Salimos de una función matutina del festival. El camino se abre con la brisa de Isla Teja y, desde la Universidad Austral de Chile (UACh), pasamos por el largo camino verde, doblamos y llegamos hasta el puente que nos dirige hasta el centro. Ahí, el Mercado Municipal de Valdivia invita a la actividad del mediodía más necesaria y, entre varias ofertas tentadoras, nos dirigimos junto con mi novia y un nuevo amigo a Donde Carlitos para almorzar. Para una zona magnética de turistas, este restaurante resulta más bien subterráneo pese a su ubicación; si eres ajeno, pasa desapercibido. Tal vez por eso sea afortunadamente barato. En países desconocidos, mi interés se decanta por esos lugares; si me amigo de un local, prefiero confiar en su criterio antes que recorrer los que se suponen que deben ser los lugares a visitar: Niebla, el Jardín Botánico de la UACh, y demás nombres notables son los sugeridos cuando se viaja a Valdivia. Por su riqueza en tonos verdes, son espacios que se encomienda visitar. Aunque sean en efecto hermosos, y sea innegable ese atributo sensible, también creo que hay otro tipo de bellezas que exceden a lo turístico, que guiados por el azar solo se accede gracias al conocimiento de alguien más próximo.
Entramos. Por lo compacto del espacio apenas caben dos mesas. Eso vislumbra su poca convocatoria. Sin embargo, una simpática señora nos atiende con una velocidad insospechada para un uruguayo como yo, tan acostumbrado a la lentitud de los servicios en Montevideo. Al instante somos bienvenidos con tres platos de pescado frito acompañado con ensalada y papas hervidas que humean hasta el techo. Sentado junto con mi novia, mientras almorzamos y saboreamos el pescado local, escucho a este susodicho nuevo amigo que nos trajo al restaurante. En el cine de industria chileno, él dice, para filmar la palta —que es un ingrediente tradicional para varios platos chilenos— se la unta con productos para darle otro brillo en pantalla.
En el universo de la publicidad —y sobre todo en esos registros fotográficos o audiovisuales de la gastronomía— recurrir a la ficción es una práctica común; depende vitalmente de maquillajes o suplementos para promocionar otra imagen que no corresponde persé a lo que el producto luego es. Los quesos se derriten más que los nuestros; las carnes largan más humo del que en verdad expulsan; la multiplicación de las burbujas de las gaseosas es exponencial. Es estratégico: la intención es que, solo con la materialidad de su recepción de la luz, ya puedas oler las imágenes. El cine, sin embargo, no es inocente; está íntimamente ligado a la publicidad. Para ganarse su plato de comida, los técnicos y realizadores alternan entre ambos medios. Por eso, educados a estilizar la realidad hasta su expresión —a sus ojos— más bella, varias veces este entrenamiento proviene de la publicidad y, por consecuencia, fecunda sus retóricas sensibles.
Dicha conducta es propensa a desembocar en el automatismo y en actos de representación que, por una visión de la belleza que perece por llana, devienen en imágenes prefabricadas. Por esa costumbre, un ojo entrenado presiente cuando, en oposición de esa imagen más bien barroca, yace otro acercamiento. En una escena doméstica e inicialmente intrascendente de La corazonada, la cámara recorre con paciencia la mesa del living. Se desliza por el mantel, pasa por delante de un plato con salame y queso rebanado, y culmina en las suaves manos de Nieves; con un tenedor, en un plato hondo está aplastando palta. A pesar de la expectativa preponderante por lo cinematográfico —o lo que se cree que es—, este fruto no posee ese brillo deslumbrante de la publicidad; es más bien opaco. Más allá del acto de escenificar y retratar con la luz, su presentación carece de trucos. Por eso, es bello.

Con su evocación, y más aún con la familiaridad de este fruto durante mis expediciones alimenticias por Valdivia, en este movimiento de cámara resuena con fidelidad la imagen interna que he incorporado de la palta. Veo y no cuestiono. Reacción que emerge de las estrategias que encuentra la película ya desde algo tan discreto como pensar con cautela qué apariencia debe brotar en pantalla de un ingrediente tradicional. Es entonces que me retrotraigo y comprendo por qué, cuando veía a Néstor Guzzini condimentando un plato de fideos con queso rallado en Perros (2025), algo desentonaba; hasta cierto grado, supe que esa comida no brillaba así. Con estas decisiones, ambos films demuestran tener presente a un espectador distinto.
