Así como la construcción de un pacto fraudulento articula la realidad de los personajes de Whisky, El dirigible también es plagada por otra mentira: el engaño al que la “francesa” (Laura Schneider) somete a todos los personajes que la rodean. En la evidenciación de los tejidos semióticos desde su dramatización, donde lo performativo y lo representado se vuelve lo presentado, es que podemos pensar en la película de Dotta: cómo se organiza su universo simbólico, centralizado por una mentira, con su instinto de mostrar el reverso de la imagen. A fines del segundo milenio fue prevalente la inspección sobre el estremecimiento ontológico de nuestra capacidad de creer en la imagen cinematográfica. Con el establecimiento del formato telemagnético que venía desde los 80 y la propagación incesante del simulacro en su definición de la realidad global, la imposibilidad de distinguir entre grados de lo real se volvió un fenómeno con ramificaciones hasta nuestro tiempo. Así, hubo cineastas que reflexionaron sobre este atributo mimético con el propósito de la duda cauta ante los términos de la representatividad del mundo: desde Abel Ferrara con su trayectoria atrevida durante fines de siglo hasta el establecimiento de Abbas Kiarostami como nombre de peso internacional, hubo una insistencia en el cuestionamiento de la posibilidad del relato, qué tanta verdad puede contener una imagen y qué tanto significa la verdad en primer lugar ante los estragos de la posmodernidad.
Aun si se inserta en esta conversación, Dotta no observa una saturación, sino una ausencia. Incluso si la tecnología del fílmico transbordó a nuestro lado del Río de la Plata no mucho después de su origen –los cortometrajes de Félix Oliver como Carrera de bicicletas en el velódromo de Arroyo Seco (¿1898?)1–, la historia de nuestro cine cayó en un non sequitur uróbico, en iniciaciones interminables sin continuidad permanente en la realización cinematográfica. La llegada de El dirigible a nuestros cielos granulados –un acontecimiento que no renovó por ninguna intencionalidad iniciática respecto a sus antecesores– fue el primer momento en que el cine uruguayo se pensó con una consideración historiográfica debido a la historicidad de los diferentes registros que el filme reconoce; se teoriza sobre su dimensión impermanente, entre las carencias precedentes y los porvenires inciertos.
Si antes hablaba de una posible arista ilusionista presente por su constitución como objeto estético, esta instrucción debe venir con la misma precaución que cuando adjudicaba una iteración del realismo fílmico en Whisky. Hay una fascinación por el espectáculo como metáfora de lo que el cine hace posible; su materialidad vuelta intangible es un instinto que es propio del estilo de Méliès. No debemos olvidar que, antes de volcarse al cinematógrafo, él empezó su carrera como ilusionista. Así, el director francés pensaba el artefacto como una extensión de la magia, como sinónimo de la invención. Esta genealogía se ilustra con el personaje del tragafuego: la “francesa” lo encuentra en los recovecos del Palacio Salvo, en los mismos pasillos donde un hombre tan uniformado como embriagado limpia el suelo con su manguera. Tras ese encuentro, el tragafuego la acerca a eventos extraordinarios: hace honor a su apodo y exhibe su propio truco como buen cirquero; la lleva hasta el exterior del Palacio Salvo para atender a las piruetas de unos tiroleses que bailan entre las nubes y giran a la altura de la punta del edificio emblemático; pasa un objeto fino a través de su propia oreja y, ante la tristeza de que su juego haya ido demasiado lejos, lo retira de entre sus labios y continúa con la sensación de ilusionismo. Ese mismo encanto por mirar el engaño como ejercicio lúdico motiva algunas de sus secuencias más extravagantes; un vitalismo con roces fellinianos en la creación de imágenes difíciles de creer, imposibles como ese zepelín que parece vigilar a los perdidos en la tierra.
