Algunos faroles cálidos hacen de tímida compañía a casas fuera de tiempo y avivan la evocativa oscuridad de Transilvania. En esas calles, Drácula huye hasta no poder respirar. Escapa sobre veredas empedradas con una mujer de la que usurpó su sangre. Son perseguidos por una horda con estacas y martillos en sus manos. Se resguardan entre edificios y suben a la cima; pasan por los puentes y se cobijan atrás de las tumbas dentro del cementerio. Así, por toda la ciudad, corren sin dirección. Arrugado y con problemas eréctiles, Drácula sufre inconvenientes en esta persecución. En las infinitas escaleras necesita un leve reposo; inhala y exhala. No puede alcanzar la velocidad de su compañera. A pesar de la agitación, dicha incursión carece de importancia. No hay tal riesgo porque la muchedumbre, compuesta de extranjeros y angloparlantes, participa de un linchamiento performático que es un mero divertimento turístico. Es una extensión de una versión erótica para bares del mito de Transilvania, y Drácula no es más que otro intérprete que, además, ofrece servicios sexuales con túnica negra y colmillos falsos, tal como su víctima quien es también una actriz con cuenta en OnlyFans porque su sueldo en el bar es insuficiente.
En estas persecuciones, el mito de Drácula devora a Transilvania. Succiona su sangre y la regurgita como una atracción deslumbrante para ajenos y extraños. Tan filtrada por el elegante vampiro como por su índice, el empalador Vlad Dracul, la historicidad inmanente a la ciudad se reduce a su potencialidad vacacional; a no más que recorridos por el hogar del ex-príncipe de Valaquia, con una pantalla que reproduce ante el público pinturas antañas donde se representan sus terribles hazañas. Es el fantasma del fallido proyecto Dracula Park: parque temático propulsado por la emblemática ciudad rumana que fue rechazado en 2001, y que imparte una concepción turística que ronda todavía las calles de Transilvania. Estamos ante un Drácula obsoleto. Incluso para sus escuetos servicios, tras años de mediocridad artística apoyada sobre la perpetra explotación del erotismo vulgar, no hace más que correr. Este impostor refracciona el simulacro incesante de este compendio rizomático que constituye Dracula. En plenos tiempos de inteligencia artificial y mares de imágenes desechables, esas que están filmadas con teléfonos celulares para autodestruirse, el director Radu Jude surca sobre la renovación de un interés por el icónico vampiro y lo devuelve a su país de orígen. Un regreso añejado por el desencanto hasta ser pulverizado por la voluntad de revisar el mito y estallarlo desde adentro.
Como suele frecuentar la filmografía del rumano, Dracula se arma entre pedazos rotos de un presente voluble y un pasado que todavía insiste sobre nuestro tiempo, entre desechos que absorbe la biblioteca de referencias infinita que posee Jude, y que se extiende a este film con una recuperación obsesiva del mitologema vampírico. En un movimiento de expansión por acumulación, que ahonda en los huecos con la multiplicidad retórica del vampirismo, el film se sumerge en una intervención sobre el clásico de Murnau, estrenado en 1922, y en una adaptación de la primera novela rumana que ubica a un vampiro a acechar a sus víctimas; entre diferentes posibilidades de lo que podría ser una película tanto de Drácula, el vampiro, como de Vlad Dracul de Valaquia, el empalador. Dracula enmarca dichas incursiones —puestas a disposición de la destrucción— desde dos líneas paralelas que vectorizan la acción: aparte del vampiro ya demasiado viejo para espantar, encontramos a un director-guionista en su habitación. Con una tablet entre manos, reitera diversas consignas a Judex 0.0., una inteligencia artificial estadounidense-japonesa de aparente máximo calibre, e intenta manufacturar la ilustre ideación que satisfaga los deseos de todo público para una versión fílmica de Drácula que sea viable mercantilmente.

En principio, estas pautas, y que todos los episodios sean producto de un guionista holgazán que propone y propone películas a un novedoso invento, acorralan a Dracula a un postulado derrotista. Todas las escenas están condenadas a los residuos de sí mismas; todo el catálogo de signos que sugieren vampirismo se vomitan de vuelta por la inteligencia artificial, y este vómito se vierte dentro de una licuadora y mezcla sus desechos artificiales. Ese dispositivo deriva en mecanismos de defensa holgazanes; toda decisión se justifica con ese sentido tan popular de hacer las cosas mal a propósito. Aún así, graciosamente, sus efectos se perciben menos cuando ciertos episodios sí intentan acercarse a una dramaturgia coherente, ya que Jude aquí carece de las aptitudes para desenvolver un relato—a diferencia de Kontinental ‘25, su otro film de este año—.
