Verdad en la superficie El proceso de Juana de Arco, de Robert Bresson

Luego del estreno de Una Mujer Dulce (1969), Robert Bresson comenta en una entrevista de radio que está en proceso de crear un recopilatorio de sus creencias como hacedor del medio, con la esperanza de un mejor entendimiento tras la repetición incesante de las mismas interrogantes que le han hecho tanto entrevistadores como otros cineastas a lo largo de los años. De ahí surge Notas sobre el Cinematógrafo, una tesis sobre la distinción entre el sujeto del título y el cine; el primero se entiende como un acto de creación, y el segundo como representación. El término Cinematógrafo, lo más cercano que el director francés ha llegado a poner en palabras su propio estilo para enumerar de sus dotes, tiene su mayor exponente en la subestimada El Proceso de Juana de Arco (1962).

Bresson decide comenzar esta historia ya conocida y contada repetidas veces con la madre de Juana leyendo de espaldas a cámara lo que veremos desarrollarse en breves: la imputación de su hija con crímenes falsos; «la condenaron injustamente y la quemaron». Terminada la sentencia, se sobreimprime en la imagen el título de la película a modo de alegato; el destino ya lo conocemos, concentrémonos en el proceso. Los hechos están predestinados: Juana de Arco va a morir, se dice desde el principio y los ingleses –que su destino sea discutido en inglés no es casualidad– lo repiten a lo largo de los 62 minutos de metraje. «Ella va a morir, debe de ser quemada». Con la misma intención, el director deja una placa con la fecha de muerte de la protagonista y realza, mediante un texto introductorio, el hecho de que no se posee ningún retrato de ella. «Pero nos queda algo mejor: sus palabras ante los jueces de Ruán».

Es imposible que esta placa no nos remita al hito del cine mudo de Carl Theodor Dreyer, La Pasión de Juana de Arco (1928), que posee el estatus de obra intocable e ilustra los mismos hechos que la película del director francés. No obstante, el foco es distinto. En el filme de Dreyer, el estilo expresionista incita la agonía y el martirio de Juana en su juicio: los primerísimos primeros planos contrapicados de los rostros radicalmente iluminados, las lágrimas y gritos insonoros, junto a la omnipresencia de la música, nos sugieren la presencia divina. Sin embargo, en la puesta en escena de Bresson reina la austeridad. Los planos, en su mayoría frontales, son filmados únicamente con un lente 50mm, que fragmentan los espacios con encuadres cerrados y se empapan de la subjetividad de los personajes, quienes construyen nuestra percepción del escenario mediante sus miradas. Es casi imposible encontrar un plano establecimiento en sus películas, ya que los espacios nunca son vistos en su totalidad, sino a medida que son habitados. Así, tanto la sala de juzgados como la cárcel existen en tanto Juana de Arco está presente: cuando ella abandona el plano o dejan de escucharse sus pasos, el montaje corta a otro lugar; es parte de su subjetividad, una extensión de los modelos. 

Fotograma de El proceso de Juana de Arco

El fuera de campo se formula no tanto por lo que solo se oye, sino por una híperfijación de lo que está en el cuadro. Por eso tenemos que pensar los espacios y las acciones en Bresson como una exploración: la forma en que la cámara se mueve en Al Azar Balthazar (1966) aflora la ilusión de un mundo que se genera ante nuestras miradas, de la misma forma que el destino del burro se mece de dueño en dueño cuando en realidad está fríamente planificado. Así, el estilo de Bresson se revela: la narración es el discurso. Los hechos aparecen para que la esencia de la película se concentre en la subjetividad formal; la forma es más importante que la historia, y tal como enfatizan los guardias de Ruán, los sucesos están predeterminados.

La Juana de Bresson, seria y sobria, recita sus diálogos mecánicamente, –precisos e informativos– donde la única melodía proviene de las preguntas y respuestas. En la película del director danés, la expresión viene de un código alto, de la pasión. En la del director francés, viene de lo terrenal, de la palabra, del propio proceso. Esta idea es posible debido a su deseo de trabajar con no-actores, quienes internalizan el drama para que lo que aparezca sea la superficie del mero hecho –directo y contundente– de la acción. Mediante la repetición de las tomas –a veces demasiado exigente–, los diálogos se drenan de cualquier tipo de emoción aparente. A su vez, debido a su falta de herramientas actorales, los no-actores eran incapaces de ir más allá de lo marcado por el guión, incitándolos únicamente a ser. Quienes cumplían estas características eran el ideal modelo bressoniano1. Todos los modelos comparten la misma fachada sobria, desde el franco-uruguayo Martin Lasalle de El carterista (1959) hasta la propia Florence Delay quien interpretó a Juana de Arco. Incluso Bresson fue capaz de encontrar un modelo en el burro Balthazar.

Con este planteamiento, ilustra lo que pone en tela de juicio en Notas sobre el cinematógrafo. No considera malas actuaciones como la de Renée Falconetti en la película de Dreyer; cuestiona si realmente aportan al medio o solo son una mera extensión del teatro. «El cinematógrafo estaría muy feliz si el teatro no hubiese existido primero», dice Bresson. Pero a pesar de eso, su estilo no sería tan efectivo, o incluso no existiría, de no haber una antítesis en la que apoyarse. Tal vez Bresson haya adquirido esta reticencia no solo en sus turbulentas idas al cine, donde solía abandonar la sala a pocos minutos de haber comenzado el «teatro filmado», sino también después de realizar sus dos primeras películas Los ángeles del pecado (1943) y Las damas del bosque de Bolonia (1945), melodramas cargados de ciertos elementos –oriundos del género– contra los que el Cinematógrafo se resiste; pero uno no existe sin el otro, se complementan en su oposición.

