Quedarse y observar El mal no existe (2023), de Ryusuke Hamaguchi

En una crítica publicada por el diario Libération en 1981, Serge Daney elogiaba de Stalker (1979) su compilación de rostros y lugares que no habíamos visto hasta la fecha, describiéndola como un documental sobre una cierta manera de caminar. Andrei Tarkovski —El cineasta soviético también responsable de Solaris (1972), Andrei Rublev (1966) y demás— observaba los pasos en falso de sus personajes como una danza: un movimiento motivado entre una parte del cuerpo temerosa y que quiere retroceder, contra otra parte sin miedo y atraída por proseguir. En la poética del acechar, el crítico francés afirmó que, aunque su realización permitía e incluso invitaba a las interpretaciones por su modalidad alegórica, se trataba de una película que premiaba al espectador seducido por la presencia física de las cosas, aquella que solo el cine puede invocar, visible con la fisicalidad de la cámara. Así, él distingue en el cine dos tipos de espectadores: los preocupados por lecturas simbólicas y los que permanecen en la superficie, creyendo que la fuerza de la sensualidad se crea, más que por la cualidad significante, por la materialidad —de un objeto, un cuerpo, un espacio— que una imagen proyecta en la pantalla, creando movimiento.

Con esta división, que es igual de aplicable para realizadores que para espectadores por su manera de orientar los intereses que desprenden sus decisiones de puesta en escena, al hablar del cineasta Ryusuke Hamaguchi se podría pensar que estamos ante un director temático, porque filma consciente del ritmo del lenguaje oral como una estructura de su poética, priorizando los significados del orden simbólico y concibiendo cada película desde una tesis preestablecida, comprobada y certificada por la acción dramática. Y podría asumirse que, con escenas de diálogos de tal elongación —respetando una impresión de la duración propia de una conversación, su mutación en el tiempo—, el director utiliza la palabra como mediación para la expresión conceptual. No es un pronóstico totalmente errado: sus películas mantienen una claridad innegable en lo que quieren decir —y también son certeras de lo que quieren dudar—. Pero, en sus procedimientos indica estímulos creativos de una motivación más instintiva, una búsqueda guiada por un llamado misterioso donde la creación precede a la razón. 

El mal no existe (Aku Wa Sonzai Shinai), su película comercial más reciente, es un desvío insospechado para su carrera. El proyecto nace tras el estreno de Drive My Car (2021) cuando la cantautora japonesa Eiko Ishibashi —compositora de la banda sonora— le pregunta si podría crear un acompañamiento visual para una presentación de música en vivo. La imaginación de Hamaguchi disparó a imágenes con pulsión de manifestarse, dando forma a un guión informado por el intercambio entre ambos artistas. Tras rodar este guión, realizó dos filmes distintos con el mismo metraje:  El mal no existe —la película que nos convoca— y GIFT. Aunque asociemos los intercambios retóricos y afectivos de la segunda mitad de El mal no existe con una preconcepción del cineasta, este criterio es inaplicable para la segunda película: GIFT prescinde del diálogo y parte del sonido diegético, primando la armonía sublime de los instrumentos de aire, cuerda frotada y percusión. Este reconocimiento puede redirigirnos al filme que nos concierne: los propios personajes conciben la palabra desde la utilidad circunstancial y no se comunican sin buscar algo concreto, porque el silencio es una muestra de respeto a la naturaleza. Sin embargo, incluso con este desplazamiento del verbo en la organización del relato, ¿qué hace que su reconfiguración siga evocando la singularidad del director, oponiéndose a las tipificaciones de su estilo —que lo definen por su tratamiento vincular, su interés por la burguesía de corazón solitario y su recurrencia a las palabras para expresar esa emocionalidad—, sintiéndose como una afirmación personal? 

Fotograma de El mal no existe

La cámara muta en una entidad acechando los movimientos de Takumi (Hitoshi Okima), lo busca cual depredador camuflado entre la flora. El leñador, tan austero en su enunciación como ascético en sus prácticas, convive con su cría (Ryo Nishikawa), joven y entusiasta ante el vasto mundo que la rodea. La contemplación precede a la explicación por la inocencia de su mirada; árboles inmensos con miles de ramas que recorren las nubes o la luz cálida proveniente del cielo como fenómeno sensible, misterioso. Desde el seguimiento de las actividades rutinarias de Takumi, la película accede a un recorrido comunitario donde se hace presente la organización social del pueblo. Pero lo que conlleva la cámara —escabulléndose y siempre alerta— es, ante todo, una presencia física por su existencia en el mundo material. Una concedida también a los movimientos del cuerpo, a la duración de las acciones físicas. No sería desubicado comparar la precisión del comportamiento de la cámara con la dedicación de un leñador de oficio: observemos cómo se introduce a Takumi en el acto de talar, ejerciendo un ligero acercamiento del pie derecho, equilibrando el peso del cuerpo para, luego del impulso inicial, dejar caer el hacha, aplicando el corte en el centro exacto del tronco. Estas son acciones de  calidad ritualista, una repetición sistemática pero orgánica; cada detalle que compone este rito es sincrónico con la cámara, prestando enorme atención a las actividades como a la recolección de agua del manantial o a la consistencia de una caminata dirigida, sin que los pies queden enterrados en la profundidad de la nieve. 

