¿Cómo puede el cine imaginar el fin de las cosas y proponer una mirada que espeje a la contemporaneidad en ese gesto especulativo? Si el arquetipo narrativo del zombi es menester para saciar nuestro morbo interiorizado de proyectarnos hacia la destrucción de nuestra civilización, su escenario de extinción –aparte de ilustrar las implicaciones éticas de la perseverancia– suscita nuestra más ferviente disforia. Enfrentamos a los ojos a seres de raíz antropomórfica que han perdido su racionalidad para convertirse en bestias guiadas por las urgencias primarias y, por consecuencia, nos repelen por su comportamiento errático tan próximo a la animalidad. Pero el origen de su distorsión es ineludible; antes fueron humanos, tal como nosotros. De algún modo, su figura nos recuerda que, más allá de nuestras fantasías que han derivado en el control sobre el territorio para imponer un modo de vida en relación a la naturaleza y a la invención, no dejamos de ser animales como cualquier otra especie.
Es tentador, retóricamente, recurrir a este símbolo en tiempos posteriores al COVID19. Al abandonarse el misticismo de los rituales vudú alrededor de los primeros exponentes del zombi, el filtro de lo científico se ha vuelto el marco ficcional para justificar su existencia por su asociación con la enfermedad. La pandemia, pues, no es más que la más reciente manifestación del contagio masivo, tal como ha sido la Peste Negra o la Gripe Española. Hubo que repensar nuestra normalidad por motivos de supervivencia, y puso a prueba a nuestras instituciones demostrando su fragilidad al enfrentarse a una situación extrema. Fue la forma que tuvo nuestra generación de especular sobre el fin del mundo, que casi emerge como un deseo perverso, como si conllevase la incorporación de un sentido de importancia en tanto su faceta transformativa; nosotros somos la población con la que culmina la existencia humana, y no otra.
El mundo no terminó con el COVID19, como tampoco finalizó con la Guerra Fría, a pesar de la amenaza de esa aparente inminencia nuclear. Solo alteró su curso. Así que esta persistencia puede despertar indiferencia por su eterno retorno: vivir en una crisis perpetua es el modo de subsistir. Esta sensación de cansancio existencial, brotada de la desilusión ante el apocalipsis como suceso removedor, parece dominar las playas de El tema del verano (2024). El filme más reciente de Pablo Stoll Ward, en su alternativa más catastrófica de la pandemia habitada por infectados, destaca en la ideación de estas hordas para ratificar su cosmovisión en que no pierden de inmediato sus facultades racionales tras volver a la vida. Cuando el cadáver de un muerto-vivo (la denominación otorgada por los personajes de la película) se levanta de entre la arena, todavía conserva su memoria y su raciocinio, solo que su apetito se orienta por otra alimentación. No es hasta que pasan días, semanas y meses que esas propiedades que determinamos como humanas se diluyen por la persistencia del cuerpo a pesar de la defunción. Esto diferencia la manera en que se expresa la monstruosidad del zombi en esta película, pues son más cercanos a nosotros que en otras de sus iteraciones. Pero es el tipo de similitud que trae su desencanto; la muerte no nos librará de nuestra rutina ni de nuestra constitución de la identidad.
Este sentimiento hace eco cuando Malú (Malena Villa) enuncia: «se acabó el mundo, no el capitalismo». Una reinterpretación del reconocido aforismo que Mark Fisher atribuyó a Frederic Jameson, luego modificado por Slavoj Žižek –«es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo»1–. Dicho como respuesta a las dudas de Ana (Azul Fernández), ellas, junto a Martina (Débora Nishimoto), son tres amigas que ingresan a una residencia de artistas en José Ignacio para atracar la fortuna de un millonario con ordenadores que minan Bitcoin. Ana pierde certeza de perpetrar el atraco y descubre que el excéntrico dueño de la residencia fue asesinado por su amante y ahora tiene que subsistir, desde esa liminalidad entre la vida y la muerte, con este conocimiento fatal en mente. Entonces, ella se arrepiente de las estrategias que normalmente emplean para hurtar sin reparos morales. No obstante, Malú insiste en proseguir con el plan, como si el dinero sirviera de algo fuera de esa residencia. Mientras los cadáveres arrastran sus piernas por la arena de José Ignacio, perduran las mismas preocupaciones que precedieron a la crisis: alimentarse y buscar comida. Así, si el cine de zombis muchas veces exhibe la disolución del tejido social, un retroceso de nuestra organización relacional como regreso a lo clandestino por fuera de las lógicas normalizadas de nuestro tiempo, en El tema del verano la epidemia no es más que una extensión del capitalismo que lleva la voracidad a la literalidad.

