Los muertos aparecen entre las flores Petite Maman (2021), de Céline Sciamma, e Historia de fantasmas (2017), de David Lowery

No solo los vivos piden respuestas. Los muertos también se instauran en este mundo e intentan nuevas formas de esculpirse porque, como plantea Vinciane Despret1, un muerto es, ante todo, una obra por hacer. Irrumpen con sus presencias, se metamorfosean, habitan los espacios, miran y son mirados. Imploran que los atendamos. 

En cada muerte emerge algo novedoso, una nueva manera de ser supeditada a lo que se perdió pero, sobre todo, a un porvenir. La autora propone la idea del «plus de existencia», que tiene que ver con «prolongar la existencia pero prolongarla diferentemente». En estos distintos modos de habitar el mundo, los vivos tienen que acoger a los muertos y desplegar su interioridad en otras partes para abrir nuevas formas de presencia, responder a sus pedidos y que puedan instaurarse: «cuando le falta vida a un ser, otro puede compartírsela».

Petite maman e Historia de fantasmas (A Ghost Story) muestran dos formas diferentes en las que esto ocurre. A pesar de que comparten una mirada orientada hacia los detalles y un ritmo desacelerado, las poéticas del espacio que plantean y las posibilidades de existencia que esto suscita son muy distintas entre sí. Mientras que en la película de Céline Sciamma la casa se vuelve cuerpo y aloja las formas variadas de vida que surgen como consecuencia de la muerte, el filme de David Lowery muestra una casa hostil, sin lugar para un muerto fantasma.

Fotograma de Petite maman

I

Nelly (Jósephine Sanz) es una niña que pierde a su abuela. Mientras ayuda a sus padres a vaciar y ordenar la casa de infancia de la madre, Marion (Gabrielle Sanz), se encuentra con ella cuando era niña. La relación entre las dos se transforma y se teje entre las manos de la abuela muerta. Entablan un vínculo de cuidado mediado por el juego y la naturaleza, en donde la imaginación ocupa un lugar crucial como potencialidad de las distintas formas de existencia que, más adelante, permitirán instaurar a la muerta de otra manera. 

Con Petite maman, Sciamma adopta una perspectiva singular y plantea un escenario en donde no hay barreras entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Para esto, pone en marcha pequeños mecanismos que crean un nuevo universo compartido por las dos niñas. Nelly silba, sentada en el tronco de un árbol, en una especie de gesto de invocación. Después, sale con un juguete de su madre y, mientras juega, aparece una niña igual a ella —como si fuera parte natural del paisaje—, también llamada Marion, que carga con una rama hacia el bosque y le pide ayuda.

Marion-niña la invita a su casa y, en el momento en que Nelly decide cruzar el portal hacia ese lugar —que es, al mismo tiempo, la casa donde estaba con sus padres—, se empiezan a mezclar los espacios. Esta superposición ocurre de forma natural. No nos preguntamos cuál es la lógica que hace que eso sea posible porque no hay contradicción: el tiempo puede ser circular, los dos mundos pueden ser uno. Todo es mediado por la figura de la abuela-madre que alimenta a las dos niñas. Ya no es Nelly quien da de comer a Marion, ni Marion a Nelly: ambas están siendo cuidadas por la muerta-viva.

Los colores de la naturaleza desprenden una vida particular que emerge en los terrenos intermedios. Una vida abierta a la posibilidad, al devenir, a la inversión del orden con el que se estructura el mundo conocido. Las niñas construyen una morada en el bosque: un espacio común que no es ni el pasado ni el futuro, ni tampoco un presente inmediato. Es un tiempo suspendido e incandescente, articulado con escenas anteriores, que se actualiza y se abre al porvenir. 

Sciamma explora la aparición de la muerta con picardía y la evoca en su propio espacio —la casa— a través de sus personas queridas, que le confieren una existencia, la reciben y le hacen lugar. Juega con lo que la muerta puede ser: un vacío, sí, pero también un salto en el tiempo, la lluvia, una pirámide, o su propia hija de niña, que funciona como portal con su nieta. Encarnar y encantar son las dos cosas que hace la muerta en esta película. La clave, en este caso, está en ese y: encarna y encanta. Es decir, se materializa en paisajes y animales, y también envuelve con su modo de existir en un canto mágico. Un canto que solo puede ser escuchado si existe una disposición, si se habilita esa nueva forma de ser en el mundo. La muerta y no la muerte, porque tiene una existencia singular, ligada a sus vivos, a sus lugares, a su historia. Porque los muertos son, sobre todo, una obra en construcción, como menciona Despret.

