Lo trágico y el espectador fácil Estudio sobre el valor del sufrimiento en el cine

Salgo enfurecida de la sala de cine: la película se llama Amal (2023), igual que su protagonista (Lubna Azabal), una profesora musulmana y poco ortodoxa que se envuelve en un conflicto agobiante, donde algunos de sus alumnos —de la misma fe— empiezan a caer en las garras del extremismo. Un mundo inestable, asfixiante, y una película panfletaria. Saliendo de la función, la sensación de haber visto un sermón me saca de quicio. Le digo a mis amigos que la película fue una basura, pero un tipo me escucha y se sorprende. Dice ser un asistente social en Francia; estas cosas pasan de verdad. No sé qué decirle, pero tampoco tengo ganas de debatir con un desconocido, así que me escabullo y lo dejo conversando con mis amigos. Sin embargo, el tiempo pasa y ese breve intercambio se queda conmigo. Me parece indicativo de algo más grande que no puedo ignorar, y percibo una distancia inabarcable entre lo que vivimos aquel desconocido y yo esa misma tarde, sentados frente a la misma pantalla en la sala 1 de Cinemateca e iluminados por la misma luz del proyector. Meses más tarde, en una reunión familiar, protesto contra La sociedad de la nieve (2023): me parece insultante que el único recurso para conmover al público sea hacer sonar unos violines. Me dicen que soy una espectadora exigente y reconozco que es verdad. «A mí me ponés unos violines y lloro», dice alguien. Eso es ser una espectadora fácil. Está bien, claro. Pero algo no me cierra, no logro soltar el tema. 

Empiezo a pensar en el arte y lo trágico. Creo que la experiencia humana está atravesada por el miedo al sufrimiento, quizás aquello que Judith Butler define como precariedad: la vulnerabilidad del cuerpo vivo, susceptible a daños físicos, y la vulnerabilidad que supone vivir en sociedad; por lo tanto, depender de otros. Esta amenaza siempre presente del dolor, del sufrimiento, nos motiva y desarma en igual medida, en una contradicción que puede explicarse desde la idea de la catarsis. En su Poética, Aristoteles utiliza este término en relación a la purificación o purgación del sufrimiento como la transmisión de una misma tragedia al espectador. Así como en su momento la tragedia griega suponía esta posibilidad de catarsis, hoy en día aún buscamos maneras de experimentar lo trágico a través del arte, que funciona como un medio seguro para procesar o darle sentido a las cosas que nos aterra enfrentar. Desde esa contradicción, ese placer que nace de lo trágico, y la naturaleza magnética del sufrimiento, vuelvo a pensar en Amal. Es una película igual a otras miles producidas cada año, una iteración contemporánea del realismo social, compuesto por una cámara en mano, una cortísima profundidad de campo, y un montaje frenético. Quizás lo que me molesta es que este tipo de cine parece anunciarse como una alternativa al mainstream, una forma más genuina y más interesante de hacer cine que la tradicional. Es cierto que las películas que caen bajo esta categoría son, por lo general, producciones más independientes. Pero son indistinguibles entre sí; ver una es haber visto a todas. Me aburren, me resultan poco estimulantes; rechazo esa idea de que ese trabajo de cámara inestable y esos encuadres menos pictóricos tengan un vínculo estrecho e indiscutible con la realidad y que este cine es, por lo tanto, más honesto o más valioso que un blockbuster. Digo esto en un intento de verbalizar mi disgusto por una película que me parece mediocre en todo sentido, y que esta mediocridad entra en diálogo con un sentimiento que engloba este tipo de cine; siendo este su peor delito. Amal no está demasiado bien actuada, bien filmada, bien editada, ni tiene una propuesta formal creativa o interesante. Pero lo imperdonable en su mediocridad es que, al final del día, se defiende únicamente desde el abordaje de un tema importante.