Ante todo, Dracula es el tipo de película que solo aparece bajo las condiciones de nuestra crisis estético-política-tecnológica: una película-parásito que se esparce y corroe los tejidos de las redes digitales; erosión que es un veneno mortal contaminado con imágenes superfluas, con sexo sin erotismo y violencia efímera. Aun con todas sus posibilidades, después de recorrer todo lo que Drácula puede desprender a nivel polisémico, el horizonte parece más fino. Su destrucción procede y ya no hay más que el vampiro pueda darnos en el siglo XXI. Está muy viejo, es infértil y solo aguarda a que le claven una estaca para que sea su sangre la que corra. Sin embargo, como propagación indetenible de apuntes de posibles películas —muchas veces hediondos y de confección amateur—, Radu Jude establece los términos para invocar la sensación del experimento científico, y aún con la nulidad del mito, emerge potencialidad: gracias a los términos residuales de su confección, Dracula presenta una serie de intentos hacia la creación donde cada consigna es una nueva prueba para esta novedosa tecnología.
Si la tensión entre la relación creador-obra se cimenta sobre la pulsión de variantes entre idea y materia, la incorporación de la inteligencia artificial introduce otro factor que altera las dinámicas internas de la creación. Es una colaboradora, por lo que ya hay un puente entre la comunicación de esa idea y su interpretación, y con ello surgen los problemas que emergen de la participación de alguien (o algo) más. La entidad que está interpretando durante ese vínculo creativo, sin embargo, es una máquina, y mantiene los tipos de razonamientos erráticos que puede pescar en el pantano sin fondo de la información. Por ende, la película se sostiene a partir de cómo descubrimos cuales son los grados de fidelidad entre las consignas del escritor, lo que el programa interpreta de la comunicación de la idea, lo que se trabaja con la materia digital y, ya después, lo que se forma a partir de ese mejunje.
Si las consignas ya son abstractas —apelaciones populistas a lo que se cree que un público puede querer cuando se es concebido de forma monolítica—, lo que extrae el programa de esos deseos cumple con grados de correspondencia más bien diversos; a veces se trata de acercar y a veces se aleja, ya sea en un gesto de rebeldía o debido a incumplimiento con sus normas internas. Cuando la solicitud es una intervención de Drácula de Bram Stoker, dirigida por Francis Ford Coppola, para incluir más orgasmos, penetraciones y referencias sexuales explícitas, hay cierto alineamiento al pedido aunque los resultados sean grotescos. Cuando el guionista idea una película silente y parecida al estilo del cineasta danés Carl Theodor Dreyer, a pesar de su confianza en el invento, lo que recibe solo es mudo hasta la mitad, y ni siquiera es monocromático; según la Judex 0.0., porque la ausencia de colores ahuyenta a los espectadores. Por mayor que sea su obediencia, y a pesar de sus herramientas, nunca termina de devolvernos lo que se le pidió.
Ante estos pronósticos, Jude se fascina con la exploración científico-lúdica. Observa todas las maneras grotescas en las que la inteligencia artificial, incluso cuando quiere, no puede acatar a los deseos de quienes invitan a consignas. La distancia entre la idea y el objeto ya es tan abismal que no puede haber conciliación. La película es una mise en abyme de los mitos fundacionales y, desde la denigración con iconografía falocentrica, de cómo esos mitos son transformados en pornografía: explícita, decrépita, repetitiva. Consumida en pedazos y en abundancia. Todo aquello que la inteligencia artificial toca, se vuelve pornografía: la historia, la cultura, el deseo. Y lo que puede expulsar su sistema algorítmico será basura, el film condena. Perecerán en descartes que vierten el ejercicio de historización a un pozo sin fondo. Eso no impide, sin embargo, el interés que pliega por la observación quirúrgica de cómo un programa intenta crear y en el camino destruye. Como un infante que se maravilla con quebrar sus juguetes y chocarlos entre sí, la fuerza que mueve a la película es una atracción morbosa, más aberrante que sublime, por quien se regocija en hacer colapsar aunque no queden más que estragos.