Por más que se acerque la cámara, todo en el cine es representación. Por este axioma, el director Diego Soto establece un dispositivo que visibiliza esa tensión: coquetea con diferentes niveles de ficción y transgrede con esos bordes lisos que nos permite sumergirnos dentro de la diégesis. Nieves, su protagonista, se despierta con la noticia de que su hijo encontró a un pobre motociclista malherido. Ella se lo había cruzado el día anterior, cuando la intentó seducir. Ante sus heridas, Nieves le ofrece trabajo. Mientras cuida las plantas, el motociclista, atrevido y determinado, intenta atraparla con sus encantos. Nieves insiste contra estas intenciones en que, para preservar la profesionalidad, debe separarse de la intimidad, no confundir sus límites. Una dinámica que se ve desestabilizada cuando, maravillados por sus aposentos, un equipo de rodaje humilde —un sonidista, un camarógrafo y una directora— sugiere arrendar la propiedad como locación para una ficción y, debido a los métodos de la directora, contrata a Nieves como actriz a pesar de —o tal vez debido a— su inexperiencia. Entusiasmada, Nieves acepta. El motociclista también se integra y después Martín, hijo de Nieves. Ya con el elenco armado, concretan fechas para rodar un teaser de la película, artefacto para la búsqueda de financiación del proyecto final.
En la escena central del teaser, la directora solicita a Nieves que debe darle el afecto de sus labios a ese hombre con chaqueta de cuero, aun cuando no vea en él un romance posible como para que un beso en pantalla sea creíble. Nieves exclama por privacidad con ella y salen juntas al patio. Segura, expresa cuál es su incomodidad con la escena. Aunque Nieves sea ambigua ante los motivos de este rechazo —mientras nosotros, como espectadores, desciframos fácilmente por qué es—, la directora intuye que es porque le incomoda representar algo que siente falso, que le cuesta poder encarnarlo y no asociar este gesto con su persona. Ante esta prudente incerteza, le pregunta a Nieves si no concibe que la ficción puede abrirle la ventana a una vida que sea diferente a la suya.
Los personajes de Soto tambalean sobre qué tan fidedigna puede ser la ficción a la vida: en Muertes y maravillas (2023), su película anterior, un chico sale del Cinemark y visita a su amigo, recostado en la cama por su enfermedad, contándole de lo que acaba de ver. Revive con palabras llanas lo ya pasado y rememora cómo el icónico James Bond, encarnado por Daniel Craig en Sin tiempo para morir (2021), sale disparado por las calles de Italia y, mientras conduce su vehículo insignia, es perseguido por sus rivales. Este interés parece diluirse, sin embargo, porque aquello siempre le «pasa con las películas, te encerras a ver weas que nunca van a pasar en la vida real». Más tarde, otro personaje, que es cineasta y está sentado conduciendo un coche, argumenta lo contrario sobre el cine. Defiende que la cámara es responsable de observar la particularidad que entraña la vida de la gente común. Entonces, ¿cómo puede el arte, en su reproducción del movimiento vital de las cosas, ser un fiel escudero de la vida?
Gracias a la asociación con William Shakespeare —¿el autor más universal?—, ya que la adaptación que va a rodarse en La corazonada parte de la comedia La tempestad (1611), el film de Soto se vincula con la herencia del teatro, y más en particular de la puesta en escena. Como The Players vs. Ángeles caídos (1968), donde el realizador argentino Fischerman también asoma entre márgenes una reinterpretación de La tempestad que, con una escenificación audiovisual, denota una relación con el teatro. Sin embargo, a diferencia del de Fischerman, el film de Soto no destruye el material en defensa de un nuevo cine; la idea de renovación implícita en La corazonada puede provenir más bien de la arqueología de una tradición.

La relación del cine con el teatro es una de tensiones: mientras Robert Bresson denunciaba que todo acto de interpretación, mezclado con la verdad del cinematógrafo, no podía provocar más que la imitación —y esto promovía a la invención de otra aproximación, que se fundamenta en la captura de la presencia—, cineastas como Jacques Rivette, Nicolás Pereda y Matías Piñeiro, se regocijan en la expresión lúdica que despierta todo acto de representación. De este último, y más bien por la insistencia de Shakespeare en el presente, La corazonada parece nutrirse, entre varias más, de Viola (2012). En el film del realizador argentino, Piñeiro encuentra a dos actrices, Sabrina y Cecilia, que ensayan Noche de reyes (1599-1601): recorren por las esquinas de la habitación, desde la ventana hasta el sillón, mientras recitan el texto. Una llamada telefónica busca interrumpir la creciente intensidad de esta puesta en escena privada. Aunque Sabrina contesta, Cecilia prosigue, solapa su voz con la llamada y vuelve a contaminar a su compañera con dicha. Las sonrisas tímidas y las miradas cómplices socavan. Al ritmo que incrementa la pasión, deviene la tensión. Los cuerpos, cada vez más cerca entre sí, no pueden soportarlo. Sin aviso más que la carga de esos labios, Sabrina agarra del rostro a Cecilia y la besa como si no hubiera mañana. La ficción, sin que deje de ser un extracto de vida que se filtra entre juegos, nos libra de todo aquello que la vida constriñe. Abre posibilidades y cimenta mundos.
