Significar mujer À ma sœur! (2001), de Catherine Breillat

No es posible tener una conversación sobre cine y género sin remontarnos a aquel ensayo en el que la crítica y realizadora Laura Mulvey acuñaba el término male gaze (mirada masculina) en un intento de deconstruir las estructuras visuales y narrativas clásicas que encasillan a la mujer en un rol pasivo e impotente. Placer Visual y el Cine Narrativo1 se puede considerar un hito en la historia de la crítica cinematográfica feminista; sin embargo, medio siglo más tarde, la mirada masculina se ha transformado en un descriptor difuso e indefinido para cualquier cosa que nos resulte cosificante o gratuita. Y si ese concepto parece vago, su contraparte lo es aún más —Mulvey no referencia ni sugiere, siquiera, la posibilidad de una mirada femenina—. En este panorama, donde las discusiones sobre cine y género se diluyen hasta perder cualquier valor crítico, es de crucial importancia retomar el análisis de la mirada en el cine. Más concretamente: quién está en posesión de la mirada y cuáles son las estructuras de representación que se formulan en consecuencia. En este contexto, À ma sœur! (2001), es una película tan controvertida como fascinante, y nos permite contemplar aquellas estructuras de representación, así como las relaciones de poder que significan.

El film nos sitúa en un pueblo de la costa francesa, donde Anaïs y Elena, dos hermanas de trece y quince años respectivamente, están de vacaciones con sus padres. Conocen a Fernando, un joven veinteañero que entra en un juego de seducción con Elena, y la naturaleza clandestina de su relación los lleva a encontrarse por las noches en la habitación que Elena comparte con Anaïs. Así, la hermana menor pasa a ocupar el papel de una voyeur involuntaria. La figura del voyeur no carece de importancia en el medio; en su ensayo Mulvey hace hincapié en el voyeurismo como una de las herramientas que subyugan a la mujer en el cine. Tampoco es inusual encontrar esta figura en el cine de terror, donde abundan los planos subjetivos: séase a través de ventanas, de mirillas o desde atrás de arbustos. A menudo los asesinos son acosadores que se cuelan silenciosamente en las casas de sus víctimas por una ventana o por la puerta de atrás. El horror puede nacer de la idea de ser observado, de la violación de la privacidad y lo doméstico; pero en À ma sœur! es la observadora, Anaïs, quien perece los horrores del voyeurismo que se le impone. Tal como la audiencia, no puede apartar la vista de aquello que la perturba; las situaciones que debe presenciar la aterran e hipnotizan en igual medida. Las largas secuencias en la habitación de Elena y Anaïs construyen una tensión insoportable. En una ocasión, la cámara rodea lentamente a Fernando y a Elena para revelar a la figura de Anaïs en el fondo del plano, fuera de foco, fingiendo estar dormida. La vemos taparse los ojos y observar a través del espacio entre sus dedos en un plano cerrado de su rostro. Incluso cuando aparta la mirada, el sonido invade su espacio; no puede desentenderse de la situación. 

Esa cercanía es precisamente lo que determina el horror del voyeurismo: en su ensayo Film and the Masquerade2, Mary Ann Doane explora la distancia necesaria entre significante y significado para satisfacer la función semiótica. El voyeurismo cinematográfico, el placer del espectador, se habilita desde una distancia inherente al medio donde el espectador masculino mantiene una sensación de control. Pero si él es observador, la mujer es representación en sí misma. No puede distanciarse de la imagen porque ella, en su otredad, es una imagen. Así, el poder que se le concede a Anaïs es un arma de doble filo; donde su mirada impera, se vuelve hacia ella para recordarle su innegable cercanía a las imágenes que presencia, y su voluntad de distanciarse de ellas converge con el deseo de asimilarlas. El deseo y la repugnancia se intersectan, devienen en una mirada obsesiva que permite a la película abordar el cuerpo y la sexualidad despegándose del erotismo. 

Destripado de ornamentos, de distracciones —sea música emotiva o planos detalle con mínima profundidad de campo, que fragmentan y oscurecen los cuerpos en escena—, el sexo se vuelve un significante mucho más corpóreo. De nuevo, la distancia donde ocurre la función semiótica se acorta y la cercanía de las imágenes se vuelve insoportable. Paradójicamente, es también esta cercanía la que dificulta la lectura. Lo erótico se nutre del misterio y la sugestión: cuenta una historia incompleta para terminar de realizarse en la imaginación del espectador. Pero en los encuentros entre Elena y Fernando no hay nada sugestivo ni disimulado con una elipsis; poco se esconde fuera de campo. En cambio, las imágenes se sostienen, burdas e incómodas, desarmando las fantasías que conforman el imaginario del romance, la sexualidad adolescente y el primer amor; imaginario que, quizás, se volvería eje central si la perspectiva predominante fuese la de Elena. Es a partir de la mirada de Anaïs que se revela algo mucho más oscuro. El deseo se vuelve opaco y confuso y nos obliga a buscar nuevos términos para pensarlo.