Esta noción de la sociedad del consumo se señala discursivamente con la llegada del comandante (Daniel Hendler). Es un hombre reservado que dejó atrás a su familia por la auto-preservación y cree que la inestabilidad del presente es una reconfiguración de la ideología del hombre nuevo –«el hombre y la mujer nuevos»–. En su conceptualización desde los pilares del capital, el consumo como matriz ordenadora ha llegado a tal alcance fundacional para tejer la interrelacionalidad que «ahora nos consumimos entre nosotros». Es la misma crítica detectable en el cine de George A. Romero en su fascinación por la voracidad, que incluye sus películas de zombis pero también objetos más peculiares como Martin (1977), donde altera el mito del vampiro para presentarlo como un adicto que utiliza jeringas para concretar su consumición. En El amanecer de los muertos (Dawn of the Dead, 1978), equipara a los zombis con los compradores de un centro comercial que solo buscan mercancías novedosas, para luego devolverle esa mirada a los propios personajes humanos que, encerrados entre objetos efímeros, vidrieras y maniquís, mantienen su alma estremecida ante el vaciamiento por su posición como consumidores. Estos deseos tanáticos y su expresión social son la metáfora clave en el cine del director estadounidense, y el filme de Stoll no dista de la hipótesis que guía a varias películas de esta tradición.
Puede que muchos filmes de zombis se conciernen con el momento inmediato de esta disolución, pero también son ponderantes las entradas que especulan sobre qué maneras puede encontrar el humano para reiterar un orden social. Las franquicias longevas tienen esta especialidad de brotar las ramificaciones de la reorganización, con un especial interés cuando se expresa en una continuación del capitalismo; en Tierra de los muertos (Land of the Dead, 2005), Romero propone una metrópolis aislada con agentes que eliminan a los muertos vivientes en la periferia para preservar el orden, pero esta reconstrucción, liderada por un hombre pudiente que cree en su inversión para brindar algo nuevo, no deja de reproducir la verticalidad del sistema de clases y cómo se manifiesta desde la propia base arquitectónica de la ciudad, con ese sitio a las alturas que sus personajes aspiran a llegar para gozar de seguridad. De nuevo resuena la cita en el libro de Fisher, además del sentimiento posterior a la pandemia: de alguna manera, el mundo termina solo para reiniciar y recuperar sus maneras, por más que impliquen cargar con la insostenibilidad de un cadáver que pide descansar.
Stoll es un deudor de dicha operación narrativo-conceptual donde el monstruo incita a la reflexión, y él no oculta esta referencialidad aunque tampoco se limita a la saga de los muertos2. Siendo una película de presupuesto reducido para sus ambiciones, repite la estrategia de contención que se asimila al cine de explotación. Las amigas no tardan en entrar a esta residencia para artistas con otros tres individuos que sugieren cierto antagonismo, ya que cada una reclamará a uno de ellos como víctima. Y parte de la acción, acompañadas por la belleza del horizonte y su vista en esa terraza con piscina, se desarrolla entre esas paredes. Para situar las peripecias de la triada en este interior, la película hace un desplazamiento hacia el interior, lo que reorganiza la concepción espacial asociada a la filmografía de Stoll. Él es un cineasta montevideano no solo por procedencia, sino porque sus historias suelen localizarse en la capital del país. Si sus personajes se mueven hacia el interior, suele ser más como un escape. Pienso en Whisky (2004) y su digresión a Piriápolis, o Hiroshima (2009) y el pasaje bucólico de Juan (Juan Andrés Stoll) como interrupción a su rutina citadina. No obstante, El tema del verano se desvía de esta recurrencia y prescinde de Montevideo. En ese movimiento, las mordidas caníbales se contraponen a la belleza playera de José Ignacio.

La predilección por esta localidad está cargada de una connotación política; está cifrado en un posicionamiento de clase que, aparte de su proximidad a la Miami de Uruguay (Punta del Este), lo hace lugar de goce para los privilegiados: los chetos disfrutan de la localidad con comodidad por su exclusividad. No es casual que esta lucha informada por la consciencia de clase y codificada en los términos del cine de atracos se localice en un territorio dotado de estas propiedades económicas. Es una forma de acceso para burlarse de la interpretación que tienen esos sectores minoritarios sobre el arte, vuelto en una extensión de su propia performatividad, otro rasgo más de su apariencia ostentosa. Ahí reside la utilidad retórica del personaje de Vero (Romina Di Bartolomeo), que instrumentaliza su presunto conocimiento durante el trato cotidiano para alardear y menospreciar a los demás. Pero es una imagen al borde de quebrarse si se rasca ligeramente. Por eso enuncia haber compartido veinte días con una figura del arte importante cuando es una mentira; esa persona estaba en una residencia en Okinawa. Vero, drogada sin su consentimiento, cae inconsciente, a lo que Martina la humilla desde la contestación: «aprende a googlear».
