéndose en la estación de La Ciotat, Francia. La verosimilitud de las imágenes aterra al público, que huye despavorido a medida que la locomotora se acerca a cámara. Aunque esta anécdota es a todas luces falsa, nos permite reafirmar nuestra creencia en lo extraordinario del medio por su capacidad para el asombro. Si hay un aire de cinismo que envuelve a Un tiro en la noche es porque reniega de la magia cinematográfica que el mito de La Llegada de un Tren a la Ciotat busca demostrar. A nivel formal, Ford se muestra mucho más contenido. Aunque sus influencias expresionistas siguen presentes, la puesta en escena se vuelve más práctica y sencilla. La iconografía fordiana está inundada de paisajes amplios, con cielos llenos de nubes y colinas rocosas. Pero el jinete que atraviesa esa tierra extensa —tan bella como peligrosa— expresión máxima de la épica del western, está ausente en Un tiro en la noche. La mayoría de las escenas transcurren en interiores, y las que no, priorizan la figura humana por sobre la magnitud del paisaje. La extensa duración de muchas escenas las envuelve en un aire teatral. Incluso la acción parece ausente: aunque hay confrontaciones y peleas, son lentas, silenciosas, incluso poco emocionantes. Tom Doniphon carga consigo un mundo que está muriendo. John Wayne, quien había saltado a la fama encarnando al héroe de La diligencia, se vuelve una versión marchita de sí mismo.
Aunque estos films interrogan algunos mitos del western, pasan por alto la cuestión de la colonización y del racismo. Ciertos westerns clásicos harían un esfuerzo por repensar al indio americano: Apache (1954) tiene por protagonista a Massai, un joven indígena que huye de la reserva asignada a su pueblo. Tras la rendición del icónico líder apache Gerónimo, Massai debe lidiar con la frustración de ver a su pueblo entregarse, sin oponer resistencia, a las manos del opresor. Apache es bienintencionada pero torpe. El elenco cuenta con actores nativos, pero los protagonistas son interpretados por actores blancos, maquillados para que su piel parezca más oscura, y los estereotipos raciales aún abundan. El sargento negro (Sargeant Rutledge, 1960) también explora tensiones raciales: el titular sargento Rutledge, un hombre negro que pertenece a la caballería de los Estados Unidos, ha sido acusado de un crimen que no cometió. Aunque es una persona valiente y honrada, la película necesita deshumanizar la figura del indio para elevarlo. La otredad de una minoría racial sigue presente para ofrecer un contraste: se demuestra la valentía de Rutledge a través de sus encuentros con esos indios salvajes. Años más tarde, Buffalo Bill y los indios (Buffalo Bill and the Indians, or Sitting Bull’s History Lesson, 1976) plantearía una mirada distinta sobre la mítica figura de Buffalo Bill; un personaje histórico que construyó su propia leyenda a través de su espectáculo itinerante con temática del oeste. En esta película, Buffalo Bill es poco más que un charlatán, patético y egocéntrico, mientras Sitting Bull, jefe de la tribu de los Sioux, aparece como un personaje digno y estoico. Pero ese estoicismo es otra forma de otredad y alienación: el indio sigue siendo una rareza, deshumanizado desde la admiración igual que desde el desprecio. No es disímil a lo que sucede en Los colonos y Dulce país, donde los nativos son los personajes más entrañables pero sus puntos de vista se dejan de lado.
No hace falta ir más lejos que el spaghetti western para encontrarnos con una iteración del género que juega con sus formas para forjar una visión crítica del imperialismo. En The Western as a Genre of Cultural Mobility3, Martin Holtz observa cómo Por un puñado de dólares (A Fistfull of Dollars, 1964) reinventa el western para expresar desilusión ante la figura del héroe americano, que habría llegado para liberar a Italia del fascismo en un contexto post-guerra. Para Holtz, el antihéroe protagónico, interpretado por Clint Eastwood, «socava la caballería idealista del clásico héroe del western». Por un puñado de dólares presenta una realidad cínica que pone bajo tela de juicio «la mítica imagen de los americanos como liberadores, sobre todo tras la Segunda Guerra Mundial». No hace falta decir que Por un puñado de dólares no podría existir sin Yojimbo (1961), película de la cual toma casi todo prestado, incluso sus inquietudes acerca de los estragos del progreso y el imperialismo. En Yojimbo, el samurai debe convertirse en un héroe propio del western, adoptando sus ideales individualistas y su sentido de honor para combatir la influencia estadounidense sobre la cultura japonesa. En su crudeza, estos films cuestionan los ideales del western clásico. El “bien” y el “mal”, a menudo definidos desde un binomio simple (por supuesto, con notables excepciones), se baten a duelo para concluir en la victoria inevitable del “bien”. La ambigüedad moral es frecuente en los westerns revisionistas y es lo que les permite establecer un tono desesperanzado. Con los límites entre “bien” y “mal” desdibujados, ni la audiencia ni los personajes saben a quién acudir, y no pueden acceder a respuestas simples y reconfortantes.