La falta de un acervo exhaustivo de imágenes de nuestro país parece, más que un obstáculo, un estímulo creador para su estilización; las posibilidades que existen para llenar esos huecos. El propio Dotta reconocía esa libertad: que «no haya industria ni tradición (…) tiene la ventaja que no tenés nada de lo que ceñirte»2. Por lo que él tiene más espacio para inventar las modalidades de un posible estilo nacional; un reajuste de nuestra iconografía para volverla propia de su imaginario desde la evocación simbólica de nuestra historicidad. Y ante esa voluntad maravillada por el espectáculo, emerge una perspicacia sistemática, el desmantelamiento de sus hilos, como un mago que levanta el telón y revela el mecanismo interno de su truco, que te muestra el movimiento de cada engranaje durante ese acto tan insólito como excepcional. Un contrapeso que desmonta esas mismas ilusiones sublimes, una banalización de lo increíble: ese factor del clima poetizado por la pluma de Onetti, su incisión sobre un país donde siempre llueve, se vuelve el mero divertimento de un par de bomberos que apuntan su manguera al parabrisas de un automóvil. La recurrencia de perspectivas indirectas de vidrios y espejos, además de su alusión a la duplicidad, muestra la propia fragilidad del punto de vista a partir de su resignificación: en la conversación entre el traductor (Marcelo Buquet) y el policía (Ricardo Espalter), observada desde una misma posición de cámara, cuando se humedece la cortina se delata que la perspectiva es el otro lado de una ducha –visible en el contracampo de la misma escena–. Todo tiene su semilla en ese plano de la fotografía de Baltasar Brum, uno de los presidente más jóvenes que había tenido Uruguay, donde sostiene dos pistolas antes de suicidarse; imagen que es descuartizada equitativamente con la precisión de una operación de corazón, con las herramientas de una cirugía y filmada desde el interior mientras la luz enceguece nuestros ojos. Un relato y, en simultáneo, su revisión crítica.
En su pasaje entre esa introducción, la entrevista a Onetti y una fotocopiadora que imprime las múltiples imágenes de los momentos alrededor de la muerte de Brum, Dotta demuestra su fluidez para navegar entre las imágenes, un pulso más intuitivo que racional que lo lleva a vinculaciones menos predecibles. Para acceder a este universo simbólico, concibe dos líneas de acción motivadas por tres factores iconográficos distintos. Por un lado, está el entramado policial: una “francesa” circula por Montevideo en busca de la prueba de la entrevista que le hizo al escritor de El pozo por su supuesto regreso a su país de origen; prueba que, presuntamente, se le fue robada. Así, ella colabora con quien iba a intermediar el diálogo con el célebre escritor y, junto con la policía, buscan al joven que usurpó el “aparatito” que contiene el registro del intercambio. Por el otro, se encuentra la enunciación de una mujer anónima que recorre esas mismas locaciones donde ocurre la acción dramática mientras, desde la ventana del taxi, ella graba esos lugares como si la ficción apareciese desde su mirada, desde su evocación de la historicidad montevideana creada por sus palabras. A su vez, su búsqueda reside en localizar el paradero de la imagen del momento exacto, en el golpe de estado de Gabriel Terra en 1933, en que Baltasar Brum apuntó su cañón a él mismo y pulsó el gatillo para que su corazón deje de latir. Aún habiendo fotografías de los momentos periféricos a este instante, nadie parece haber captado el momento decisivo. Y estos dos universos convergen en la figura emblemática del título que surca los cielos de los años 30 y que parece regresar en los 90 para impresión de los uruguayos expectantes ante su majestuosidad.