Del mismo modo, Nieves en La corazonada acepta interpretar el beso; es la escena por la que la directora quiere hacer la película. Sin ella, sabe que sentiría el hueco en su pecho tanto que desmotivaría toda su misión. Acompañada por el pasto del patio, la cámara sigue al motociclista que, cerca de Nieves, pone una lata de Coca sobre su cabeza. Camina hacia atrás y luego para adelante. Se acerca para volver frente a ella, pero se le cae la lata. Como si fuera el recorrido con la vela en Nostalgia (1983), en vez de rendirse, los personajes reanudan la escena desde el principio hasta completar la acción. Es así que el amor, tan lejano que parecía, tan lleno de obstáculos e improbabilidades, logra completarse con el impulso de la ficción; debido a la vivencia que se vive en el cuerpo gracias a la actuación, se enamoran. Acariciada por el sol, Nieves lo abraza desde el asiento trasero de su motocicleta. Juntos, nada puede detenerlos. Ambos personajes son interpretados por los tíos del director, comprometidos hace ya muchos años; desde la ficción juegan a enamorarse como si esos años no existieran, como si cada mirada implicase algo nuevo; cada vez que uno mira a alguien que ama, por más veces que se hayan cruzado esas miradas, el cariño se renueva. Si en Muertes y maravillas la ficción concilia a la juventud con la mortalidad, La corazonada hace flamas de la pasión porque, aún en la vejez, existe dicha renovación de la experiencia.
No se trata de que toda representación sea una traición; con estas herramientas disponibles a nuestro alcance, Soto incita a la pregunta de cómo devolvernos una imagen que nos resuene como verdadera. Es originario de Rancagua, que es una ciudad ubicada al sur de Santiago, y el cineasta chileno hace de esas calles que conoce como su propio cuerpo en un lugar para la ficción; de ahí que sus películas anteriores, Un fuego lejano (2019) y Muertes y maravillas, localicen sus digresiones entre las calles de Rancagua. Por otro lado, La corazonada se orienta unos kilómetros al oeste-suroeste de la ciudad natal de Soto y, en su lugar, circula hacia los árboles de Doñihue. A pesar de esta belleza, sus imágenes tampoco rehuyen de ingredientes que, por su presupuesta contradicción, puedan complejizar la apuesta; además de la pradera verde, La corazonada es también una película de supermercados baratos y carnicerías donde encontrar los alimentos necesarios; de brazos tatuados hasta el hombro; de motores que rugen tanto como el viento se levanta.
Los referentes de la película son internacionales, y este instinto deviene de que, desde el idioma del arte, puede accederse a la idiosincrasia nacional. Jorge Luis Borges comulgaba con vehemencia que «nuestra tradición es toda la cultura occidental»1, que símbolos y temas universales pueden retrotraerse a la idiosincrasia nacional por nuestro «derecho a esta tradición»2. ¿Cuando estamos exportando la identidad de un país y cuando se es fiel? A veces, y esto también aplica a Latinoamérica en general, «el culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo». No para filmar una película que sea chilena, en su lengua cinematográfica, hay que reducirse a los estereotipos, a los espacios de la capital y a los modos de hablar que asociamos con cierta expresión chilena; existen muchos más debido a la heterogeneidad identitaria del país. Y esa heterogeneidad no se disputa con la universalidad: la acción dramática de La corazonada se resignifica desde la introducción de elementos ajenos que reconfiguran la situación inicial, que se transforma e implica a su constelación personal otras consideraciones que, finalmente, son del orden del amor, la ética, la vida. Durante esta coreografía en que discurre Soto entre seducciones y tentaciones en la bucólica Doñihue, apreciamos cómo la luz se filtra entre las hojas hasta caer sobre un rostro, y cómo un hombre, disfrazado de animal, baila entre las góndolas donde reposan productos diversos. La puesta en escena es un juego y, de comprometerse con sus reglas, puede recompensar con la verdad.

