Hace algunos años me encontré con un film chileno titulado La casa (2023). Los directores, Bettina Perut e Iván Osnovikoff, explorando sus propios espacios cotidianos, filman su hogar durante la cuarentena del COVID-19. Escuchamos mensajes de voz de sus vecinos y obtenemos un panorama general del complejo clima político que Chile atravesaba en su momento, así como un vistazo a las historias que se desarrollan en el mismo barrio. Aunque surgen ideas interesantes, no puedo evitar ver La Casa como un ejercicio incompleto. Los directores no saben cómo plantearse ante el tedio del encierro ni ejercen una mirada crítica sobre su propio lugar de privilegio frente al caos que los rodea. Las imágenes que componen la película son bellas, pero no entendemos qué las mueve ni cuál es su discurso. El resultado final es vacuo e impersonal. A mi desdén por este film se suma un sentimiento que, quizás, es bastante común: no quiero hablar sobre el COVID-19, sobre el encierro y sus incertidumbres. No sé qué puede decirse al respecto, y prefiero no recordar una época tan oscura. Por eso, me enfrenté a Ni siquiera las flores (2025) con escepticismo. Pero el film de Mariana Viñoles, al evitar las trampas que implica el abordaje de este tema y las limitaciones de sus circunstancias, constituye un ejercicio de observación más complejo que aquel que nos ofrecía La Casa.
El film vuelca su mirada hacia afuera, lo que relega la intimidad de la directora al fuera de campo. Desde su apartamento, durante la cuarentena, Viñoles encuentra un objeto de estudio peculiar: una volqueta. Escuchamos fragmentos de su vida cotidiana: conversaciones con sus hijos y el sonido de programas de radio o televisión. La cámara, sin embargo, se mantiene fija en ese objeto, registrando el movimiento que lo rodea. Rara vez nos alejamos de la volqueta; la directora la reencuadra dentro de las limitadas posibilidades que le ofrece la ventana de su apartamento, filma noche y día obsesivamente y con una dedicación que nos envuelve en una sensación expectante. Esperamos que la monotonía se rompa, que la volqueta y ese pedazo de calle conduzcan a una gran revelación. La tensión aumenta y la película, inclemente, la sostiene. Su búsqueda, a pesar de eso, no tiene respuestas tangibles. La cámara jamás se voltea; el interior de la casa donde se filma es un misterio de principio a fin, al igual que los rostros de sus habitantes. Así, sin hacer compromisos, el film nos invita a participar en un desafío: la observación prolongada, enfocada en lo mundano y lo que parece intrascendente. Se asoman fragmentos del panorama lúgubre que reina sobre el país: las procesiones fúnebres que pasan una y otra vez por aquella esquina, las declaraciones del entonces presidente Luis Lacalle Pou sobre la situación de emergencia que atravesaba el país. Pero jamás toman el foco principal. La película, observación inmutable, no teme al paso del tiempo ni al aburrimiento.
«Sinceramente, un poco monótono y puede aburrir» protesta una usuaria de la red social Letterboxd. Es innegable: la película es monótona. Bajo ciertos estándares hegemónicos, también es aburrida. Pero vale la pena cuestionar la connotación negativa que atribuimos al aburrimiento. El cine habita la dimensión del tiempo y muchas producciones se esmeran en disimularlo. En Tiempo y cine (1957), Jean Leirens propone que en el espectáculo cinematográfico entran en juego dos condiciones: el espectáculo está dado de antemano, y el espectador se enfrenta a él «en una posición esencialmente pasiva». A partir de esa pasividad nace el aburrimiento, y en los mecanismos para luchar contra él encontramos una forma de pensar en el cine que se enmarca dentro de los términos de la satisfacción inmediata y el entretenimiento. Raúl Ruiz lo describe en Poética del cine (1995) como «distraer la distracción con ayuda de distracciones». El entretenimiento no es el principio ni el fin del arte, pero nos mostramos reacios a aburrirnos porque el aburrimiento es revelador: nos obliga a enfrentarnos con algo —una idea, una imagen— sin ofrecernos escapatoria. Debemos permanecer en ese enfrentamiento, sostener la incomodidad de la inacción y de la escasez de estímulos. Jeanne Dielman 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1976) también nos pone en esa posición. Nos anima a experimentar las minucias de las tareas domésticas en toda su extensión. Lavar platos, preparar café, aprontarse en la mañana, son cosas que todos hacemos pero quizás no consideramos dignas del retratar o considerar seriamente en el arte, sobre todo cuando lo entendemos bajo los parámetros restrictivos del entretenimiento. Jeanne Dielman nos pide que observemos algo que nos resulta incómodo: el tedio del trabajo doméstico. En Blue (1993), otro caso, no vemos más que una pantalla azul, acompañada por una narración del director, Derek Jarman. Cuando hizo la película, complicaciones relacionadas con el sida le habían producido una ceguera parcial que solo le permitía ver en tonos de azul. El espectador debe enfrentarse a la incomodidad ajena, sumiéndose en la monotonía.