Lo íntimo se despliega en la localización. Las existencias están hechas de imágenes, de memorias erigidas sobre lugares. La constitución de un nuevo modo de ser implica, entonces, encontrar en dónde alojar esas formas. La casa se vuelve el centro narrativo cuando la abuela, la madre y la hija conviven y conversan en el mismo plano. Respecto a la casa de la infancia, Gaston Bachelard dice: «La infancia sigue en nosotros viva y poéticamente útil en el plano del ensueño y no en el de los hechos. Por esta infancia permanente conservamos la poesía del pasado. Habitar oníricamente la casa natal es más que habitarla en el recuerdo: es vivir en la casa desaparecida en la manera en que habíamos soñado con ella»2. Nelly, Marion y la abuela habitan oníricamente ese espacio, no recuerdan. La muerte da lugar a una ensoñación compartida. Por eso no hay tiempo. 

La partida de Marion-madre abre la posibilidad de una nueva subjetivación de todos esos seres que dan vueltas por la casa. El plus de existencia de la abuela muerta está ligado a un espacio y a las nuevas formas dormidas dentro de Marion y Nelly. La aparición de la muerta supone el nacimiento de una relación entre las dos niñas y el descubrimiento de Nelly de una parte de su madre que le era extraña. Nelly y Marion-niña son idénticas físicamente y sus historias se traman en conjunto: en la niña está la potencialidad de la madre y, en la madre, la potencialidad de la hija. 

Esa existencia que se prolonga ocupa un espacio y, al mismo tiempo que se corporiza, hace lugar y abre un camino. O, como escribe Sonia Scarabelli: «Muere el padre y lejos de perderse/ se suelda al cuerpo de la hija,/ se afirma suavemente como un hueso/ y ella cree sentir sobre su omóplato/ un peso casi de ala, que no es nada,/ que en sí no pesa, pero intuye/ le va abriendo un gesto protector/ la otra mitad completa del camino/ que hasta aquí recorrieron juntos»3.  La abuela muerta se desliza por los rincones, recorre el bosque, se transforma en juego, se ancla en otros cuerpos y abre nuevas vías. Se suelda al mundo como un susurro casi imperceptible: inventa una nueva presencia que ensancha la vida de Nelly y Marion. Les presenta formas, hasta entonces desconocidas, de relacionarse con “«la otra mitad completa del camino», aquella mitad que recorren con sus huesos zurcidos como gestos protectores. 

Fotograma de Historia de fantasmas

II

Estela Figueroa escribe: «¡Cómo nos persiguen los muertos!/ Aunque escondamos sus fotos./ Aunque saquemos de la casa sus ropas./ Aunque intentemos obligarlos al rincón oscuro del silencio/ cómo vuelven…/ (…) ¿Son lo que entra en el instante/ en que el pensamiento se abre/ al esplendor del verano?/ ¿Esa sensación de brisa/ son?»4. Los muertos tienen su propia voluntad y se empecinan en aparecer. No hay nada que podamos hacer para apartarlos: ni esconder las fotos, ni sacar la ropa, ni callarlos. Irrumpen con una fuerza obstinada que toma distintas formas. 

Pueden ser un pensamiento que aparece, la sensación del viento, un «peso casi de ala», o una hija y una madre encontrándose desde la infancia. También, un fantasma que prende y apaga luces para ser visto, como en Historia de fantasmas, en donde esta insistencia se hace evidente desde el primer momento, con el epígrafe de Virginia Woolf de La casa encantada: «A cualquier hora que una se despertara, una puerta se estaba cerrando». De esta forma, David Lowery nos da una pista de la relación que la película establece entre los muertos y los vivos: una relación no correspondida, fuera de lugar, obturada. Plantea la muerte como una ruptura, un corte. En palabras de Despret, como algo a «superar» y no a «cultivar». El muerto no logra instaurarse porque los vivos están muy ocupados intentando matarlo de nuevo con el trabajo de duelo. 