Es una pluralidad narrativa traducida a su polifonía formal; un encuentro entre materiales conflictivos que, en el choque, producen ficción. Los archivos fotográficos y filmados dialogan con las grabaciones en Video8, pertenecientes a los registros de la chica uruguaya, culminando en el soporte de 35mm que moldea el universo tangible de El dirigible. Pasan cinco minutos de metraje hasta la llegada de una imagen en el formato fílmico estándar, pero incluso la diégesis del tiempo presente puede ser intervenida por la textura del archivo, como ocurre cuando el traductor y el veterinario (Eduardo Miglionico) contemplan la rambla derrotados y aparece el zepelín. El filme encarna la inestabilidad de la verdad en su propia visualización como indicio de una forma de percepción inadecuada para la cosmovisión prevalente tras los escombros del siglo XX en su recta final. Se busca en cada recoveco audiovisual, en la bifurcación de nuestro país entre principios y finales de siglo, mas la imposibilidad de lo perdido solo demuestra la cicatriz de la incompletitud, por más abarcativo que sea el ejercicio. Si para los cineastas realistas la verdad es abarcable, esta película y sus pares comprenden dichos términos por fuera de lo unívoco y lo estático, como algo que siempre se escapa de nuestro alcance, incluso si también está mediada por el estilo para ingresar en esta incertidumbre.
Treinta y tres gauchos
En la negación de la verdad platónica por su absolutismo es que sucede la multiplicidad de verdades adaptadas a los parámetros espaciotemporales, socioculturales e intersubjetivos que la condicionan. Por eso la primera persona en la enunciación de la chica uruguaya: cuando nos introduce a su fascinación por la imagen del ex-presidente, su propia presencia en este hecho político se inscribe desde la contemporaneidad con la genealogía personal de la narradora, que su desconocido abuelo estuvo presente durante el incidente, filmando. Incluso si El dirigible traza vínculos entre nuestro bagaje cultural y nuestra sombra política, su historiografía está intervenida por la subjetividad de quien hace esas conexiones como una forma de entender la historia desde sus varios discursos, una lectura que requiere de la imaginación del individuo que tiene la insolencia de conectar esos puntos. «Si uno dice que Copérnico, hacia 1540, aportó la idea de que el Sol ya no giraba alrededor de la Tierra, y después se dice que algunos años más tarde Vesalio publicó De Corporis Humana Fabrica, tenemos a Copérnico en un libro y a Vesalio en otro. En un libro, el universo y lo infinitamente grande. En el otro, el interior del cuerpo humano y lo infinitamente pequeño. Y después, cuatrocientos años más tarde, tenemos a François Jacob, el biólogo, que escribe: «El mismo año Copérnico y Vesalio…». Pues bien, ahí no está haciendo biología: eso es cine. Y la historia está ahí. La historia supone acercar. Es montaje»3.
Intuir que los uruguayos perdieron de vista la muerte de Brum al grito de «¡Viva Batlle, viva la libertad!» porque el Graf Zeppelin atravesó los cielos en simultáneo, es un acercamiento que apela a la lógica del montaje. En realidad, ambos eventos están separados por un año de distancia (1933 y 1934, respectivamente), así que esa conexión posee un dote más retórico que meramente descriptivo, una historiografía que debe tomarse desde la carga de esa yuxtaposición como poetización de la historia. Por ende, aunque muchos hayan recurrido a Wim Wenders en la comprensión de su poética de la deriva –tal vez más por su vigencia en la cinefilia nacional–, de su referencialidad se desborda una similitud con el atrevimiento de Jean-Luc Godard. Puede que el teatro épico de Bertolt Brecht sea incorporado en las declaraciones de la “francesa” en el piso alto del Palacio Salvo por el efecto de distanciamiento en que incurre Dotta en el entrelazado entre realidad y ficción, pero su interpretación del recurso está atravesada por la concepción asociativa más godardiana: como en Made in USA (1966), el policial es un recipiente que diluye los entramados entre complicaciones logísticas para inclinarse a la reflexividad de la connotación fuertemente política del género, un lienzo para rastrear los significantes de la época en su denotación pop inscrita por esa herencia cinematográfica y literaria, con personajes que «son todos estereotipos, no hay perfiles psicológicos, la francesa es un estereotipo de francesa y los coreanos caen en el mismo juego»4.