Fotograma de Amal

La película abre con el cuerpo magullado de una adolescente llamada Monia (Kenza Benbouchta), que además de ser musulmana, también es lesbiana, tiene tatuajes y recientemente dejó de usar hijab. Es una infiel, una rebelde. Pronto aprendemos que sus heridas son resultado de un ataque propiciado por algunos de sus compañeros de clase, también musulmanes. La atmósfera que se genera en el salón de clases, tensa y conflictiva, se traduce en imágenes abrumadoras, desgastantes: gritos, insultos y movimientos frenéticos. La cámara recorre incesantemente cada discusión, cada altercado físico, cada intercambio de insultos homófobos o sexistas. Al final, en los últimos segundos de la película, cuando todo parece haber alcanzado una estabilidad relativa, Amal es asesinada por una de sus alumnas. Ante la posibilidad de desarrollar algo interesante desde la sutileza, la sugerencia o la poesía, la película opta en cambio por violentar al espectador con un paisaje sonoro avasallante y una cámara inquieta. No se permite que los antagonistas sean agentes morales ambiguos y complejos. Es cierto que la simpleza moral tiene su lugar en el cine, pero no es este; algunos de los villanos son adolescentes, sujetos a un proceso de radicalización. Perpetradores, sí, pero víctimas en la misma medida. Uno de los principales errores de la película es, de hecho, optar por omitir ese proceso. Amal insiste con que uno de sus compañeros de trabajo —quien dirige encuentros con los estudiantes musulmanes para discutir temas vinculados con la fe—, es responsable de impartirles ideas radicales a los jóvenes. Y hacia el final, somos testigos de uno de estos encuentros, confirmando las acusaciones de Amal, como si fuera el gran giro de una película de suspenso. Había lugar para que el filme explore estos espacios de radicalización, para entender mejor a esos personajes, pero también para permitirles ocupar ese espacio de víctimas; no desde la pena, ni desde el paternalismo o para justificar su comportamiento abusivo, sino para poner en evidencia ese lugar tan complejo que ocupan en las formas más sutiles, pero igual de importantes, que pueden adoptar el extremismo y la violencia. Desestimar que este proceso de radicalización merece su lugar en la narrativa —este proceso que también es violencia, y también es abuso—, en el nombre de favorecer los actos de violencia más espectaculares es, además de perjudicial para la narrativa del film, irresponsable. 

El personaje más interesante es, seguramente, un muchacho cuya madre vive en otro país, y se comunica con él y sus hermanos a través de videollamadas —exiliada por motivos similares a los que aíslan al personaje de Monia—. Él se muestra reacio a participar de la violencia que sus compañeros de clase ejercen, pero no es capaz de expresar su desacuerdo. Es tímido, dulce, y querible, y habita un punto de colisión entre perspectivas y vivencias conflictivas entre sí, una posición fascinante y compleja que creo es la verdadera esencia de lo que Amal está explorando, o lo que debería interesarse en explorar. Sin embargo, lo vemos muy intermitentemente y no tenemos la sensación de que sea demasiado importante para la narrativa. Lo mismo sucede con la relación entre Monia y su novia, o las formas en que las mujeres de la película entienden y racionalizan su propio rol en un extremismo religioso que las subyuga: son relegados al fondo, sin concederles mayor importancia. Así, Amal se presenta como una especie de moraleja, una denuncia virtuosa de un mal absoluto e innegable, pero también muy sencillo. La voluntad de transmitir un mensaje, de enseñar, se traduce en una incapacidad para reconocer dónde es que subyace el alma de la historia. Es una película con pretensiones complejísimas que ofrece respuestas simples, y esa es su ruina final.

Antes mencioné La sociedad de la nieve, y no se me ocurre mejor ejemplo reciente de lo trágico que se vale de sí mismo para darse aires de importancia. No puedo decir que no hubo momentos en los que me emocioné, pero se me ocurre que sin el conocimiento previo de los hechos históricos que inspiran a la película —que, sí, son desgarradores—, el visionado me hubiera resultado mucho menos movilizante. La sociedad de la nieve quiere ser una historia sobre la hermandad, la resistencia y la fuerza de los vínculos humanos. Pero no se le ocurre cómo lograrlo, más allá de explicitarlo con diálogos que nos indican que tenemos qué sentir y cómo debemos ver a estos personajes, haciéndose valer por un conjunto de convenciones cinematográficas más que explotadas. Por ejemplo, en una escena Numa (Enzo Vogrincic) y Arturo (Fernando Contingiani) tienen una conversación sobre la fe, y Arturo declara que él ya no cree en el Dios católico, sino que encuentra a Dios en sus compañeros, en la valentía y perseverancia que demuestran. No tengo problemas con el sentimiento acá expresado, pero la forma me parece más que extraña: los parlamentos poco naturalistas contra su pretensión de realismo; el zoom al rostro de Arturo que nos indica el peso emotivo del momento —un significante más que trillado—; los cortes volviendo al personaje de Numa, que aparecen casi por inercia, como si un plano contraplano fuera la única manera de filmar un diálogo; el comentario gracioso que hace al final otro personaje para aliviar la tensión. Sobre todo, me extraña que esto tenga que verbalizarse, en vez de desprenderse naturalmente del texto por la forma cinematográfica; en el contexto de la adaptación de un hecho verídico que es, de por sí, muy impactante, y no es necesario anunciarlo una y otra vez. Es un gesto de poca confianza, ya sea en la fuerza de la película, en la inteligencia del espectador, o en ambos; como si fuera un imperativo recordarnos cómo debemos reaccionar ante lo que estamos viendo. Por estar tan preocupado en hacer alusión a lo triste que es, tan inmerso en su propia magnitud, traiciona el componente humano que intenta vendernos. Se pierde en discursos conmovedores y música épica, en imágenes pulidas y fastuosas. Carece de poesía o sutileza; cada idea se representa con una literalidad aplastante y una grandiosidad abrumadora. Es un blockbuster, un espectáculo; si se me permite, lo que Glauber Rocha llama, en su manifiesto Estética del Hambre, una «pornografía del tecnicismo». Los planos de dron son muy impresionantes, muy ostentosos; los que se filman con un lente gran angular son chocantes. Pero más allá de comunicarnos que J.A. Bayona obtuvo un presupuesto más que envidiable para este proyecto —sabiendo, más o menos, cómo se hace una película competente, y que antes de hacer esta ha visto, incluso, dos o tres películas—, no estoy segura de qué se logra, a nivel formal, en La sociedad de la nieve

