El cine uruguayo sufre de un ancla cada vez más difícil de levar: una ruptura en la relación con su público que, debido a una insistencia por personificar uruguayismos fáciles para generar el manido efecto de señalar a la pantalla, provoca una falta de representatividad identitaria. No significa que al público o a la crítica les gusten más o menos las películas –aunque ambos muestran cada vez una recepción más benevolente, que empuja equivocadamente al cine en la misma dirección–, sino que denota un interés inestable, un compromiso insincero que más que reconocer un valor en el propio arte, resulta en una responsabilidad apática por cumplir con un visionado que, además, decrece estadísticamente. Claro que esto no se debe a una competencia estricta del espectador; se trata de una coyuntura que , a partir de una homogeneización tipológica de modelos de producción industriales, provoca un detrimento de aproximaciones artísticas más nobles contra las ya acotadas capacidades de la realización nacional. El fin último de esta clase de producciones parece ser amplificar los clásicos símbolos patrios que tan cansados están ya de representar una identidad nacional. Entonces, el problema excede a los prejuicios y a la mala onda que hace años se denuncia en el público: es una gran herida a subsanar para reparar el desapego con nuestra identidad, nuestro patrimonio y nuestra memoria.
En esta categoría, Quemadura china emerge como un caso paradigmático. Dentro de un segmento concreto de ficciones –sobre todo aquellas que, en el espectro reducido de producción nacional, conforman un canon mainstream con tropos que redundan constantemente– la película se posiciona como un niño que todo el tiempo amaga con tirarse de la calesita: con un pie dentro y un pie fuera. Si bien se alinea con ciertas tautologías de su entorno, se vincula a ellas desde una posición ambigua que oscila entre una autoconciencia crítica y una réplica que es, por momentos, inconsciente de sí misma. La película parte de la intención de recrear en cine una obra de teatro realizada por la propia Verónica Perrotta, directora del film, en el año 2006. Muestra la historia de tres hermanos, dos de los cuales nacen siameses, por lo que se someten a una operación quirúrgica para su separación. A partir de tal evento traumático y las diferentes peripecias que la familia atraviesa a lo largo de su vida, se generan una suerte de fricciones que escapan de las aproximaciones conflictivas usuales para funcionar en un orden de profunda emocionalidad materializada en oscuridades abisales. En paralelo ocurre un contrarrelato, un alegato, una coartada: un retrato ficcionalizado del rodaje de la película que estamos viendo. Aquí, sin tapujos, los actores se interpretan a sí mismos, a una exacerbación de los personajes a los que suelen encarnar. Así funciona todo el film: por medio de exacerbaciones.
Los actores interpretan a esos personajes estereotipados con los que suelen asociarse sus trayectorias: César Troncoso interpreta a un hombre tan retraído como picaresco, destinado a que sus planes tornen en un desarrollo tan extraño como fallido; Verónica Perrotta interpreta a una mujer que ve sus problemas reflejados en la necesidad de brindar racionalidad y educación emocional a los inconvenientes de sus pares varoniles; y, cómo no, Néstor Guzzini interpreta a un tipo depresivo, boludo e infantil que no puede encontrar un punto medio de vociferación entre susurros casi inentendibles y rabietas desaforadas. Incluso esos estereotipos se replican en personajes no identificables con facilidad: un adolescente interpreta a una versión joven del personaje de Troncoso que no demora en preguntarle a su par mayor cuántos seguidores tiene, y ante la respuesta de catorce mil exclama con altanería: «pensé que eras más famoso». Son formas muy reduccionistas de percibir el diseño narrativo de personajes, pero que en su exageración conforman una crítica a su entorno que, por momentos, roza un ridículo deliberado. No es que no se conciban novedades significativas en el desarrollo de los personajes; más bien cumplen un rol reiterativo que gesta la sensación de haberlos visto en repetidas ocasiones. Son barcos con pretensiones de soltar sus amarres, mas no encuentran escapatoria.