La narratividad se aboca a la presentación ensayística y los estereotipos deliberados permiten una desconexión de una idea psicológica, lo que introduce la noción de estar viendo, antes que personajes, a actores con un papel en pantalla y todo el reconocimiento metatextual implícito en esos rostros. En su concepción heredada de Bresson, es una impresión que ha acompañado a la filmografía de Godard desde Sin aliento (À bout de souffle, 1959) por la decisión de llamar a Jean Seberg para la mujer que reparte los diarios del New York Herald Tribune por la continuidad de ese rostro con Bonjour Tristesse (1957), como si fuese una secuela directa después de los acontecimientos en el filme de Preminger. Por eso nos impacta el sometimiento sexual a Ricardo Espalter, que atenta contra nuestra imagen inocente de sus apariciones televisivas. Un humor de la crueldad con coordenadas tan propiamente godardianas como esa cartografía político-cultural de sus mapas de ficción para entender el mundo; miente y cuenta la verdad a veinticuatro fotogramas por segundo.
No obstante, el filme de Dotta tiene más similitudes con el Godard posterior a Histoire(s) du cinéma (1988-1999) por el color elegíaco con que tiñe esos planos abiertos, como si el cine fuese la manera de pintar con los materiales de la vida. El franco-suizo no solo también se sedujo por el poderío plástico de los formatos telemagnéticos con sus experimentos desde la fragmentación de Número Deux (1975) en adelante: pensemos ese entendimiento de la historia del cine como una ausencia, un aforismo propuesto tanto en ese ensayo publicado en el 96 como en su reiteración en la serie mencionada; que el fracaso colosal del cinematógrafo fue su imposibilidad de registrar las cámaras de gas de Auschwitz, esa pieza faltante como la imagen del suicidio de Brum. La inclusión en el relato del zepelín se desprende de que el cartel de una película de Frank Capra, también llamada Dirigible (1931), aparece en la fotografía de Brum. Y este es un juego que podría estar en la misma secuencia donde Godard afirma que Hitchcock logró su cometido de manipular el mundo entero. Como en el acto del infierno de Nuestra música (Notre Musique, 2004) Dotta incluye materiales del mundo, que se buscan más allá de lo que uno mismo crea para la película. Lo que ocurre cuando pasamos de las fotografías del suicidio de Brum a los uruguayos que observan desde la tierra el Graff Zeppelin es un acontecimiento que pertenece puramente al orden del cine como un acercamiento a la historia. Es el axioma del montaje como extensión del pensamiento en su capacidad de asociar factores de la realidad inconexos hasta que los enlaza la mirada personal: la creación de una bibliografía, la dama que cierra los ojos y recita a Delmira Agustini, los pasajes de El pozo de Onetti, el mapa de Santa María y el afiche de la película de Kieślowski.
Por eso el nexo diegético entre las dos líneas de acción es más bien oscuro: su intersección no se delata en un elemento narrativo aparente que unifique ambos relatos. No hay un reverso satisfactorio de la situación que lleve a la iluminación del espectador y fomente nuestra catarsis de la búsqueda oblicua por esas imágenes. Se descubre la mentira de la “francesa” sobre el regreso de Onetti y el robo del material de la entrevista, y aunque se puede pensar que esas dos mujeres interpretadas por la misma actriz comparten una conexión recóndita, como en La doble vida de Verónica (La Double Vie de Véronique, 1991) –la reiteración de esa imagen promocional cerca del puesto de impresiones del traductor parece una pista más dentro del misterio de su relato–, es más plausible creer que esa mujer comparte identidad con la chica uruguaya que, con esa expresión abatida en sus ojos, recorre Montevideo en taxi para que aparezca la ficción. Pero ante la finalización del visionado permanece la incógnita de la ubicación de esas imágenes. Es la impotencia que sus personajes atraviesan, en la incompletitud de la historia de su país y, por consecuencia, sus propios enredos personales. «Me faltó una imagen para completar mi historia. No sé dónde ni cuándo empezó. Ni siquiera sé si fue una historia de amor»: así se enuncia a nuestros oídos la frustración de intentar contar una historia sin las piezas suficientes para relatarla propiamente. ¿Cómo contar una historia de piezas faltantes, sino desde la organicidad más escabrosa?
