Distancia de seguridad | 43° FCIU El repartidor está en camino, de Martín Rejtman

Una fábrica téxtil, un desfile de celebración, una persona tocando la guitarra, un grupo bailando música contemporánea; una festividad que Martín Rejtman decide que abarquen los planos de Copacabana (2006), su primer documental. Fue un encargo que derivó en una ilustración de la comunidad boliviana en Argentina, y una tesis sobre cómo hacer un documental a partir de un tema desconocido para el realizador. Opera desde la distancia, permitiendo la investigación de aquello desconocido a medida que filma; el cine como exploración. Esto es lo que le posibilita, hacia el final del filme, ejercer una denuncia sobre el trato de la inmigración boliviana: coloca en el montaje sus imágenes sobre el destrato en las aduanas, los largos viajes en buses y a pie de la comunidad, y la inexplicable mano dura con la que se los trata a los pueblerinos.

Es 2020: una pandemia azota el mundo y en Buenos Aires hay una cuarentena que cumplir. En ese contexto, dos calles convergen al fondo del cuadro en la madrugada nocturna. Pareciese que en aquel plano de extensa duración no fuesen a aparecer más que autos de algún no teletrabajador volviendo a su casa. Sin embargo, los trabajadores esenciales se abren camino: los deliverys de comida. Es en este plano donde se encuentra la clave formal de El repartidor está en camino. Parece como si fuese la génesis misma del proyecto: uno se detiene en la calle y es cuestión de segundos hasta que aparezca una moto con una mochila de Pedidosya, y luego otra de Rappi, y luego otra de Ubereats; quedarse y observar. Bajo esa premisa, Rejtman vuelve a adentrarse en una comunidad inmigrante: los venezolanos, en concreto quienes a su vez pertenecen a ese mundo.

La película se secciona en notorios bloques temáticos. Primero vemos a los repartidores haciendo su labor, yendo de puerta en puerta. Luego, congregados en puertas de restaurantes y centros comerciales parcialmente clausurados. Hay un breve pasaje en el que entramos dentro de la casa de uno de los repartidores, quien está reunido con otros amigos que a su vez también tienen el mismo oficio, y vemos lo que hacen música en su tiempo libre, la cual parece ser su verdadera vocación y tanto ellos como los espectadores son recordados de su realidad mediante el corte directo propiciado por el montaje de ellos rapeando, a ellos subidos a una bici repartiendo comida nuevamente. La segunda parte de la película transcurre en 2022, en la ciudad de Caracas, que a su vez, divide su foco en dos: una que explora parcialmente la situación laboral de los repartidores en el país, y la otra siguiendo a uno de los que vive en Argentina, a medida que llega hasta su casa con su familia.

El denominado «documental observacional» parece ser el dispositivo perfecto para llevar el estilo rejtmaniano de la ficción a la no ficción. Me pregunto hasta qué punto es tan diferente filmar a un niño haciendo su rutina de karate, de Vicentico escuchando música atronadora en un parlante en Los guantes mágicos (2003). Ese deadpan o humor seco que parece tan presente tanto en los diálogos de Rosario Bléfari en Silvia Prieto (1999) como en las medidas sanitarias con los repartidores en el Abasto –secuencia que valoro mucho, porque funciona como memoria de un mundo que ya no existe–. Toda la filmografía de Rejtman tiene un acercamiento observacional, y tal carácter no lo exime de tener un discurso. Como exhibió en Copacabana, él elige dónde poner la cámara, la duración de los planos, lo que entra o no en el montaje; ninguna decisión es neutral. 

Es una declaración muy poderosa, de la cual el director parece haberse olvidado en esta última película. La placa del inicio, que pone en contexto la cantidad de inmigración que ha venido de Venezuela, parece sugerir una beta política que luego no termina por desarrollarse, por lo que cae en un terreno meramente informativo que resulta innecesario y lleva a uno a preguntarse por qué siquiera fue mencionada. Eso se suma a uno de los primeros planos, el cual pone en escena a varios repartidores reunidos en la calle defendiendo sus derechos laborales a grito de megáfono. Es una imagen poderosa con la cual se nos introduce a este mundo,pero queda en eso, una mera introducción. Aunque es entendible el rol que juega la escena en el montaje, al realizar ese acto político de colocar la imagen y al mismo tiempo no seguir tirando del hilo, la película no se termina de hacer cargo de sus decisiones. Se interesa y desinteresa del tema de forma arbitraria, lo cual es una pena porque cuando insiste en seguirlo logra momentos potentes, como los planos de los repartidores trabajando mientras se escuchan conversaciones, mediante audios a la distancia, entre ellos y sus familiares. 

Es una película más preocupada por seguir su estructura formal y que todo tenga un orden y transición. Hay una larga secuencia en la que, mediante un travelling, se exploran los edificios de Caracas. En el intercambio post función, Martín Rejtman comentó que lo hizo porque quería filmar lo que nadie ve. Ese plano, que contiene la motivación del director como si de un mineral en bruto se tratase, vislumbra el problema de ese tire y afloje en contraste con el deseo visible de la exploración que tenía Copacabana. Se genera una sensación de que son pocos los momentos en los que presenciamos lo que el realizador puede llegar a mostrarnos, y no lo que cualquiera puede ver; una exploración que resulta inconclusa tanto para el realizador como para el espectador.