Este tono reflexivo se expande a otros factores sustanciales; como la recurrencia ineludible, por la naturaleza propia de la obra, a la disfuncionalidad familiar. Es un tropo que procura explorar asuntos de orden corporal más que recurrir a enfrentamientos verbales. Aquí, esos roces no pueden no ser literales: son hermanos unidos de nacimiento por un fenómeno tan particular que no admite la presencia de otras problemáticas, pues es inevitable que cualquier suceso en sus vidas esté profundamente marcado por ese corpóreo fantasma. Es un sello impregnado en su identidad, una forjadura que deja marcas y traza una cronología entreverada. Aquellas reminiscencias de relaciones con compañeros de sus juventudes, junto a las rutinas inusuales producto de su condición y de la composición de una familia inusual, se manifiestan en relatos que, en su conjunción, constituyen una historia que no puede desentenderse de la realidad, que no puede ser interpretada de otra forma que no sea a través del tacto en formas literales y sensibles. Los estados cambiantes de unión corporal entre los hermanos –a veces varios, a veces son uno solo; juntos o separados– existen en esa fusión tanto de forma natural como artificial. De esa forma, ilustran una constante que, en sus dinámicas de atracción y repulsión, funciona como una metáfora del menester de existencia recíproca entre sus cuerpos. Es un magnetismo que genera dependencia: por más intención de alejarse, siempre tendrán que recurrir al otro, algo que excede a las intenciones narrativas para operar también en un terreno simbólico.
Así se conforman no solo un relato y un contrarrelato, sino también un metarrelato. La sumatoria de elementos hace que de una película cuyo orden narrativo es deliberadamente desordenado, nazca una linealidad congruente en las tensiones que se dan entre reflexiones personales y análisis del entorno. Quemadura china es una película que se esfuerza por explorar la historia, no de una sola identidad, sino de varias que atraviesan a todas las aristas presentadas: la de Ani y Dani, la de la directora, la de los actores y la del cine de un país. La sintonía se termina de conformar con una reflexión final de Perrotta donde afirma que la historia de los hermanos no puede tener el mismo final que tuvo hace casi veinte años en la obra de teatro ya que, en el momento actual de su vida, no cree poder abordar tal desenlace a nivel emocional. Si bien hubiese sido más oportuno profundizar en ese sentir, la evocación refleja una maleabilidad que legitima al leitmotiv del film: el camino es el que forja nuestras virtudes humanas, pero el resto del recorrido no requiere una fidelidad inexpugnable sino una conciencia formativa.
Más allá de las relaciones personales con esta idea de identidad –que son las que principalmente componen la película–, es difícil no trazar una analogía con el presente borrascoso del cine uruguayo; aquel que apela una y otra vez a fórmulas industriales que priorizan un funcionamiento alrededor de las simbologías e idiosincrasias nacionales, en lugar de conformar un lenguaje cinematográfico genuino e identitario, capaz de articular esa representación tan anhelada no en función de una patria nacional, sino de una patria del cine. Esa necesidad célere por abandonar las fórmulas de imaginería por medio del mate y las chancletas para abrir paso a un cine autóctono y auténtico. En Quemadura china esta fuerza se presenta no a través de la presentación de una alternativa, sino por una problematización desde sus réplicas exacerbadas. Hay que mirar atrás para encontrarse con películas que han logrado propagar con asertividad estas intenciones (El dirigible y La vida útil son grandes referentes) para hacer un cine realmente innovador, uno que no esté alineado con las tendencias globales de estandarización productiva y que abrace a la originalidad como forma de reinvención. Quemadura china, con sus virtudes y sus problemas, se enlista en este segmento de largometrajes autoconscientes. Porque donde hubo patio quedan escombros, y esos escombros requieren de un trabajo de sanación que, aunque sea complejo, tiene a todo un ecosistema entero gritando con urgencia.
