Agradecemos al Centro de Documentación Cinematográfica de Cinemateca Uruguaya y a su responsable, Guillermina Martin Doil, por facilitar el material utilizado en la intervención fotográfica y las imágenes que se encuentran a lo largo del texto.
La dificultad que tuvo el Uruguay del siglo XX para la producción cinematográfica no es ninguna novedad: la carencia de incentivos estatales y recursos económicos provocaron un nivel de producción bajísimo; se estrenaron muy pocas películas a lo largo de las décadas; las ficciones no primaron en relevancia y, como si la escasez no fuera suficiente, muchas de ellas se perdieron. Si la realización de cine nacional ya era compleja, su preservación asertiva era casi inimaginable. La inestabilidad constante conlleva a vastas y diversas hipótesis que persisten en la discusión pública hasta el día de hoy, además de incontables afirmaciones infundadas. Un ejemplo ilustrativo podría ser «Desde 1923 (Almas de la costa) que el cine uruguayo de largometraje no existe». La oración, que podría aplicar para varios momentos del siglo pasado, estaba impresa en un folleto de prensa que brindaba la Cinemateca Uruguaya previo a las proyecciones de Mataron a Venancio Flores, film estrenado en 1982 –casi sesenta años después de la película de Juan Antonio Borges– y el único dirigido por Juan Carlos Rodríguez Castro. Un análisis empírico de la frase podría señalar su falaz generalización precipitada: hubo una cantidad pequeña, aunque valorable, de ficciones entre esos años, como Dos destinos (1936), ¿Vocación? (1938), Detective a contramano (1949), El desembarco de los 33 orientales (1952) y Un vintén pal’ judas (1959), por mencionar algunas. Aun así, una aseveración tan certera no puede tener un significado estrictamente textual; es una hipérbole referente a una novedad dentro de un ecosistema estático –sin desmerecer a otras obras de la época que dieron pie a un auge en la producción como El lugar del humo (1979), Gurí (1980) o Sábado disco (1981)1–.
Mataron a Venancio Flores es un fenómeno extraño. No tanto por sus aspectos formales –donde adquiere un costumbrismo parsimonioso que radica en la historia de nuestra identidad– sino por su contexto. El film fue producido por la propia Cinemateca, algo inusual tanto a nivel nacional como regional. Es de saber común que las cinetecas tienen la misión prioritaria de la preservación, pero la oportunidad presentada en el caso –por el superávit que poseía la institución en el momento2 o por la bonanza que venía teniendo nuestro intento de industria en cuanto a la realización y exhibición– generó un ambiente que podía viabilizar la ejecución cinematográfica. A su vez, la dictadura cívico-militar comenzada en 1973 persistía en el Uruguay durante aquellos años, por lo que fue de peculiaridad significativa que una película con enfoques acérrimamente políticos no hubiese contado con grandes censuras.
El film parte de una serie de hechos reales ocurridos a mediados del siglo XIX y, desde ese punto, moldea una ficción: los asesinatos de Venancio Flores, caudillo del Partido Colorado y ex presidente durante dos periodos de gobierno –el segundo de ellos, gobierno de facto– y el de Bernardo Prudencio Berro, también ex presidente pero por parte del Partido Nacional. A partir de una carta que el presidente interino Pedro Varela le envía a los jefes políticos del pais, Máximo Pérez –caudillo analfabeto de la campaña– malinterpreta el comunicado leído por su asistente, entendiendo “vénguese” en lugar de “véngase”, en relación al asesinato del General Flores, representado a través de flashbacks. Esto desata la cuadrilla de un grupo de colorados –junto a un par de prisioneros blancos– para, efectivamente, vengarse.