Fotograma de À ma sœur!

Las contradicciones del deseo están tan presentes en la sexualidad como en el vínculo de las hermanas. Doane propone que «en relación al signo cinematográfico, a la espectadora se le conceden dos opciones: el masoquismo de la sobre-identificación, o el narcisismo que conlleva convertirse en el objeto propio de deseo, asumir la imagen de la manera más radical.»3 Así, la imitación emerge en el vínculo de las hermanas. Tal como en films como Persona (1966) o Mulholland Drive (2001), el odio y la admiración entre las protagonistas se vuelven inseparables. Las hermanas se tratan con desprecio y ternura casi en igual medida; transitan entre estos polos opuestos con sorprendente facilidad. Anaïs se prueba el mismo vestido que su hermana, usa los mismos colores y juega a adoptar los manierismos de seducción que parecen naturales para Elena. Su vínculo está atravesado por la violencia estética. La belleza de Elena es motivo de envidia pero también de burla; Anaïs puede alardear de ser más inteligente o perspicaz que su hermana, pero no puede deshacerse de la presión de encarnar ese mismo ideal estético, del deseo de convertirse en el objeto de fantasías masculinas. Reducida a su corporalidad, Anaïs rechaza el valor de la belleza que la oprime sin dejar de codiciarla. El film no nos ofrece la comodidad de un personaje arquetípico, sencillo y legible. El deseo de ser deseadas invade a las protagonistas y las infunde de una ambigüedad fascinante e incluso empoderante, porque las hace más difíciles de decodificar. 

Esto es cierto, sobre todo para Anaïs, quien utiliza un lenguaje demasiado adulto; hace reflexiones y comentarios difíciles de imaginar en una niña y formula sus pensamientos de manera poco espontánea. Pero esto no es una falta por parte de la película, sino una herramienta que le concede a Anaïs para defenderse en un mundo donde es esencialmente una prisionera. Esas dos opciones que propone Doane, las capacidades limitadas de la mirada femenina en un mundo masculino, requieren que Anaïs se convierta en algo más que una representación fidedigna de una chica de trece años o una víctima arquetípica de violencia patriarcal. Anaïs trasciende estas barreras en una fantasía de poder que le permite un cierto estoicismo ante los horrores que la esperan al final de la película. 

La madre de las hermanas descubre la relación sexoafectiva entre Elena y Fernando y, enfurecida e indignada, da por terminadas sus vacaciones. Las tres emprenden la vuelta a París en un viaje por carretera lleno de llantos y discusiones. Tras manejar por varias horas, la madre estaciona para descansar y, en un giro dramático macabro, un hombre se aparece con un hacha, asesina a la madre y a Elena, viola a Anaïs y huye. Más tarde, ante la policía, Anaïs insiste en que no fue violada: «No me crean si no quieren», declara. Con un freeze frame en su rostro, la película termina. Es una secuencia chocante y difícil de atravesar; parece salir de la nada y por eso es muy fácil descartarla como poco más que shock value. Sin embargo, encuentro que este final tan inesperado y violento tiene un lugar más que ganado en la película. Fernando y el asesino final representan formas de violencia patriarcal —el joven apuesto y manipulador y el asesino psicópata— que en apariencia son muy distintas, pero coexisten en la narrativa de tal forma que obligan a buscar ese nexo conector. El asesino sin nombre ni motivos aparentes, movido por un deseo perverso del cual es muy fácil desentenderse, se parece mucho más a la imagen de violencia sexual que nos ofrece el imaginario patriarcal. Es un signo convencional que reconocemos con mucha facilidad y que, sin embargo, dista de las violencias cotidianas que experimentamos. La mayoría de nosotras nunca nos cruzaremos con un asesino y violador en un estacionamiento, que se dedica a matar mujeres desconocidas a hachazos y desaparece tras cometer sus fechorías para nunca más ser visto. Es mucho más probable que nos encontremos con alguna variación de Fernando. El final es brillante, no a pesar de sino porque es tirado de los pelos. Señala y enrarece los mitos patriarcales que envuelven a la violencia patriarcal y hace exactamente la misma pregunta que los espectadores nos planteamos en ese momento: ¿y esto qué tiene que ver? 