¿Pero desde dónde se para Stoll para filmarlo? A pesar de que ciertos planos abiertos y su iluminación natural parezcan querer seducirnos a este mundo privado, algo se aleja de la abstracción del estilo de Stoll para caer en la estandarización. No hay que ir más lejos que el casting: por un lado, muchos de los personajes principales –varios que no son de la República Oriental– lucen como modelos, reproducen un estándar de belleza hermético aún con la ilusión de diversidad. En principio, es coherente con el universo al que accede, porque esa belleza es su arma para engañar a los poderosos. Pero cuando la predilección por esos cuerpos jóvenes, como los que retrata el fashion film, se vuelve casi la única realidad distinguible y se yuxtapone a otros donde su aspecto conduce a la risa –como el leve sobrepeso de Ramiro (Gonzalo Delgado), que añade a su conducta más exorbitante–, da a lugar a dudar hasta qué punto el filme no se vuelve una mera reproducción de esos valores.
Esa estandarización infecta su propuesta formal cual virus letal. La complejidad del raccord3 de acción –que repercute en instancias donde la dirección de miradas es cuestionable, como esos planos en los que Martina y Vero giran alrededor y la cámara las acompaña– se sugiere como ramificación de la rapidez a la hora de filmar. Esta velocidad obvia la connotación en favor de la denotación, y el espacio fílmico carece de expresividad más allá de su ilustración pragmática. Un pragmatismo carente de abstracción por la incapacidad de sugestión, de un fuera de campo que anime la imaginación. Hay, sí, un fuera de campo generalizado: lo que ocurre afuera de José Ignacio. Pero este principio se encuentra ausente en la concatenación de sus imágenes. Así que, como hay un plano para todo, hay menos planos en el imaginario del espectador. Si se corta a las ruedas de una maleta, también tiene que cortar a las otras dos maletas que llevan las chicas en la llegada a su destino. Así, se desalinea de una de las grandes fascinaciones de esta tradición del cine de terror. Debido a la debilidad para definir lo que está fuera de las imágenes, poco demuestra haber aprendido de obras maestras como La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), que requieren de esa materia invisible para su constitución. Y, ¿cómo puede el filme vociferar su crítica al consumo si reproduce esas mismas lógicas que hacen prescindible a las imágenes por disponerlas para la automatización industrial?
Tal vez dicha estandarización pueda explicarse a través del trasfondo del proyecto: han pasado doce años desde que ganó su primer fondo para desarrollo de guión. Desde entonces, entre otras adquisiciones monetarias para sustentar las diferentes etapas de la producción e imposibilidades que obstruyeron la concreción del rodaje como la misma pandemia –que luego se incorporó directamente al relato–, el proyecto ha sufrido de una dilatación mucho más extensa de lo esperado cuando, seguramente, si los resultados son indicio de los intereses, se trataba de una propuesta lúdica más que una incursión guiada por la ardiente pasión de una vida. Además de que estas circunstancias delatan los porvenires más catastróficos de realizar cine en nuestro país, toda la burocracia que conlleva a la extensión tan prolongada de la realización –lo que, probablemente, causó tanto hastío– parece filtrarse en el resultado. Así, se pierde la espontaneidad cuando la cámara se coloca para capturar el presente y volverlo pasado eterno. Las estrategias para suscitar suspenso, más bien austeras, terminan por llevar a un cálculo extremo guiado por el deseo de complacer.
Esto lleva a imágenes forzadas, como esa muerte a uno de los muertos-vivos incrustando dos bombillas de mate en sus retinas. Ese plano presenta una deliberación tan evidentes de sus hilos que, en la búsqueda por apelar a cierta uruguayez –dentro de una propuesta rioplatense que dirime las particularidades en son de la supuesta universalidad–, esa identificación late en su desesperación por la aprobación de un público que ve como suficiente que ciertos rasgos culturales básicos sean retratados con bombo, platillo y redoblante, como si fuera la primera vez que viéramos un mate en la pantalla grande. Poco tiene que ver con ese universo reconocible de iteraciones previas en la obra de Stoll, que se hilaban entre observaciones reservadas y mostraban la normalidad en esas costumbres, más que enorgullecerse desde el chovinismo. Lo cual no proviene de la –bienvenida– exploración hacia la variación en el hecho de integrar otros códigos de género como forma de renovación, sino en la mirada que dota a esas maniobras para su interpretación del cine de explotación tornada cínica en su cosmovisión.