El Partido Colorado y el Partido Nacional, los partidos políticos tradicionales del país, han sido grandes rivales desde su formación hace casi doscientos años, constituyendo una jerga política e idiosincrática que los enemista a partir de sus disputas, encuentros, anecdotarios, virtudes y vicios. Las andanzas son representadas con naturalidad: por un lado, los recorridos y revueltas en el campo, sin diagramación ni teatralidad, estipulan las animadversiones de los bandos sin caer en puntos medios, aunque sí absolutismos; por otra parte, la coordinación planificada ilustrada en las peripecias en la Ciudad Vieja demuestra una orquestación que se antepone al descontrol rural, sutiles movimientos que se encuentran bajo una planeación deliberada que revela operaciones maquinadas con anterioridad. En este sentido, Mataron a Venenacio Flores no busca dirimir las metodologías de acción de cada partido –aunque las disquisiciones técnicas eran evidentes en aquel entonces: Berro era una persona de liderazgo estructurado mientras que Flores era un desprolijo– sino que problematiza la oposición entre civilización y barbarie: ¿se pueden diferenciar cuando la que prima es la segunda? ¿Cuáles son sus límites?
Las estipulaciones habituales marcan que el crecimiento de una se acentúa con la ausencia de la otra, como si se tratara de una inversión proporcional axiomática. El retrato del film prueba que su coexistencia no solventa los pragmatismos, sino que se sumerge en embrollos complejos; de cada acción, surge un nuevo enredo. Los flashbacks en la ciudad, con su planificación tan asertiva, no distan de la tan recordada –en términos cinematográficos– batalla final, ilustrada con toda la suciedad y crudeza que amerita el conflicto tras todo el trayecto recorrido hasta el momento. Las formas podrán ser perspicaces o bruscas, pero los hechos no dejan de ser calamitosos. Entonces, Rodríguez Castro propone que blancos y colorados se parecen más de lo que aparentan. Las disonancias éticas y morales son exiguas; sus principios políticos son distantes pero sin demasía, mientras que sus distinciones fundamentales son sus símbolos, emblemas y pañuelos. Ambos partidos se encuentran más aproximados de lo que suponen, sobre todo en términos de resolución de dificultades –más aún en la época referenciada, donde los procedimientos no distaban de la faca o la escopeta–.
Para exponer estas características, es necesario recordar que, a pesar de que durante la producción y estreno del largometraje se comenzó a vislumbrar la apertura democrática, el autoritarismo no solía admitir juicios que excedieran a aquellas piezas artísticas que se adaptaran a los requerimientos militares. Por lo tanto, es de suma extrañeza que un acontecimiento del estilo de Mataron a Venancio Flores no haya atravesado impedimentos a partir de las barreras de censura –aunque el rodaje llegó a ser detenido y el guión analizado por la torpeza interpretativa militar3–,sabiendo que es, primordialmente, un film político. Para el año 1982 los partidos políticos no funcionaban con una estructura mediática, las guerrillas en las calles habían comenzado a disiparse y el régimen seguía insistiendo, con olímpicos fracasos, en resignificar el orden simbólico del país a su conveniencia para instaurar un nuevo imaginario sociocultural. Entonces, además de su anomalía cinematográfica que manifiesta una homogeneización de los bandos, nos encontramos ante una obra que realza y vocifera una de las problemáticas más latentes del momento, la cual persiste hasta el día de hoy: la necesidad de la memoria.
La retrospectiva sobre un hecho ocurrido hace más de un siglo evidencia la manera tan intuitiva que tuvo Rodríguez Castro de abordar los hechos: aquella barbarie arraigada en la cimentación de la República no había sido finiquitada, mucho menos problematizada, sino que continuó obstinada en atisbos que permitieron su rebrote con repercusiones aún más graves muchos años después. No es un desacierto trazar una analogía entre los fenómenos–no podemos olvidar que Venancio Flores también tomó el poder en detracción de la democracia y fundó un gobierno de facto–, pues el ejercicio radica en la reinterpretación del pasado. El revisionismo es una herramienta férrea que permite cuestionar y cruzar cualquier limitación con el fin de resignificar a través de la ficción, por lo que interrogar a la memoria como noción engañosa es un acto sagaz. Tal juicio se refleja en las intervenciones de la mujer, único personaje femenino de la película, que aparece solamente en el inicio y en la conclusión –en un plano final desasosegante– presenciando violentos asesinatos que ocurrían a apenas pasos de ella, sin apartar la mirada de los golpes. Su imagen indica un acorralamiento ante la adversidad que, por más que queramos, no podemos dejar de atestiguar. El avistamiento fijo, conferido al cine por su propia naturaleza, es una carga simbólica que estampa la relación dialéctica entre los sucesos y su experimentación sensorial para comprenderlos y así poder resguardarlos.