Ahí reside una de las principales críticas a la película en su estreno: la falta de argumento. Desde Álvaro Loureiro que señala los «aciertos reconocibles de un ambicioso proyecto disminuido por un libreto donde las sugerencias temáticas y el vuelo poético se confunden con el hermetismo y la desorientación»5 hasta Gustavo Iribarne que la definió como «una pieza refinadamente congelada que no logra redondear una historia concreta»6, varios periodistas demostraron su descontento ante la revelación de que esas imágenes son inconseguibles, sin la satisfacción de lo concluyente. Entre escándalos por ver un personaje defecar en pantalla, se le reprochó no seguir los lineamientos de un convencionalismo prefigurado sobre lo que significa la narración cinematográfica.
Sería diferente reclamar que la historia está en otro lado que donde encontró la película7. Pero el desprecio contra sus «borradores de un borrador en donde se reiteran viajes grisáceos por nuestra ciudad»8, en el fastidio exaltado, entre otros, por Raúl Forlán Lamarque con el «basta de borradores»9 que cierra su nota, delatan un juicio generalizado contra su condición más que su realización. Lo que estos periodistas no vieron, concentrados en su expectativa sobre lo que debería ser una película nacional con tal nivel de anticipación, es que esa idea de borrador, devenida de su desconfianza en el guión para cerrar una narración10, además de godardiana en la consideración participativa del espectador para completar el filme11, es la máxima realización del principio onettiano que prepondera en esa erosión del relato a partir de su complicación.
Ahí está su inteligencia por la incorporación de los códigos del policial, género que explota nuestra disposición a llenar los huecos con respuestas increíbles y alimentar nuestra imaginación ante las maquinaciones posibles de un suceso insólito. No solo honra a Onetti por el interés del escritor por la intersección entre la sordidez y la desolación de sus paisajes emocionales, en su amor por el film noir proveniente del mismo lugar que su influencia por la obra de Faulkner. El “aparatito” como paroxismo del macguffin, ese precepto hitchcockiano donde un objeto insignificante se vuelve crucial ante la mirada de sus personajes y moviliza su comportamiento a lo largo de la ciudad; se subvierte la expectativa por una respuesta que colme nuestro conocimiento por el enredo como acto vacío y los personajes terminan en su lugar de inicio sin más que un hundimiento en su propio infierno debajo del agua. Acevedo Kanopa describió esta tendencia al afirmar que «gran parte de la obra onettiana se basa en bordear el agujero existencial radical de los humanos, por fuera de los sucesos»12 y el mismo Onetti lo afirmó como declaración de principios al inicio de su trayectoria: «los hechos son siempre vacíos, son recipientes que tomarán la forma del sentimiento que los llene»13.
Aun cuando una novela como El astillero propone una tensión dramática en los devenires de un gestor tratando de ocuparse del problema del título falsificado del dueño de la empresa en que trabaja, hay una mayor extensión en detallar los sentimientos, los pensamientos y los espacios habitados por esos personajes degradados; el germen de un motivo recurrente en la obra de Onetti, el amor obturado o desgastado, un síndrome de ese desasosiego de un mundo que no permite la pasión ante ninguna circunstancia. En El dirigible, esa atracción del traductor por la “francesa” no crece más que en desesperación, también debido a esa arrogante masculinidad irreparable de todos los personajes en la obra de Onetti y el debut de Dotta, como la impenetrabilidad que impide que Jacobo pueda demostrar afecto en Whisky.