Fotograma de À ma sœur!

Por otro lado, la secuencia del viaje por carretera retoma, nuevamente, el lenguaje del cine de terror. El auto avanza flanqueado entre camiones que lo hacen ver pequeño. Lo vemos desde el espejo retrovisor de uno de estos camiones y lo seguimos a una distancia prudente a medida que cae la noche. Una vez que la madre estaciona, Elena baja para orinar y la cámara la sigue lentamente con el auto de por medio, acechándola, hasta que otro camión pasa y Elena queda oculta. Anaïs hace contacto visual con el conductor y vemos pegatinas de mujeres desnudas en poses provocadoras en su ventana. Todo nos da la sensación de estar a la espera de algo; la quietud dentro del auto, mientras Elena y la madre duermen, está colmada de tensión, como la calma antes de la tormenta. Sin embargo, cuando el asesino hace acto de presencia, el pathos que estamos habituados a experimentar en estas escenas está ausente.

Elena y su madre siguen durmiendo y Anaïs se mantiene en completo silencio. Lejos de las scream queens tradicionales del terror, no huye despavorida, no llora, ni se defiende como Jamie Lee Curtis en Halloween (1978) o Neve Campbell en Scream (1996). La tradición del slasher dictamina que la sobreviviente final siempre debe ser la chica sencilla, “pura”, que no ha cedido ante sus deseos sexuales. Sus contrapartes, los personajes femeninos que perecen a lo largo del film, están más preocupadas por asuntos superficiales como su apariencia, revestidas de un exceso de feminidad que se convierte en su ruina. A simple vista, Anaïs y Elena podrían encajar en esta descripción, la dicotomía de la feminidad pura e impura. Pero en À ma sœur! nada es tan sencillo y la pureza no existe. Tal como observa Linda Williams en Film Bodies: Gender, Genre and Excess4, el poder de la final girl reside en su transición de un rol pasivo a un rol activo. Identificándose con la víctima pasiva, el espectador experimenta inicialmente un placer masoquista, que pasa a ser sadista una vez que esa víctima adquiere poder y se enfrenta al villano, armada y lista para tomar venganza. Ese sadismo no es más que una descarga de tensión, un momento de satisfacción primal ante los actos de retribución de la protagonista contra el asesino. Pero ese poder sólo es accesible para el personaje femenino mediante un acto simbólico de masculinización y solo para aquel que cumple con las características ya mencionadas. Por eso, es difícil pensar en esas heroínas como figuras emancipadas o triunfantes sobre la violencia patriarcal. Definidas por su relación con la masculinidad y redimidas mediante el dolor y el sufrimiento, las posibilidades que se les conceden siempre son limitantes y limitadas. En palabras de Simone de Beauvoir, las mujeres «todavía sueñan a través de los sueños de los hombres»5. Por ponerlo de otra forma, todavía no han construido su propia mirada, su propio sistema de representación. Por eso, lo poderoso de esos últimos momentos de À ma sœur! es que no entendemos qué es lo que piensa Anaïs, por qué reacciona como lo hace y por qué niega la violación que acaba de tener lugar. Se resiste a ser un arquetipo, una convención, a darnos la mano y guiarnos. Se resiste a la mirada externa, masculina, que subyuga, victimiza y cosifica. Así, como espectadores, nos quedamos a la espera de un alivio que nunca llega y Anaïs escapa con la cabeza en alto.

À ma sœur! no simplifica ni hace compromisos. En su voluntad de exponer, sin tapujos ni rodeos, las maquinaciones de la mitología patriarcal, arroja luz sobre sus contradicciones y desarma sus imágenes más icónicas. Significar y representar a la mujer supone una tarea llena de interrogantes, y lo incierto de las respuestas es lo que forja el poder de la protagonista. Si los ojos con los que nos miramos nos encierran, el camino a la emancipación, a la mirada que libera, entiende y acepta, debe partir desde esa incertidumbre del significado. Convertirse en interrogante es un acto de libertad.

Fotograma de À ma sœur!

  1. Laura Mulvey (1975). Visual Pleasure and Narrative Cinema. Screen, 16. Oxford University Press. ↩︎
  2. Mary Ann Doane (1982). Film and the Masquerade: Theorizing the Female Spectator. Screen, 23. Oxford University Press.
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  3. Ibíd. ↩︎
  4. Linda Williams (1991). Film Bodies: Gender, Genre and Excess. Film Quarterly, 44. University of California Press.
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  5. Simone de Beauvoir (1949). Le Deuxième Sexe. Penguin Random House Grupo Editorial (2016).
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