Tampoco es inocente en esa observación, porque también se resignifica por la narrativa: el uso del hacha que caracteriza a dos personajes distintos y los discrimina por su nivel de experiencia; la circulación de los ciervos sujeta a la advertencia de la letalidad de su defensa; el manantial como objeto de disputa entre los aldeanos y los agentes de talento —representantes de una compañía de glamping que propone  instalar un tanque séptico  que atenta contra el flujo del agua que abastece a la comunidad—. Pero también se concibe una prolongación de la rutina en pantalla y se presta atención a otros detalles, por lo que los actos cotidianos son conferidos de una duración corpórea. Como espectadores se crea la ilusión de habitar los espacios, no solamente observados por la expectativa de una recompensa narrativa, ya que acompañamos esos largos caminos nevados entre árboles despojados de sus hojas como una forma de placer en sí misma. Esta determinación evidencia una decisión formal: la mera transmisión informativa es insuficiente sin concebir el registro como un gesto de observación más allá del pragmatismo. Por esta observación, los movimientos del cuerpo desprenden su goce y se convierten en una coreografía. El intérprete y la cámara participan de una coordinación armoniosa, como si la óptica de la cámara volviese al leñador en un bailarín, cortando la madera con gracia e intención tal danza clásica. Esos son los detalles del comportamiento que se visibilizan en la relación con el espacio, produciendo nuestra inmersión, en la participación en la rutina de la comunidad y en una coincidencia con el tiempo de sus personajes. 

La filmografía de Hamaguchi consiste en melodías de la cotidianidad, cantos de observación de las peripecias de los ciudadanos metropolitanos desde una noción conductual y relacional, finalmente afectiva. No existe un individuo aislado de la sociedad en su cine, todos comparten una relación transformativa donde el espacio los presenta con condicionantes que complementan el vínculo con los demás. En Drive My Car, Yûsuke (Hidetoshi Nishijima) se abre a vincularse con su chófer que conduce su automóvil rojo por kilómetros extendidos y, en el proceso, crece como persona, incorporando su dolor como inevitabilidad y enseñanza. Fuera del posible psicologismo de sus trasfondos trágicos y la nula potencialidad amorosa, ellos se complementan en el reconocimiento de su existencia mutua, aprendiendo la imposibilidad de la superación, integrando su angustia, un recuerdo que merece expresarse para no sofocarse. Por otro lado, todos los cuentos de La rueda de la fortuna y la fantasía (2021) atienden a los diferentes mecanismos en que estas existencias sociales se nutren, contradicen o amplifican: dos desconocidas participan de un mismo juego performativo y proyectan la imagen de aquella persona que ambas creyeron, de manera equivoca, que era la otra, hasta que la convivencia breve disipa  la impresión; una mujer desesperada de afecto, encontrandolo extramatrimonialmente, trata de hundir la carrera de un profesor recto tratando de exponerlo por su novela de contenido erótico, pero lo que ella logra lastimar es su propia imagen, un intento de satisfacerse desde alguien que no la reconoce como sujeto independiente, que la cosifica y destrata. Finalmente en Asako I & II (2018), en su intento por encandilar su pasión juvenil nuevamente, una mujer responde ante un impulso desesperado, suplido de la monotonía conyugal y la decepción con la vida propia, tratando de alcanzar esta memoria como algo tangible, sin importar las consecuencias que pueda dejar reconectar con un amante de la adolescencia desde el autoengaño. Incluso si todas las películas son indicativas de cómo la mirada de personas ajenas constituyen el sentido del yo, el espacio físico y social también opera como otredad, condicionando y delimitando la interacción entre los personajes; la situación laboral —sean los puestos más burocráticos o creativos— y el entorno de los personajes se hacen inseparables de la agitación de los afectos.