Bajo esa poética de la dilución –ir más allá de los hechos para descubrir una verdad más profunda–, la introspección y la fascinación son sus mayores factores preponderantes. Como las andadas sin rumbo de Larsen, o como ese monólogo continuo del narrador de El pozo. Como si los personajes del filme se perdiesen en un espacio alegórico, los planos generales remiten a Antonioni en la desolación de los espacios públicos dentro de su amplitud geométrica plasmada por el espacio fílmico. El barco abandonado donde los coreanos juegan a las cartas podría ser una locación de El desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), cuando se reúnen todos los personajes del filme de Antonioni en un intercambio de placer y hastío. Y después de una enseñanza elevada sin traducción para los oídos del Moco, el encuadre en que él camina por el puerto, cuando el veterinario lo recoge en su auto, transita el mismo desamparo individual de David Hemmings en Blow Up (1966), Alain Delon en El eclipse (L’eclisse, 1961) o Monica Vitti en mucha de su filmografía; el cielo, infinito y ligeramente tintado, es un hecho plástico emparentado a la época colorista de la obra del italiano.
Pero si Antonioni mostraba las ramificaciones del progreso en el sentido más amplio, los personajes de Dotta están atrapados en el tiempo, en la memoria de «la época en que este país empezó a verse como posible»14, cuando «parecía un país viable»15. No es coincidencia que el libro de Onetti al que más se refiera sea El pozo, que fue publicado en 1939 y ubicado en Montevideo, lejos de la ciudad ficticia de Santa María. En el recorrido mental de su narrador, su pasaje por la rambla y Eduardo Acevedo, Onetti expresa el vacío que enfrentan sus ojos en los fracasos de un proyecto de país desde una subjetividad atiborrada, el cinismo encarnado en su concepción universal, rampante en su frustración de la inacción. Así, más allá de los hechos y propio del espiritu del autor del libro, toda la película orbita en estas coordenadas: la promesa rota del Palacio Salvo como símbolo de prosperidad, el suicidio de Baltasar Brum en 1933 y el pasaje del Graf Zeppelin en 1934, la invocación a Onetti y la mujer que fallece recitando un poema de Delmira Agustini –como si con ella muriese una generación y señalara un reordenamiento general–; una recopilación de memorias que desvanecen atrapadas en la proyección de un país que no existe. Porque la otra sombra asomada en cada rincón despoblado es la eminencia de la última dictadura cívico-militar y sus efectos latentes durante los 90.
Esta olvidada invalidez
Todas las calles están vacías, aparentemente por esos hospitales repletos de pacientes a la espera de ser atendidos. Pero los personajes parecen esconderse en rincones, como esos asiáticos que juegan a las cartas en el barco en el puerto o los gurises atrincherados en la terraza de un edificio con vista cercana al Salvo. A su vez que hierve la criminalidad, nunca deja de imponerse la vigilancia, los coches de policía o los militares galopando en sus caballos, como si Montevideo estuviera en un toque de queda permanente y la aprehensión fuese el castigo para cualquier incauto que ose caminar por las calles. Así, el personaje de Moco se resignifica ante este panorama: descrito como la imagen vivida de la delincuencia, que «vendería a su madre por tres pesos», «un contrabandista y un hijo de puta», esa capa más vil eventualmente se desmorona y revela un joven desamparado, sin futuro. Nacido entre condiciones socioeconómicas que llevaron a su aprehensión por la policía cada semana durante su infancia, nunca prosperó su expectativa por recibir la bondad de un otro, por lo que no tiene más opción que entrar en el juego de la “francesa”; todos caen presa de ella por la seducción de una imagen flamante del ideal europeo.
El traductor y el veterinario se entretejen en su voluptuosidad y, cuando el automóvil cae en el agua, esa aspiración por lo europeo deja el vacío de un horizonte sin futuro, como los uruguayos que no pudieron fotografiar el momento del suicidio de Brum porque, especula la narradora, todos se distrajeron por el zepelín germánico que invadió con su sombra Montevideo. Eso dice el extracto del afamado libro que cita el traductor: «¿qué se puede hacer en este país? Nada, ni dejarse engañar. Si uno fuera una bestia rubia acaso comprendería a Hitler. Hay posibilidades de una fé en Alemania; existe un antiguo pasado y un futuro, cualquiera que sea. Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por esa mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos»16.