Stoll no es extraño al desencanto, pero usualmente recurre a una emocionalidad discreta para informar esa inconformidad más allá de la desconexión con el mundo. Encuentra pequeñas derrotas, la involucración debajo del desinterés aparente –la atracción frustrada de Leche por su profesora de italiano en 25 Watts (2001)–, o instancias de ternura y catarsis bañadas por risas tímidas –Juan rompiendo su silencio para cantar ante la audiencia en un plano cerrado de Hiroshima–. El tema del verano, por otro lado, se acerca a la sátira desde un rechazo por las cosas traducido en ridiculizar o ironizar todo paradigma incidente. Así, el elemento de crítica de esa postura se desvanece, tanto por su desaparición de las prioridades narrativas cuando el propio relato pierde dirección, como por el hecho de que uno de sus oradores, el comandante, termina siendo un antivacunas paranoico; su duda razonable cae en el absurdo.
Esta distinción también se produce por la sequedad de sus personajes. No es que nadie vaya a recordar al Jacobo de Whisky por sus sonrisas, pero había una densidad humana en la proposición por explorar su rispidez en diferentes escenarios para expandir su espectro conductual de manera mucho más enriquecedora que lo logrado por El tema del verano, donde no hay complicidad entre el trío estelar y toda respuesta es un gesto a la defensiva, pero a su vez todas permanecen en el arquetipo inicial como para estudiar estos rasgos en profundidad. Tal vez el cine de terror suele recurrir a esta clase de arquetipos para inducir un reconocimiento inmediato que beneficie a la progresión del metraje, pero en las mejores iteraciones de la tradición se conduce ese escenario con un estudio conductual que certifica los patrones relacionales transcurridos durante la inestabilidad. Bien podemos ejemplificar esa potencialidad con la diversidad de dinámicas sociales contenidas dentro de las paredes del hogar en La noche de los muertos vivientes, donde estos lienzos de comportamientos comunes tienen la suficiente separación para que sus fortalezas sean antagónicas y den frutos sociológicos.
La luz en el otro extremo del túnel de este camino rocoso, parece señalar su conclusión, viene de la afección de encontrarse reconocido por un otro incluso en el fin del mundo. Así enuncia la lírica que suena mientras corren los créditos, e incluso lo ha afirmado su director: «Creo que (estos zombis) hablan de amor. (…) Una amiga me dijo que sentía que era una película donde los que se salvan son los que se enamoran. Pero a la vez, no se enamoran tanto, y el amor entra con la muerte. O sea: en lugar de que el amor es más fuerte que la muerte, dice algo así como que el amor es la muerte»4. Pero ese movimiento depende de la proyección romántica entre Ana y Felipe (Hache Souza), de que los ritmos de hip hop del compositor musical lleguen al corazón de la joven y que esa potencialidad no sea tan descabellada. Pero hay un obstáculo severo en alojar un peso dramático tan importante en un aspecto poco sustentado para llegar a esa convicción.
El amor no opera bajo el hemisferio izquierdo del cerebro, pero el cine es una construcción que necesita de la fabricación dramatúrgica suficiente para generar ese sentido. Y no hay mucho de donde agarrarse para creer que hay futuro en ese amor. No hacen más que engañarse y reclamarse hasta que, tras unas elipsis, ella reposa la cabeza sobre su brazo. Ese único escape termina siendo sintomático de su misantropía y, por el contrario, el drama parece denotar más una dependencia a esa opción como descarte. Aunque no se lleven tan bien, son lo único que tienen; ya fue.
Ese «ya fue» se vuelca a toda su estilización, al ser impresa como materia en el sensor. Es la actitud que condice su falta de imaginación producto de la estandarización; la expectativa era desmedida rozando en lo injusto por la mitificación de la figura de Stoll, autor de ese cine fundacional para nuestra idiosincrasia. Alguien dotado de este virtuosismo debería poder permitirse el experimento y salirse de su comodidad, más allá del intento fallido, pero la magnitud de su esfuerzo a lo largo de los años para costear sus aspiraciones, cuando igual en su fabricación precaria divisan carencias presupuestales, deja intuir la incomodidad en el estado industrial de nuestro cine.

- Fisher, M. (2016). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? ↩︎
- En una entrevista para Latido Beat hecha por Sofía Durand Fernández, el realizador menciona Los crazies (The Crazies, 1973): «Cuando Ramiro está mirando su celular y dice “los muertos no se mueren”, se ve un pedacito de The Crazies (1973), de George A. Romero, en que los soldados están vestidos con monos blancos y unas máscaras. (…) Entonces cuando hablamos con el equipo y la directora de arte, les dije que quería que fueran así, y me dijeron que no, que no eran soldados. Les mostré la película y les dije: “esto es lo que quiero”». ↩︎
- La relación de continuidad que se establece entre los planos, sea por las miradas, los personajes o los objetos de la escena. ↩︎
- Bremermann, E. (2025). Pablo Stoll y el sueño del zombie propio: «Hace trece años no se me hubiese permitido tan fácilmente hacer una película como esta». El observador. ↩︎