Como las tareas domésticas de Jeanne Dielman o el azul permanente de Blue, la volqueta de Ni siquiera las flores habla de un deseo de revalorizar aquello que descartamos o pasamos por alto. Hay algo rebelde en este gesto, que afirma que un contenedor de basura también es digno de protagonizar una película. Cuando equiparamos cine con entretenimiento, también estamos hablando del consumismo; el arte es un producto, el espectador es un cliente. En su ensayo The Death of the Artist—And the Birth of the Creative Entrepreneur, William Deresiewicz dice sobre esta forma de crear: «Es difícil creer que el nuevo arreglo no favorecerá obras más seguras, formulaicas, amistosas, deseosas de complacer —más parecidas al entretenimiento, menos parecidas al arte». ¿Qué pueden decirnos esas obras? ¿Es suficiente que nos distraigan, que nos permitan olvidar el paso del tiempo? Para resistir ante el entretenimiento, es necesario redescubrir el mundo, aprender a mirar. La búsqueda llevada a cabo en Ni siquiera las flores es eficaz porque parte de la observación paciente, de la resistencia a los impulsos. Solo así podemos descubrir qué es lo que subyace a la distracción.
A fuerza de repetición, la volqueta se vuelve un personaje más. Soporta maltratos e intrusiones, y, al igual que nosotros, atestigua fragmentos de la vida diaria de los vecinos. Comenzamos a sentir que ella también observa, siente. Esto, como tantos otros detalles que emergen a lo largo del film, se refuerza gracias al paso del tiempo, a la voluntad de permanecer atenta ante los sucesos mundanos que la rodean. La película es cuidadosa con su ritmo: después de un intercambio tenso entra Viñoles y otros personajes, corta a la quietud de la noche. Ocasionalmente se aleja de la volqueta, buscando pájaros entre las ramas de los árboles. Sobre todo, el film reconoce cuándo una acción necesita ser apreciada en su totalidad, de principio a fin. No siempre es el caso, por lo que cuando nos enfrentamos a un plano que se extiende por varios segundos o incluso minutos, donde tal vez otro cortaría, comenzamos a descubrir elementos que de lo contrario hubiéramos pasado por alto.
La película abre con imágenes de las azoteas cercanas, donde los vecinos cuelgan ropa. Más tarde, cuando Viñoles filma una tarde lluviosa, la ropa de los vecinos que se empapa en la azotea adquiere un nuevo significado. Mientras Viñoles discute con sus hijos, pasa frente a la volqueta un camión de Conaprole adornado con la imagen de una familia feliz; más tarde reaparece, desteñida y desgastada. Cuando en la televisión escuchamos palabras sobre la prosperidad económica del país, no podemos evitar pensar en todas las personas que hemos visto alrededor de esa volqueta, rebuscando entre la basura. Tampoco nos permite mirar a un costado ante situaciones que preferimos ignorar, ya sean los coches fúnebres que pasan una y otra vez por esa esquina o esas personas en condiciones más que precarias que buscan comida entre nuestros desechos. Así, afirma la importancia de capturar esos momentos, insistir, permitir que perduren. Las situaciones capturadas, en conjunto con el paisaje sonoro, tejen un mapa poético de símiles y contrastes sujeto a la mirada individual de cada espectador, que hallará en esa esquina, en esa volqueta, un punto distinto donde fijar la mirada. Se reencontrará, también, con la oscuridad del período en que transcurre la película. A pesar de, e incluso a causa de la incomodidad que la película atraviesa sin miedo, esto es importante. Aunque aún me mantengo reacia a enfrentarme a obras que abordan este tema, defiendo su relevancia. Distraerse es matar la memoria. Y si hay algo que Ni siquiera las flores demuestra, es que aún nos queda mucho por decir.