Pero cuando a la femme fatale se le cae el maquillaje entre lágrimas que se confunden con las gotas de la ducha que actuan como la lluvia generada por la manguera de los bomberos, se descubre el rostro de una uruguaya que especula si su padre escondió esa foto que nunca apareció. Porque la imposibilidad de completar la historia nacional se traduce en la fragmentación de la historia familiar. Un país y lo infinitamente grande contra el interior humano y lo infinitamente pequeño. ¿Cómo lidiamos con que Onetti se autoexilió, sin esperanza de regreso a un país que ya no existía para él? De la misma forma que todos los exiliados durante el último gobierno de facto, como los padres de Dotta que fueron «perseguidos por sus ideales»17 o el propio Dotta que estudió en Cuba en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, pero no expulsó a su país de su corazón.
El extravío espiritual devenida de la deslocalización espacial respirada en toda la atmósfera que concibe Dotta viene de un sentimiento que hace eco en esa expresión de ser «el único hombre vivo en un mundo ocupado por fantasmas»18, como esos uruguayos que se fueron del país durante la crisis del 2002 en búsqueda de otro horizonte posible. Lo que conecta vitalmente a Whisky y El dirigible, en su década de distancia, es el desamparo de volverse foráneo en tierra propia. Pero, ¿hay dicha esperanza en el intento de escape? Después de su aventura con Herman en Piriápolis, Marta vuelve al hogar de Jacobo y se despide. Se sube al taxi pero no aguanta sus lágrimas. ¿Cuál es su destino? Se desconoce, solo sabemos que no vuelve al inicio de la siguiente jornada laboral, mientras Jacobo permanece en la misma silla y en la misma oficina, a la espera del hombre que viene a arreglar la persiana. «Producción de la emoción obtenida por una resistencia a la emoción»19, la catarsis discreta de una lágrima que igual no repone por años perdidos. Pero si Marta se sube para no volver, la “francesa” se baja del taxi porque no puede soltar sus lágrimas estando en el asiento de atrás. Así que sale y camina por la rambla mientras se quebrantan todas sus ilusiones, el deseo de completar su historia, y a lo lejos el traductor y Julio enfrentan el horizonte sin manera de cambiarlo. Como en la obra de Onetti, no hay desilusión sin aspiración, sin ensoñación a la que se intenta escapar, pero sus consecuencias son el estatismo de una vida inalterada. «No pasa el tiempo/ No pasan los años/ Inventa cosas /Con cosas de antaño/ A nadie espera/ La casa de al lado/ Se va acordando/ Se acuerda soñando».20
¿Pero por qué, aun con esta sincronicidad afectiva y esta concordancia en el estilo mediado por una verdad, El dirigible no tiene la misma vindicación que Whisky? Tampoco debemos pecar de incrédulos: el filme de Dotta tiene sus acólitos, incluso si menos ruidosos que los de Rebella y Stoll. Hay una mistificación sobre la recepción de El dirigible, pero siempre ha tenido seguidores y detractores, y los seguirá teniendo. El problema es que la película apareció en circunstancias que conllevaron expectativas injustas, y más cuando Dotta aprovechó la oportunidad para reflexionar, con la misma película, sobre su rol dentro del cine uruguayo; un intento que no dejó escuela, tan irrepetible como el zepelín. Su intelectualidad se condena en esta guerra jurada contra la llamada pretenciosidad que varias veces revela una incapacidad para el diálogo, para volverse ese espectador activo que esperan sus directores. Por otro lado, Whisky exuda una simplicidad y un humor que, incluso con sus excentricidades, la hacen más digerible, más directa en su retrato de la experiencia. En contraste, Dotta desafía a sus espectadores, los incómoda; quiere llevarlos a nuevos territorios. Puede que ambas apelen a una imagen del uruguayo bajón, pero el sentido de identificación y el despliegue de costumbres de Whisky la hacen más amena para su visionado.