Esto es lo que conforma el dilema de Dios y el diablo en la tierra del sol (1964). Manoel, un vaquero harto de maltratos, asesina a su patrón y huye junto con su esposa, Rosa, para unirse a un culto religioso. El líder, un santo autoproclamado, predica sobre un futuro de abundancia que nunca acaba por llegar. A pesar de lo vacío de sus promesas, Manoel cree en él ciegamente, mientras que Rosa se muestra escéptica. Por otro lado, Antonio das Mortes, un mercenario que se asemeja a los pistoleros solitarios típicos del western, es contratado por la iglesia para acabar con el líder del culto y sus seguidores. Manoel y Rosa sobreviven, y eventualmente se alían con una banda de cangaceiros (bandidos) liderada por Corisco. Antonio das Mortes da con ellos y acaba con todos menos Manoel y Rosa, quienes deben continuar su camino solos, sin esperanzas y sin ídolos. La idea de que un santo y un bandido pueden ejercer el mismo rol nos habla de un mundo donde el hombre común, trabajador y empobrecido, no tiene escapatoria. Al final de la película, Rosa y Manoel corren de la mano por un paisaje monótono e interminable.
A pesar de ser descarnado, el film también tiene un costado lúdico, tanto en la narración cantada como en el código nada naturalista de las actuaciones. Esta cualidad lúdica destaca en los films del Cinema Novo; aunque la miseria siempre está presente, muchas películas encuentran la forma de exponer el sufrimiento del pueblo desde la libertad del misticismo y evitan el documento histórico estricto para narrar historias épicas y presentar mundos enrarecidos. Ya a finales del movimiento, pero inspirado por él, Como Era Gostoso o Meu Francês (1971) toma un tono picaresco para satirizar la figura del colono y los arquetipos raciales de los nativos colonizados. Su humor es su fuerte: incluso en el marco de una realidad violenta y desalentadora, la película encuentra la manera de divertirse al exponer la cara absurda de los mitos coloniales para apropiarse de ellos. Los horrores del colonialismo, la hambruna y la pobreza, así como la lucha entre el Hombre y la naturaleza, se representan en el Cinema Novo desde una voz y un discurso propios, que pueden nutrirse de la retórica del opresor sin rendirse ante ella. El arte, entonces, no debe ser un simple panfleto; una lista de posturas ideológicas que se limitan a hacer acto de presencia. En su apuesta por lo místico, el Cinema Novo se eleva y se potencia, porque entiende que debe crear nuevos términos para ver el mundo y apropiarse de sus vivencias. «La ruptura con los racionalismos colonizadores es la única salida» afirma Rocha en La estética del sueño.
También el cine argentino se adentra en el territorio del western. Películas como La guerra gaucha (1942) y Pampa bárbara (1945), inspiradas por la tradición gauchesca en la literatura, son formalmente afines con sus contemporáneos producidos en Hollywood, con puestas en escena que se caracterizan por su practicidad. El cowboy ahora es un gaucho, y ambos comparten muchas características: se habla de honor y se enaltece y mistifica al heroico protagonista. En el caso de La guerra gaucha, este héroe es el capitán Miranda, quien combate contra el ejército español y defiende valientemente su patria. La cámara lo endiosa: la iluminación artificial y dramática y los planos contrapicados nos dan a entender que Miranda, más que un hombre, es un símbolo. La película se posiciona firmemente contra los invasores, a quienes tilda de cobardes que cometen actos de violencia injustificables: desde incendiar un pueblo entero hasta asesinar al hijo de Miranda, un niño de unos 10 años. De hecho, son muchos los personajes entrañables que perecen a lo largo del film. Como anuncia el intertítulo inicial, La guerra gaucha busca honrar a los “sin nombre”, aquellos que hoy no recordamos, pero que lucharon y se sacrificaron por una causa noble. Es un sentimiento similar al que manifiesta Los colonos: un deseo por desenterrar aquello que quedó por fuera del relato oficial. Aún así, el film claramente glamoriza la historia y, si bien actúa a favor de los argentinos que resisten la invasión europea, la cuestión de los pueblos originarios sigue al márgen. Pampa bárbara retoma esta idea del hombre blanco que llega para domesticar a una naturaleza salvaje e inhóspita; el indígena es parte de esa naturaleza, y debe ser domesticado o, en su defecto, eliminado. En Juan Moreira (1973), el homónimo protagonista pasa un breve período en un campamento indígena y observa, apenado, sus miserables condiciones de vida. Pero él es el foco del film, y la película debe seguir su curso y dejar al indígena atrás.
