El Volkswagen amarillo La presencia del director de cine en adaptaciones literarias

Al inicio de El Resplandor, el aclamado libro de Stephen King, se nos presenta un primer acercamiento a las circunstancias de los personajes principales mediante una serie de recapitulaciones de acontecimientos de sus vidas. La novela le dedica numerosas páginas a estos hechos para que, por consiguiente, la tortuosa ida de la familia Torrance hacia el Hotel Overlook en su gastado Volkswagen rojo tenga el peso que necesita, y sobre todo, la intencionalidad que King desea para la historia.

El renombrado director Stanley Kubrick realiza una adaptación cinematográfica del libro en 1980, y de entrada se perciben algunas diferencias. Se omite la introducción de los personajes para, en su lugar, empezar sin reservas con la ida al Hotel Overlook; la subida de un Volkswagen amarillo por la ladera de una montaña hasta descubrir el hotel. No hay personajes ni contexto, solo un automóvil amarillo. Esto último puede verse como una decisión banal; quizás el color del coche fue cambiado por una conveniencia fotográfica, o quizás por una facilidad de la producción. O tal vez deberíamos ser más precisos y preguntarnos por qué hay un Volkswagen rojo que aparece hacia los últimos compases del filme, accidentado en la carretera y cubierto de nieve. Creo que estamos ante una declaración de intenciones de un nuevo autor: el director de cine.

Es sabido que Stephen King detesta esta adaptación, tanto así que guionó una segunda versión más apegada a la narrativa del libro. Aparentemente la película de Kubrick no cumplió con ello, sino que decidió crear otra cosa a partir del material original, concibiéndola como una obra propia. Esto lo deja bastante en claro con el gigantesco titular A Stanley Kubrick film en la secuencia inicial de créditos, contra el que se opone la serie de televisión, que lleva el nombre de Stephen King’s The Shining (1997). 

Pero, ¿por qué adaptar la obra en primer lugar? ¿Qué conlleva trasladar el mismo concepto de un medio a otro? Creo que toda adaptación de una obra –en este caso literaria al cine– tiene que aportar algo nuevo a la discusión que existe a su alrededor, y queda en manos de lo que su director considere de interés. Aunque todas las preguntas previas son válidas, prefiero enfocarme en una nueva interrogante: ¿qué posibilidades ofrece el cine como medio a la hora de adaptar una obra literaria?

  1. El tiempo

Franz Kafka notó algo perturbador en la sociedad europea cuando escribió El Proceso. Es considerada una obra adelantada a su tiempo debido a dos elementos que la anteceden: el primero es el contexto sociopolítico en el que vivía el autor mientras escribía intermitentemente la novela entre 1915 y 1924; los movimientos anticomunistas y el surgimiento de partidos políticos de extrema derecha en las inmediaciones de Checoslovaquia a fines de la Primera Guerra Mundial hacían posible una anticipación indirecta a los eventos sociopolíticos que estaban a punto de estallar una vez entrados en los años 30 –el Tercer Reich, la persecución ideológica y censura que contribuirían a la detonación de la Segunda Guerra Mundial– que derivarían en conceptos que serían tratados en la obra de Kafka –adelantándose al auge del fascismo– y, años más tarde, serían renombrados como el infierno de la burocracia y la banalidad del mal. Y el segundo es la propia personalidad del autor, que convierte a la novela en un estudio de carácter absurdo de la sociedad de comienzos de los años 20.

Por otro lado, Orson Welles decide adaptar la obra en 1962, a cuarenta años de su publicación y a casi dos décadas de los eventos que confirmaron indirectamente el estudio social del autor checoslovaco. Podríamos preguntarnos qué ve Orson Welles en la resignificación histórica de la propia novela tantos años después. No es ningún descubrimiento que los rasgos autobiográficos de la obra de Kafka deriven en la afirmación de que el personaje principal es, en cierta medida, el propio autor, así que, ¿cómo entra el director estadounidense dentro de ese imaginario? A pesar de haber realizado algunos filmes en Europa, esta fue la primera película de Orson Welles que filmó ya instalado allí, sabiendo que no podía volver a Hollywood. De alguna manera, él es condenado a no hacer más cine allí. Es culpable de su propio cine, de la misma manera que Josef K., el protagonista, es culpable de sí mismo.