Tampoco podemos obviar su contexto, el canto de victoria que representó su premiación en Cannes como validación de nuestra imagen como país audiovisual –el ojo extranjero para legitimar nuestra potencialidad– que consolidó la continuidad del cine nacional. Por ese gesto, Whisky siempre tendrá un lugar irremplazable. Se dejó de hablar de los inicios de un cine nacional para tener otras discusiones igual de necesarias para nuestro patrimonio cultural. Pero ese camino hubiera sido imposible sin la puerta que abrió El dirigible en su locura, el propio hecho de querer hacer cine, deseo que sólo se comprende como acto de amor. Por eso, su memoria será preservada entre aquellos que la mantendremos cerca nuestro. Finalmente me pregunto: ¿por qué necesitamos que la alta convocatoria de un filme valide nuestra apreciación de sus virtudes? Ninguna película puede ser para todos, porque siempre las decisiones estético-políticas que se toman implican tanto la creación de una afinidad como de una alienación; las audiencias, tan diversas como las propias obras, son irreducibles en su infinitud apreciativa. Pero a veces somos menos y no hay condenación en esa soledad acompañada. Tal vez no seamos tantos los fanáticos de El dirigible, pero eso está bien: antes ganar en hacer una película para pocos que perder en querer filmar una para muchos.
- Hay discusión sobre si el filme pertenece a 1898 o 1902. ↩︎
- Oxandabarat, R. (1994). La imagen ausente. Entrevista a Pablo Dotta. Semanario Brecha. ↩︎
- Godard, J-L. (1996). À propos de cinéma et d’histoire. Trafic, No. 18. p. 28. ↩︎
- Oxandabarat, R. (1994). La imagen ausente. Entrevista a Pablo Dotta. Semanario Brecha. ↩︎
- Loureiro, A.G. (1994). Cuatro sobre ‘El dirigible’. El País. ↩︎
- Iribarne, G. (1994). Á la récherche d’Onetti. La República. ↩︎
- Ferré, P. (1994). Historia en otra parte. La República. ↩︎
- Ibíd. ↩︎
- Forlán Lamarque, R. (1994). Utópica. La República. ↩︎
- «Bueno, más que un guión la película partía de una estructura que contemplaba una zona importante de improvisación, no en cuanto a inventar situaciones con los personajes sino a improvisación de sentidos». Oxandabarat, R. (1994). La imagen ausente. Entrevista a Pablo Dotta. Semanario Brecha. ↩︎
- «Por eso digo que la película es un ensayo, su estructura lo es. Eso puede llegar a chocar, quizás también a provocar, porque exige que el espectador colabore en la producción de su significado» Montevideo es protagonista (1994). Entrevista a Pablo Dotta. La República. ↩︎
- Acevedo Kanopa, A. (2023). De dirigibles y gauchos: los complejos entrelazados entre cine y literatura nacional. Revista ERM. ↩︎
- Onetti, J. C. (2012). El pozo. Novelas breves. Eterna cadencia. ↩︎
- Oxandabarat, R. (1994). La imagen ausente. Entrevista a Pablo Dotta. Semanario Brecha. ↩︎
- Ibíd. ↩︎
- Onetti, J. C. (2012). El pozo. Novelas breves. Eterna cadencia. ↩︎
- Afirmación del propio Dotta, extraída de El dirigible, episodio 20 de la serie El cine de los uruguayos. ↩︎
- Onetti, J. C. (2021). El astillero. Debolsillo. ↩︎
- Bresson, R. (1979). Notas sobre el cinematógrafo, Biblioteca Era. ↩︎
- La casa de al lado, Fernando Cabrera (1993). ↩︎