Fotograma de La sociedad de la nieve

Señalo los puntos en los que estas películas fallan porque me interesa recalcar que sí, a un nivel concreto y formal, las películas fallan, y es por eso, precisamente, que no son particularmente conmovedoras, memorables, o interesantes. No obstante, evidencian que la forma y el contenido no pueden ser dos pilares individuales, paralelos y separados; necesitan estar en un diálogo constante, retroalimentarse y potenciarse. Cuando filmamos un evento trágico, sin ninguna consideración acerca de las decisiones que tomamos para retratarlo, estamos rindiéndonos ante la tiranía de esa tragedia. Permitimos que hable por nosotros, que se declare protagonista de una historia que debe ser nuestra. La experiencia humana pasa a un segundo plano, sometida por la idea de una tragedia que se apodera del mundo, declarándose soberana absoluta. Amal sigue esta lógica a rajatabla, y alcanza su punto más bajo en esos últimos segundos. Es importante para mí señalar la arrogancia que denota este gesto: para indicarnos cuáles son las consecuencias de esta violencia y hacer lugar a ese mensaje final, es necesario sacudirnos y perturbarnos. La película se toma la libertad de hacernos pasar un mal rato en el nombre de su aparente superioridad moral. No cabe duda de que es un final chocante y desagradable. Pero, en sí mismo, es un mero efectismo. Un gesto hacia la nada, un regusto desagradable que queda a la salida del cine y que nos hace creer que acabamos de ver algo importante. Algo similar me sucedió con Cómo tener sexo (How to Have Sex, 2023), una película que comparte con Amal aquella atmósfera agobiante con una incesante cámara en mano: relata las vacaciones de tres amigas, interrumpidas súbitamente por una situación de violencia sexual, que se vuelve el eje principal del film. En los últimos cinco minutos, la protagonista le confiesa a una de sus amigas la situación de abuso que vivió, y que había mantenido en secreto hasta ahora. Su amiga le pregunta por qué no se lo dijo antes y yo me pregunto lo mismo. Después, se suben a un avión y corren los créditos. El problema no es el tiempo que le toma a la protagonista hablar de lo que le sucedió —es cierto que las personas que viven abuso sexual no suelen contarlo con tanta facilidad—. El problema es que, una vez que pasa esto, la película se termina. Da mucha importancia al dolor de su protagonista, pero no se interesa en el camino que, imaginamos, deberá atravesar para procesar lo que le hicieron, o en el rol que jugarían sus amigas en este proceso. El dolor es principio y fin, el cuerpo de la historia, justificándose a sí mismo por virtud de ser lo que es. Similarmente, cuando Amal parece haberse librado de sus tormentos, la película opta por matarla. Evidentemente, la dicha no es interesante; no conmueve ni moviliza. Sufrir es más estimulante, ya que el sufrimiento es terrorífico. Cuando una película aborda una tragedia, se reviste de una cierta sensación de importancia: vemos películas sobre la injusticia social, la discriminación, los tiroteos escolares o el extremismo religioso y enseguida nos urge catalogarlas como importantes. El sufrimiento es tabú, está prohibido, y huimos de él. Pero la ficción nos permite observarlo desde una distancia segura, y eso nos resulta irresistible. 