Esta intuición constitucional se repite en El mal no existe, pero Hamaguchi se aleja de la sociedad burguesa de Tokio para enfocarse en otro escenario: una aldea periférica a la capital. Para representar un sector social ajeno a uno mismo, se requiere —entre más cosas— un entendimiento de toda su relación con el lenguaje verbal, lo que no quiere decir tácitamente que los aldeanos sean primitivos en la aplicación de la palabra. Las maneras de hablar no son accidentales, son una concepción social derivada de construcciones históricas, políticas y económicas, expresadas en parámetros culturales y geográficos, sin discriminar necesariamente por el contenido de su intención. ¿Pero es justo reducir al cineasta japonés a la sola verbalidad de sus personajes? Porque sería una limitación categórica finalmente rígida, ignorando el vínculo trazado entre cuerpo y palabra; la clave de su dialéctica entre imagen y sonido. Hamaguchi reconoce que la palabra existe habitando un ecosistema y su insistencia pondera queriendo que la observación sea profunda y comprometida; aun con sus abstracciones representacionales, provenientes de una estilización deliberada en los diálogos y las situaciones, el director intenta reproducir una duración del cuerpo, de sus palabras y de sus costumbres. Una sensación que se siente orgánica por su respeto a los diversos organismos, viendo con suma importancia tanto a los humanos como a los animales y las plantas, porque cree que todo compone una realidad que debe ser respetada por igual. 

Fotograma de El mal no existe

Este procedimiento en su tratamiento de la realidad describe una ética de la puesta en escena. Si Hamaguchi se tratara de un director temático, por un método de investigación heredero de cierta tradición de la filosofía, él buscaría imponer un conocimiento previo a la experiencia. Pero aquí la observación extrae conocimiento directo de la realidad y busca despojarse de las preconcepciones. Así, se informa que la aldea se localiza cerca de Tokio y que Takumi tiene un automóvil bajo su propiedad, sin contradecir ni subvertir con dichas adiciones —la relación humano-naturaleza es mediada por las herramientas, creadas para suplir bienes concretos—, y hace comprensible su humanización a los agentes de talento. En principio, solo le otorgan rostro al capitalismo voraz, peones esquemáticos del corporativismo nacional, hasta revelarse ante la audiencia como seres con aspiraciones y preocupaciones, con todo un universo reconocible sugerido por la narración, más allá del rol simbólico. Si el proceso de estudio —sea cinematográfico o filosófico— consigue la extracción de lo real, se encuentra que tiene un valor en sí mismo; no instrumental, ni al servicio de algo más. Es un método de excavación donde su materia es la sustancia, más que las ideas abstractas o todo conocimiento a priori; las cosas existen de por sí, luego intentamos conocerlas. Es la diferencia entre Platón y Aristoteles, entre el racionalismo y el empirismo: la creencia en una esencia predeterminada y la densidad de la existencia misma. El mal no existe es una película que se presta a las interpretaciones; la musicalización sublima cada gesto y lo enaltece. Pero más allá de este binomio filosófico, el lente crítico de su mirada reconoce un mundo que precede a los sujetos individuales, creyendo en una realidad más bien vasta y misteriosa. 

Mi impresión viendo El mal no existe por primera vez fue que su poética evocaba a Andrei Tarkovski en su tratamiento de la metafísica alusiva de la cámara, el plano general como forma de crear movimiento y vindicarlo como fuerza natural. Pero ahora creo que el cineasta logra, más bien, plasmar la visión que enunciaba Daney sobre el soviético: «una película puede ser interpretada. Esta se presta particularmente a sí misma (incluso si esconde sus secretos al final). Pero no estamos obligados a interpretar. Una película puede ser vista también.» Incluso si tenemos la potestad de decodificarla —al igual que Stalker, se trata de un filme alegórico, de incógnitas alrededor de ciertas figuras dramático-metafóricas, con una conclusión repentina que esconde sus secretos para despertar la conversación—, aparece una dimensión más allá de la sola imaginación de Hamaguchi que viene de otro lado. Por eso, como espectadores, también podemos seducirnos por su composición del movimiento y las texturas del mundo: la contradicción entre lo candente del sol y lo frío de la nieve; la liminalidad entre esas montañas blancas y la vegetación verde escondida debajo, hasta caminar y llegar adonde no queda más nieve, como si fuera otra estación en el mismo lugar; el recorrido del agua por el manantial y el esfuerzo para cargar un bidón de recolección; colocar una caldera arriba de la chimenea, encima de su metal negro, para que hierve el agua; la cabaña, la vista del atardecer desde el balcón, la puesta de sol y su luz alzando el humo, proveniente del fogón; una forma de vida y otra que contrasta; pantallas, aplicaciones de citas, reuniones en Zoom, burocracia —que no son excluyentes, el capitalismo tiñe todo con su propio color—. Pero así, somos instruidos a lo que Daney denominaba espectadores-observadores, hambrientos por las superficies más allá del sentido, creyendo que las superficies son el sentido. El mal no existe es también una película realista.

Fotograma de El mal no existe