El tema del hombre trabajador que huye de la ley persiste; desde el silente Historia de un gaucho viejo (1924) hasta Juan Moreira. El pobre que cobra venganza contra su opresor personifica una fantasía de liberación. La simpatía de la audiencia se alinea con el gaucho, cuyos actos violentos hallan justificación en la opresión que ha soportado. Sobre Moreira, Gonzalo Aguilar plantea que «si bien tiene características transgresoras, posee los contornos típicos de esos personajes como Robin Hood que consolaban una necesidad de reivindicación o de venganza imaginaria de los sectores populares»4. Las andanzas de Moreira, personaje mítico de la historia argentina, no se representan bajo la pretensión de una rigurosa recreación histórica. La identidad se forja a través de la magia de la ficción. «(…) el film de Favio plantea que es necesario actualizar la imaginación colectiva y que el vínculo central entre artista y pueblo no pasa por la verdad sino por la fabulación». Moreira acaba siendo un personaje trágico, un héroe convertido en peón político cuya rebelión le cuesta la vida no solo a él, sino a su hijo. Comparte esto último con el capitán Miranda. Así, se asoma también una reflexión sobre el costo que tienen las andanzas de estos héroes en las vidas de quienes los rodean. Pero mientras que el hijo de Miranda participa desde un principio en la lucha de su padre y muere en un acto heróico que lo convierte en una especie de mártir, la muerte del hijo de Moreira es una tragedia sin sentido. Moreira, herido de muerte, es visitado por la Muerte, quien acaba por perdonarle la vida pero se lleva, a cambio, a su hijo. El niño es una víctima inocente que no sirve a una causa mayor. Juan Moreira es un héroe popular, aunque su historia está plagada de una violencia que a veces se vuelve difícil justificar. Por eso, no es menor que Leonardo Favio haya elegido a Rodolfo Bebán, un actor conocido entonces como galán, para interpretar al protagonista. Cualquier similitud física con el verdadero Juan Moreira es poco relevante: Favio entiende que el público responderá mejor a una cara conocida, a un rostro hermoso. Esto, a su vez, complica nuestra relación con un protagonista cuyos actos pueden ser justos y catárticos, pero también burdos y crueles.
Los temas recurrentes del western son independientes del contexto geográfico e histórico asociado al género: la lucha entre lo salvaje y la civilización, las ramificaciones del progreso y el cambio conforman, en su núcleo, un discurso universal. El western no es un caso aislado ni puede encerrarse en el contexto de la expansión al oeste norteamericano. Desde el cine latinoamericano a las películas de samurais, vemos el potencial del cine para el revisionismo histórico, la mirada retrospectiva y la consolidación de la identidad. Esto no significa que los elementos más problemáticos del género sean irrelevantes, pero necesitamos comprender el libro de reglas de esa representación, que favorece ideologías y sistemas opresivos, para poder deconstruirla. No basta apuntar en dirección de los estereotipos racistas del western, o de sus convenciones más sexistas; mencionar algo no es igual a criticarlo, ni a desarmarlo. Nuestro abordaje del western, como espectadores y como realizadores, debe penetrar la forma que propone el género y nutrirse de ella. Es evidente que el western dista de la realidad histórica que aparenta representar. Entonces, debe ser posible extraer sus formas y convenciones para representar otras realidades. Ante el imperialismo estadounidense, que permea nuestras expresiones culturales, el western, que es la principal manifestación de su mitología, se convierte por ende en una de nuestras herramientas más potentes para interrogarla.

- Bhaumik, S. (2024). A Western without a Hero: “The Settlers” Tackles the Myths of the Chilean State. Notebook. ↩︎
- Rocha, G. (1971). La estética del sueño. ↩︎
- Holtz, M. 2024. The Western as a Genre of Cultural Mobility. Humanities 13, no. 1: 7. ↩︎
- Aguilar, G (2007). Juan Moreira de Leonardo Favio. laFuga, 5. ↩︎