Mi intención no es sugerir que sea imposible abordar lo trágico de una manera interesante y enriquecedora, ni mucho menos que el cine —o el arte en general— debe evocar únicamente sentimientos positivos. Así como existe esta fascinación por lo trágico, el otro lado de la moneda se traduce en un rechazo instintivo por aquello que es demasiado triste o demasiado movilizador. El cine puede presentarse como una oportunidad para desentenderse de cuestiones de mayor trascendencia, conectar con algo que parece inconsecuente. Creo que esta forma de escapismo es una experiencia más que válida, pero eso no significa que mi pretensión sea evadir a toda costa cualquier tema capaz de ocasionar disgusto o incomodidad. Lo que quiero ilustrar, más bien, es que una película es demasiado compleja como para reducirla a la grandiosidad del o los temas a los que alude. Pienso, por ejemplo, en Diamantes en la noche (Démanty noci, 1964), que retrata el escape de dos jóvenes judíos de un camión transportándolos a un campo de concentración. Lo primero que salta a la vista, es que es un film que no tiene grandes pretensiones: la manera en que pone en escena a sus personajes y la situación que están atravesando tiene una relativa sencillez que se potencia por un trabajo de montaje magistral, presentándonos un brevísimo pantallazo de sus vidas mediante flashbacks silenciosos, carentes de contexto. Estos flashbacks, además de humanizarlos, manifiestan una especie de fractura en la temporalidad: el pasado y el presente, la realidad concreta y el imaginario, se entremezclan en un mismo flujo. En una secuencia notable, uno de los protagonistas se adentra en una casa,  buscando comida. Allí, en una confrontación silenciosa con la dueña de casa, el muchacho se imagina atacando a la mujer: una y otra vez vemos el plano en que la golpea y ella cae al piso. Al final, ella le da algunas rodajas de pan, él las toma y se va. Ninguno de los dos dice nada, pero la crudeza de la situación es evidente: el peligro en que ella puede ponerse al ayudarlo y, a su vez, el peligro que también representa para él ser visto en su huida: la posibilidad de ese acto de violencia contra una mujer que es inocente y, sin embargo, podría costarle su vida. La potencia reside en lo no dicho, aquello sugerido por el intercambio entre las miradas y la repetición de un plano. Me pregunto, por ejemplo, cómo se hubiera beneficiado la película de una escena en la que el joven le explica a su compañero de escape lo que sucedió con aquella mujer: cómo pensó en atacarla, pero no se atrevió a hacerlo, el miedo que sintió, y la urgencia que lo sobrevino cuando ella le entregó esas rodajas de pan. O, quizás, qué ganaría el film si, en cada plano de los jóvenes caminando por el bosque, visiblemente cansados, avanzando a duras penas por un paisaje monótono y perseguidos por imágenes de su pasado, los escucháramos hablar de la supervivencia y la importancia de mantenerse unidos. Diamantes en la noche es una exploración de la psiquis humana empujada al límite, una declaración estoica sobre un crimen atroz, pero también sobre la supervivencia y la memoria. Entiende a la perfección la gravedad del hecho histórico del que parte, pero lo que pone en escena, más que moralejas o mensajes políticos, son sensaciones —lo cual, cabe aclarar, no quita que el punto de vista ideológico del film esté más que claro—. Así, los personajes poseen una cierta cualidad universal sin perder su individualidad, sin convertirse en caricaturas. La película es conmovedora por mérito propio, como resultado de una serie de decisiones de puesta en escena que son más que acertadas, sin caer en el morbo o el efectismo.

La fascinación que sentimos por lo trágico es una parte intrínseca de nuestra naturaleza. No es algo malo de por sí. Mas el poder que el sufrimiento tiene sobre nosotros es inmenso, y eso también lo hace peligroso. Por eso insisto: el dolor no puede ser un punto final, una declaración en sí mismo. Apuntar una cámara en la dirección de algo trágico es fácil, pero no es importante. Cuando celebramos la mediocridad porque nos recuerda al dolor, estamos permitiendo que este nos adormezca y nos idiotice. No quiero sugerir que sea necesario racionalizar ni intelectualizar cada sentimiento negativo, ni que estos sentimientos necesiten reivindicarse, transformándose en obras maestras. Lo cierto es que algunas películas son malas, y algunos dolores no se convierten en películas. Mi problema con esta mentalidad es que iguala el sufrimiento con el mérito artístico y, consecuentemente, pone al dolor en un pedestal que no se merece. No es una experiencia más importante o real que cualquier otra, y solo rendir culto al dolor es desmerecer el amplio espectro de emociones y experiencias que atravesamos a lo largo de nuestras vidas. Aprendemos a amar la tragedia porque entendemos que resignifica nuestra existencia, pero en el proceso olvidamos qué es lo que estamos resignificando. En otras palabras, no hay luz sin oscuridad, pero tampoco hay oscuridad sin luz. Una película no es un tema, sino una globalidad amplia y compleja, un diálogo entre un sinfín de construcciones y decisiones que importan, pesan, significan. Entender el cine como este conjunto de decisiones nos vuelve más sabios. Quiero proponer, en fin, que seamos espectadores exigentes. 

Fotograma de Amal