En la introducción de la película, Welles deja caer la existencia de la fuente original. En los créditos finales, su voz enumera a los participantes en la creación del filme y remarca que él mismo actúa, escribe y dirige. Por ende, no ignora el hecho de que sea una adaptación de una historia existente, ya que lo hace parte de la película: es tanto parte de la forma como del proceso de la realización. Con esa misma intencionalidad es que la fábula Ante la ley –escrita por Kafka e incluida posteriormente en la obra– es narrada por el propio Orson Welles al comienzo de la película, y no al final, como sucede en el libro. Ya sea por este hecho o por haberla leído en la novela, la fábula es conocida por todos previo al inicio de la historia de Josef K. Esta es una arista más en la autoconciencia de la adaptación. En la novela se usa como paralelismo: la humanidad ha sido presa de los mismos problemas desde la época de los mitos y, sin ser consciente de ello, lo sigue siendo. 

Fotograma de El proceso

Sin embargo, surge una nueva dimensión en la película al ver que Josef K. también está esposado a esta misma cadena. A pesar de conocer los problemas de la fábula, vuelve a ocurrir lo mismo. A pesar de las consecuencias, la humanidad vuelve a cometer los mismos errores y cae en los mismos círculos viciosos que ya hemos interiorizado. Los horrores de los años 30 y 40 resurgen en los años contemporáneos a la película; la historia se reinterpreta a sí misma de igual manera en que una película se proyecta una y otra vez en una sala de cine.

En los últimos compases del filme, esas imágenes que ilustran la parábola son literalmente proyectadas encima del personaje de Josef K —interpretado por un Anthony Perkins de complexión física similar a la de Kafka—. A medida que esto ocurre, el abogado —interpretado por el propio Orson Welles— vuelve a narrar la historia, reinterpretándola de otra forma, al mismo tiempo que el personaje de Perkins replica con una interpretación opuesta. De la misma forma que el director resignifica la historia original, los personajes le dan nuevos sentidos a la fábula ya conocida. «Usamos ayudas visuales» le dice el abogado cuando proyecta las imágenes de Ante la ley. La parábola se usa como si fuera una presentación de powerpoint en una conferencia empresarial. El director encuentra un símbolo en cómo una fábula antigua puede hacerse presente en la actualidad a partir de su asentamiento en el mecanismo operacional de la sociedad, la misma idea sobre la burocracia presentada por el autor original. 

En Ante la ley, Kafka hace lo que Welles luego haría con su película: materializar de una forma visualmente surrealista un concepto, algo que es intangible y no tiene representación física. La película atraviesa escenarios de ensueño cargados de simbolismo y logra una liminalidad que se retroalimenta de la novela. Muchos de estos pasajes realzan el absurdo kafkiano que combina la idea de contradicción mediante el minimalismo y lo barroco en su mayor expresión: una oficina repleta de gente idéntica sentada en taburetes dispuestos simétricamente; un tribunal que consiste de un cuarto repleto de individuos vestidos exactamente igual, sentados hasta en las propias paredes del recinto; un estrado con una mesa en el borde de la plataforma, donde Josef K. –parado y en equilibrio– parece estar permanentemente a punto de caerse; la distorsión óptica de cada encuadre; las calles apocalípticas en ruinas. Aquí Welles toma prestadas imágenes de un pasado que es, para la obra de Kafka, un futuro presagiado: la puesta en escena simbólica de los presos de la burocracia remite a los campos de concentración de la Segunda Guerra Mundial ubicados en Checoslovaquia. A su vez, Welles ve en el cine el uso irrefutable del tiempo, lo que crea una diálogo entre el desamparo burocrático y el ritmo frenético del montaje. Aporta lo wellesiano; la propia materia del cine se hace presente en la idea extraída de la novela. «Se dice que está historia tiene la lógica de un sueño… y de una pesadilla» recita Welles al comienzo mientras funde a un plano desenfocado de Josef K. durmiendo en su cuarto.

El proceso es una historia, entre muchísimas otras cosas, sobre el infierno dentro de un orden rector y las fuerzas que lo manejan a su voluntad. Es por eso que esa fuerza, representada en el personaje del abogado, es interpretado por Orson Welles, director y conductor de la película. No es arbitrario: el abogado de la película tiene mucha más importancia y poder que en la obra original. El solo hecho de que se lo presente levantándose de su cama sin ningún tipo de inconveniente, cuando el personaje del libro estaba anclado a ese lugar, además de una posible prueba de ego, también es una declaración de intenciones interesantísima. El abogado parece haber trascendido al material original, propulsado por Welles a ser algo más, mientras que Josef K parece ser el mismo; una reinterpretación en tiempo presente.