En Historia de fantasmas, C (Casey Affleck), un músico que muere en un accidente de tránsito, se convierte en fantasma. Su pareja, M (Rooney Mara), reconoce el cuerpo en el hospital. Luego, el muerto se levanta de la cama y, con una sábana blanca encima, empieza a deambular. Nadie lo nota. Va hasta la casa en la que vivía. Camina por los rincones, recorre las piezas, prende la luz. Pero no lo ven. Tira cosas, hace ruido. Pero el mundo permanece inalterado. Desde afuera, esa sábana blanca contempla la tristeza de los que quedan y quiere hacerse notar. Golpea la puerta, pide que lo miren. Pero los vivos, que entienden el duelo como una ausencia y un trabajo, no pueden abrirse a la muerte como una nueva instauración. Recorre otros lugares. Habita otras épocas. La casa es demolida. Ve morir a otros, ve sus huesos. Está condenado a un tipo de existencia errante, infinita, vagabunda. 

Sin embargo, hay una escena en donde se intenta un contacto entre los dos planos. M escucha música y, tirada en el suelo de la casa, extiende su brazo. Casi llega a tocar al fantasma. Los muertos insisten con sus propias formas: el juego, la música, la naturaleza. Pascal Quignard se pregunta: «¿por qué el oído es la puerta a aquello que no es de este mundo?»5. La música le despierta la necesidad de decirle algo al muerto, entonces le escribe una nota y la guarda en una rendija en la pared de la casa. Al final de la película, el muerto la lee y se desvanece. 

El fantasma tiene la necesidad de construir recuerdos, de personificarse en ese espacio del que fue arrancado. La casa, que anidaba lo vivo y que, hasta entonces, era una expansión de su vínculo con M, de golpe se vuelve extraña, ajena; es invadida por otros cuerpos, otras voces. No solo hay muerte: también hay una desvitalización de la memoria, que pierde el pulso cuando se vacían los espacios compartidos. La aparición del fantasma en otras épocas reafirma la idea de que, en este caso, la instauración no encuentra sobre qué erigirse. El fantasma quiere anclarse en la casa y no soporta que otros habiten ese lugar que antes ocupaba él. Busca aferrarse a los recuerdos que cada vez parecen más difusos.

Hay un intento de universalización al recurrir a la imagen de fantasma con sábana blanca. Los personajes ni siquiera tienen nombre, solo iniciales. Cuando se encuentra con otros fantasmas, son iguales a él. No hay nada en ese modo de existir que le sea propio. No solo se lo priva del plus de existencia, sino que, además, se lo despersonaliza y se vuelve confundible con cualquier otro. Este movimiento se da de forma opuesta en Petite maman, en donde la muerta se metamorfosea en formas específicas que se corresponden con su propia historia.  

III

Philippe Ariès, en Morir en occidente6, estudia cómo nuestro vínculo con la muerte se ha modificado a lo largo de la historia. A través de la exploración de los distintos ritos funerarios y las representaciones culturales, la religión, las leyes y las ideologías predominantes de cada época, el autor concluye que la muerte ha pasado de ser una experiencia «familiar» a ser lejana, «vergonzosa y un objeto de censura». Menciona que, hoy en día, ocupa el lugar de prohibición que le pertenecía a la sexualidad: «los niños ya no nacen de repollos, pero los muertos desaparecen entre las flores». Petite maman e Historia de fantasmas, sin embargo, hacen aparecer a los muertos. La primera, en el bosque; la segunda, debajo de una sábana. En Petite maman la muerta es invocada y hay una transformación; en Historia de fantasmas, el muerto se cubre y se oculta. 

Cómo existen las cosas que existen y cómo los muertos tienen sus propias geografías son preguntas que atraviesan a las dos películas. Cuáles son las respuestas que los vivos damos y qué consecuencias tienen: si dejamos que los muertos aparezcan entre las flores o si les cerramos la puerta; si asumimos el riesgo de instaurar existencias plurales que abran enigmas y encanten territorios, o si los tapamos con sábanas. Porque los muertos, sin sus vivos, también se pierden. Hay que darles forma: escucharlos, cuidarlos, jugar con ellos, cantarles. Si no, están condenados a seguir muriendo.

Fotograma de Historia de fantasmas

  1. Vinciane Despret. A la salud de los muertos. Relatos de quienes quedan. Cactus.  ↩︎
  2. Gaston Bachelard. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica.  ↩︎
  3. Sonia Scarabelli. La felicidad de los animales. Poesía reunida. 2000/2021. Bajo la luna poesía.  ↩︎
  4. Estela Figueroa. El hada que no invitaron. Obra poética reunida 1985-2016. Bajo la luna poesía.  ↩︎
  5. Pascal Quignard. El odio a la música. El Cuenco de Plata.  ↩︎
  6. Philippe Ariès (2023). Morir en Occidente. Adriana Hidalgo.  ↩︎