Revisionar un largometraje de longevidad considerable, mirarlo desde un lugar seguro que incide con firmeza en una idiosincrasia nacional y que atraviesa mi bagaje vivencial como ciudadano uruguayo, me hizo meditar, en primer lugar, sobre cómo el cine de ficción nacional es tan reacio a incluir política partidaria, una de las tradiciones más añejas que aún conservamos como país. Si bien creo que el motivo fundamental de este rechazo corresponde a una concepción rudimentaria de la ficción que aún tenemos en nuestro imaginario colectivo –un tema de discusión del cual se puede platicar largo y tendido en otra ocasión–, junto a políticas públicas que desde sus apariciones solo responden a intereses con una potencialidad exclusivamente comercial, parece también que la temática está secuestrada por documentales con dotes televisivos que se pierden en el olvido dentro de un acervo audiovisual cada vez más acrecentado –ilustrado en tiempos recientes con Wilson (2017), El facilitador (2024) o Jorge Batlle: entre el cielo y el infierno (2024)–, debido a sus carencias formales que permitan preservarlas en el recuerdo. Mataron a Venancio Flores es un ejemplo clarísimo de cómo no es necesario recurrir a la dictadura como una temática unívoca para apelar a la memoria en el cine narrativo más convencional, sino que, con una mínima conciencia sobre la resignificación mediante la ficción como un elemento capaz de lo imposible, se pueden materializar aventuras hacia otros horizontes.
También es paradójicamente refrescante e indignante, ante una actualidad tan atormentada por los procesos electorales nacionales, poder divisar aquellas épocas donde primaban la riña y el desprecio como medio de solución, y no amistades infundadas, maniqueos mediáticos, simpatías artificiales y correcciones políticas –el antagonismo entre partes se ha diluido desde tiempos posteriores a la dictadura–. Es difícil ignorar el contraste entre el periodo vislumbrado y el presente, donde parecen haberse invertido los panoramas entre el retrato y la realidad contemporánea: la película presenta un terreno dilapidado donde el conflicto tenía como único resultado extensas ruinas relacionales mientras que ahora aflora una camaradería entre bandos desopilante para aquel que recuerde algo del antiguo folclore. Con estos destaques no pretendo ni realizar apologías a la violencia mortal ni caer en un discurso trillado que infiera una traición hacia los valores tradicionales como si fueran inmutables, sino poder nutrirme de elementos para poder escapar y comprender cómo historias que albergan una serie de acontecimientos definidores de identidades pueden sacrificarse por beneficios temporales y cortoplacistas, donde no parecen tomarse las dimensiones necesarias sobre las decisiones que afectan a la trayectoria entera de un país.
De todas formas, las contraposiciones parecen unirse por otra vertiente y la interpretación de los sucesos devela que, en su núcleo, persiste una grieta que antepone los valores de cada partido sobre los del otro, revelando así que el compañerismo es una teatralidad, una máscara para una utilidad inmediatista. En todo caso, la abnegación recae sobre la historia, modificando imprudentemente las configuraciones de una memoria que, ya de por sí, es un gran debe en nuestra cotidianidad. Por eso, es complejo no esbozar un paralelismo intrincado entre las circunstancias descritas con la realidad sobre la disponibilidad de Mataron a Venancio Flores para el visionado público: al igual que la vasta mayoría del cine uruguayo del siglo XX –que aún se conserva–, sus versiones digitalizadas están disponibles aunque en una calidad indescifrable, únicamente en plataformas de video –ni siquiera especializadas en cine– y, en ese caso, con la ausencia de escenas enteras. Esto no es más que otra de las inagotables pruebas de que la memoria es parcial, tanto en materia política como audiovisual, y el olvido es un problema inconmensurable que atenta contra la propia existencia.
- Entre 1979 y 1982 se estrenó una película por año en el país, un suceso descomunal tanto para la historia del cine nacional como para la época del último período dictatorial del Uruguay. ↩︎
- Información extraída de 24 ilusiones por segundo: la historia de la Cinemateca Uruguaya. Carlos María Domínguez. Cinemateca Uruguaya. ↩︎
- Información extraída de Cinedata: https://www.cinedata.uy/catalogo/mataron-a-venancio-flores ↩︎