  1. El horror

«Cada película es (también) un documental sobre sí misma y la manera en que fue hecha».1

El corazón de las tinieblas, el libro de Joseph Conrad, fue escrito a partir de los horrores que presenció durante unos viajes a bordo de un barco que hizo por el Congo. La violencia y frialdad con la que actuaban los europeos en África impactó al autor polaco de manera tan profunda que lo llevó a crear una ficción en tres tomos, posteriormente compilados en una única novela. De la realidad al libro.

A comienzos de la década de 1970, aproximadamente 70 años después de los escritos de Conrad, el guionista John Milius los reformula en un guion para cine, contextualizando sus hechos dentro de la contemporánea Guerra de Vietnam. Originalmente pensada para ser dirigida por George Lucas, la adaptación poseía ciertos distintivos debido a su asentamiento temporal: encasillaba los eventos en una estructura propia del género de acción/aventuras y generaba una distancia ya no con la narración del material original, sino con el contexto en el que fue concebido, que hacía que Francis Ford Coppola –finalmente el director de la adaptación– calificara algunas de sus partes como «basura de libro de historietas»2 –véase la batalla final entre Willard y Kurtz; el solo hecho de calificarlo así lo encasilla dentro del género–.

Es imposible separar cualquier película de su proceso de realización, una idea que es aún más ilustrativa en el caso de Apocalypse Now (1979), cuya producción es siempre mencionada a la hora de hablar sobre ella. Es una nueva dimensión de adaptación que entra en juego; de la realidad al libro, del libro al guion, y del guion nuevamente a la realidad. Esto va más allá de no poder colocar la cámara porque hay una montaña enfrente del encuadre que no estaba en el texto, si no que el panorama era exactamente el adecuado para una catástrofe: las condiciones climáticas adversas –al nivel de ciclones y huracanes– ponían en peligro no solo el rodaje sino también a las familias de los realizadores, que tuvieron que vivir cerca del set y lejos de sus hogares por los meses que duró la producción. La guerra civil en Filipinas imposibilitaba la realización de ciertas escenas, no solo porque el destino político de un país esté en juego, sino porque el lugar de filmación se consideraba una zona peligrosa y, también, una parte del equipamiento –los helicópteros, la lanchas y hasta los extras– tenía que regresar a la milicia para contraatacar en caso de ser necesario. Eventualmente, hubieron recortes repentinos en el presupuesto y la distribuidora abandonó el proyecto en su totalidad, además de que Marlon Brando –incumpliendo su contrato– ofrecía menos de lo que pedía y amenazaba constantemente con abandonar el rodaje, todo para que luego llegará al set con sobrepeso y sin haberse aprendido ni una sola línea de diálogo. Estas circunstancias llevaron a que Coppola y su equipo técnico estuvieran sumidos en oleadas de estrés –que llegaba a los extremos de que Martin Sheen tuviera un ataque al corazón a la mitad de la producción–. El infierno del rodaje derivó en una locura plasmada públicamente por el director estadounidense durante la presentación de la película en la conferencia de prensa del Festival de Cannes de 1980, donde él afirmara: «mi película no es sobre la guerra de Vietnam; es Vietnam».

Bajo esta premisa, no hay libreto que se siga al pie de la letra. Sin embargo, no deberíamos pensar el cine desde esta perspectiva. En mayor o menor medida, el guion siempre es una guía, y habrán mayores o menores devotos de esta idea, pero de alguna manera siempre acaba siendo así: no se filman los pensamientos, mucho menos las palabras de un papel escrito en Los Ángeles sobre algo que ocurre en la otra punta del mundo. Hay algo intrínseco del cine que es enteramente documental y, por supuesto, dicho adjetivo no corresponde con la palabra verdad: desde el momento en el que construimos un punto de vista sobre un hecho, deja de ser fáctico y pasa a ser subjetivo; una parte de la base sobre la que se posa el cine.