Bresson documenta la superficie de lo real, pero no le interesa el realismo ni la verdad documental –o cinema verité–. Dicha superficie consiste en una privación de cualidades; elementos suprimidos a conciencia, sin negar la posibilidad de que puedan existir. En el rodaje de El carterista, Bresson pidió que bloquearan a fondo de cuadro a un hombre que no llevase sombrero puesto. Cuando el asistente le mencionó que el hombre de la cabeza descubierta estaba listo, el director lo corrigió: no quería eso, sino un hombre sin sombrero2. La precisión filosófica que maneja es ponderada directamente en su Cinematógrafo. Es allí donde se florece la ambigüedad de la presencia divina en El proceso de Juana de Arco; cada plano no pretende reflejar nada más que esa superficie: «Recibí el consuelo de San Miguel», dice Juana. El juzgado le pregunta «¿desde cuando oyes su voz?» y ella responde «no hablo de voz, sino de consuelo».

«(…) Dostoievski –esta es la razón por la cual siempre vuelvo a él para realizar una adaptación de forma rápida– es muy preciso, en todo lo que ha realizado. Su mayor cualidad es la precisión, y la composición»3. Por eso, si el personaje de Un condenado a muerte se escapa (1956) agarra una cuchara para afilarla y romper parte de la puerta de su celda, el director lo filma sin nada subyacente. Lo que atrae al espectador son dos elementos: por un lado, la mencionada fragmentación del espacio, donde cada acción revela una parte de la celda y, por consiguiente, la motivación del personaje –lo interior–. Y por otro lado, el espectador –posiblemente acostumbrado a otro tipo de cine– espera impacientemente que ocurra una ruptura de orden, ya sea que el personaje sea atrapado o se escape –lo exterior–, cuando en realidad su destino ya está anunciado en el título.

El formalismo hace a la desolación de los mundos bressonianos; son una opresión donde los personajes buscan, por momentos sin saberlo, la liberación mediante su propia expresión y pensamiento. Son presos, a veces de forma literal como en Un condenado a muerte se escapa, y otras de manera más figurativa, como en El carterista. Ahí la expresión de Michel: sus manos usadas en su «labor» como carterista, lo llevan a ser encarcelado, donde encuentra libertad en el amor de Jeanne, del mismo modo en que Juana de Arco se libera de la prisión física siguiendo a la voz de Dios hasta la hoguera. En este contexto, el cineasta estadounidense Paul Schrader argumenta sobre Diario de un cura rural (1951): «Lo que parece ser un rechazo por parte del medio en el que vive es más bien un rechazo del cura, no porque desee distanciarse de sí mismo, sino porque ha sido el instrumento de una pasión desmesurada que le hace avergonzarse de su ser»4; el protagonista es preso de sí mismo y encuentra la liberación en la gracia divina alcanzada a través de la muerte, propiciada por su autoflagelación, cuya causa él cree encontrar en el pueblo y sus habitantes.

Fotograma de Diario de un cura rural

Este tipo de relación personaje-entorno se halla en el juego retroalimentativo entre imagen y sonido, que posee tres dimensiones: verbal, oral, visual. Como gran parte de los protagonistas bressonianos, el cura escribe en su diario lo que luego ocurre mediante un fundido. Puede parecer redundante, pero esta dialéctica prueba lo contrario. Vemos la pluma del cura escribiendo que va a visitar a una persona, luego va a una casa y toca la puerta. A los breves segundos escuchamos a través de la voz en off que «el criado tardó más de lo esperado»; lo que ocurre y lo que percibe el personaje es disonante entre sí. Las palabras en el diario evocan una imagen con un sentido, y Bresson compone un plano donde el personaje, efectivamente, camina hacia una casa. Pero la relación entre el diario y el plano se genera con el montaje. Luego la imagen nos permite ver al cura golpeando la puerta y, en un instante, a un hombre abriéndola. Sin embargo, en esa voz en off está la dimensión subjetiva que sugiere una intencionalidad adicional a la visual.

A lo largo de la filmografía de Bresson, el Cinematógrafo es un modo de trabajo el cual se perfecciona con la práctica. Sin lugar a dudas el mayor exponente de esa filosofía es la reinterpretación de la historia de Juana de Arco; es la depuración total de su estilo –viéndose fortalecida por las comparaciones en contraposición a otras adaptaciones más estridentes– por lo que es la sutil candidata a ganarse el premio de su mejor película. Si bien en ese momento su estilo ya estaba bastante definido, con El Proceso de Juana de Arco lo termina de labrar. Desde ese entonces, filmó sus películas posteriores del mismo modo una y otra vez, de la misma forma que Cézanne pintó el monte 87 veces, para acercarse a una verdad discursiva, una visión de la realidad, que quizás su última película El Dinero haya alcanzado. Y de ser así, su conclusión es devastadora.

Fotograma de El dinero

  1.  En Notas sobre el cinematógrafo, el director usa el término modelo para diferenciarlos de los actores. ↩︎
  2.  Entrevista con el actor de El carterista Jean Pelegri (1961) ↩︎
  3.  Entrevista a Robert Bresson a propósito de Las Cuatro Noches de un Soñador (1972) ↩︎
  4.  Schrader P. (1972) – El Estilo Trascendental en el Cine: Ozu, Bresson, Dreyer. Ediciones JC ↩︎