Fotograma de Apocalypse Now

Por supuesto, no es que Coppola fuese a filmar abrazado al guion, pero la situación que enfrentaba descarta muchas de sus posibilidades. La escena del ataque en Charlie’s Point, donde las condiciones de producción que hacían posible que cinco helicópteros fueran piloteados en tiempo real para simular un bombardeo –explosiones reales en villas creadas por el equipo de arte y efectos especiales– con cientos de extras corriendo en la playa, suponía que tal coordinación debiera ser filmada con al menos ocho cámaras; un despliegue que sólo podría ser filmado dos o tres veces. Por supuesto, por mejor piloteados que fueran los helicópteros, una escena de tal magnitud, bajo esas condiciones de realización, sería imposible de replicar entre toma y toma con exactitud. La decisión de filmar de esta manera obedece a un orden que, como antes mencioné, pertenece a lo documental.

La puesta en escena de estas secuencias hacía posible las escasas probabilidades de supervivencia del rodaje en las selvas de Filipinas, lo que derivó en que la cantidad de metraje filmado fueran 381.000 metros de material fílmico, es decir, más de 230 horas. Esto nos lleva a Walter Murch. Aparte de encargarse del diseño sonoro, él se ocupó de visualizar las cientas de horas de material junto a un equipo de montajistas para luego ensamblarlo. 150 páginas de guion no corresponden con lo finalmente filmado. Generalmente así sucede en el cine. No obstante, este es un caso más que particular.

«(…) El caso claramente especial de Apocalypse Now sirve para resaltar el hecho de que el montaje, incluso en una película “normal”, no se trata tanto de juntar segmentos como de descubrir un camino y la inmensa mayoría del tiempo de un montador no se dedica a hacer empalmes en la película».3

Dicho por el propio Francis Ford Coppola en el documental Hearts of Darkness –dirigido por Eleanor Coppola, esposa del director– llegó un momento en que tenían tanto material que ya no sabía hacia donde iba la película. Su visión y la guía del texto se vieron sepultadas en un mar de inconveniencias. Sin embargo, esto revela una propiedad única del cine, indicada por el oficio de Walter Murch.

Coppola, en su renuncia al guion, confía en el montaje para explorar los caminos ya transitados, mas no conocidos: los planos de paisajes serían fundidos con las caras de los actores y las decisiones de los operadores de cámara sobre qué filmar encontrarán un orden. Hasta las improvisaciones de Marlon Brando –balbuceando sobre cualquier banalidad poética que se le viniera a la mente– ya no solo serían producto de un actor que no se aprendió sus diálogo, sino que también de un director que creyó en el montaje como verdadero escritor del cine que debía hacer, una idea lejana a la de un cine adaptado de un guion, sino de la propia realidad documental de lo que capta la cámara. Del libro al guion, del guion a la realidad, y de la realidad al montaje. Tras todo esto, pese a que el guion con aspiraciones novelísticas de Milius queda muy lejos de lo filmado, el material original permanece aún cerca. Más allá del parecido en su contenido, tanto Conrad como Coppola –salvando las enormes distancias– le dieron forma a sus obras con una manera similar de abordarla: reflexionando en base a sus experiencias. Quizás, a pesar de los horrores vividos, el Volkswagen amarillo no fuese tan diferente del rojo.

Esto nos revela que todo el cine de por sí ya es una adaptación: de un guion, de un libro, de las circunstancias, de los medios, de las experiencias personales. En el primer caso, la propuesta autoconsciente de adaptar una obra presagiadora hace que el cine se retroalimente de esta y se encargue de reformular visualmente –y con un nuevo lente propiciado por el paso del tiempo– un nuevo discurso. En el segundo caso, es la propiedad innata del cine la que hace posible la adaptación. En ambas ocasiones, son los elementos propios del medio los que contribuyen a darle una nueva perspectiva a un concepto ya trabajado. Por tales motivos son buenas adaptaciones, no porque se parezcan al material original, si no porque añaden algo nuevo a la discusión, ya sea a modo de resignificación o de cuestionamiento.

Fotograma de El resplandor

  1. Wenders, W. (1992) The Logics of Images: Essays and Conversations. Faber and Faber. ↩︎
  2. Coppola, E. – Bahr, F. – Hickenlooper, G. (1991) Hearts of Darkness. American Zoetrope. ↩︎
  3. Murch, W. (2003) En el momento del parpadeo. p 29. Ocho y medio. ↩︎