A principios de año, en el marco del cuadragésimo segundo Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay, se proyectó Un movimiento extraño, cortometraje de Francisco Lezama y tercero de una trilogía compuesta por La novia de Frankenstein (2015) y Dear Renzo (2016). Tras su victoria en la Berlinale –donde obtuvo el Oso de Oro en su categoría–, el realizador argentino exhibió por primera vez su corto en Latinoamérica, a lo que no pudo evitar asistir en representación de su obra. En ese contexto, tuve una conversación amigable con él, sentados en una mesa de la cafetería del Hotel Ibis; acompañados por la vista de la rambla, tomamos café y discutimos sobre su breve obra y los principios constructivos que la respaldan. Desde entonces, el corto continuó su recorrido en festivales internacionales, además de una serie de proyecciones en cines argentinos donde fue agrupado con sus antecesores, las otras iteraciones de la trilogía sobre la obsesión del argentino con el dólar, con el extranjero. Sin embargo, por motivos de fuerza mayor, la conversación no encontró su lugar para una publicación meritoria de su calidad. Hasta ahora.
Hay algo atractivo sobre ese movimiento extraño —invocado en el título— de la narración compuesta por elementos dispares, esas relaciones entre cosas que, en principio, no parecen tenerlas. En este sentido, ¿cómo pensás en la estructura de un guión?
Al principio me costaba mucho escribir y filmar. Iba probando y fallaba. Sentía que todo lo que escribía me salía un poco endurecido, desvitalizado. En un momento —hace ya unos 10 años— decidí probar un método que no tenía que ver con la escritura tradicional en tres actos de guión. Ahí me di cuenta que lo que me alejaba de hacer cine narrativo, el cine que a mí más me gusta, era esa imposición del guión tradicional. Del arco, de la anagnórisis aristotélica o la modificación de un personaje.
El método que descubrí consiste en escribir en fichas todas las ideas que me vienen a la cabeza. Las ideas no tienen relación entre sí, pero se van acumulando. Algunas son ideas sociales, como el tema del dinero y las corridas cambiarias; otras tienen que ver con cuestiones que yo quiero probar con los actores; otras son ideas de montaje, etcétera. Así se fue armando un fichero. Cuando llego a un cúmulo de ideas suficiente, elijo unas veinte fichas ganadoras. Con esas fichas-ideas yo sé que tengo que filmar algo, y la escritura del guión no se centra en un conflicto desplegado en actos, ni en el arco psicológico de ningún personaje. La escritura es intentar que esas veinte fichas se mantengan en el proyecto. De ahí surge la comedia como estructura, pero eso aparece a posteriori.
Con todo esto descubrí que no me gustaba, ya filosóficamente, trabajar desde una idea previa. Para mí —como dice [Jean] Renoir en ese documental de [Jacques] Rivette— la existencia precede a la esencia. Primero existen las cosas, luego se le busca su significado –si uno tiene ganas–. En mi caso, primero aparecían o aparecen esas ideas dispersas. Después veo cómo las puedo organizar.
¿Aplicas esa mentalidad para trabajar con los actores?
Lo hago en general con todo: trabajo con los materiales de la existencia, esos que están al alcance de la mano, para organizarlos. Después aparece la esencia, que es más un resabio atmosférico sin sentido definido. Como un perfume, ponele. Volviendo a ver el corto en Cinemateca, lo sentí constructivista; que las cosas —planos, escenas, diálogos, gestos— se iban amontonando entre sí. Eso es lo que me interesa: armar algo desde cosas que, de alguna manera, voy sacando de la realidad. Es un método que usa desde Hong Sang-soo hasta el surrealismo y las vanguardias del siglo XX. Llegué al surrealismo leyendo a César Aira en la secundaria. Él habla todo el tiempo del método del surrealismo como el procedimiento quintaesencial del arte, que también se puede encontrar en el jazz o en la improvisación teatral, o en cierto tipo de artes visuales.
Hay muchos directores-cinéfilos pero —sin por eso dejar de serlo—, me da la impresión de que, como realizador, estás más preocupado por retratar espacios de preservación que en tratar de entablar una intertextualidad precisa con otras obras, sin incurrir en guiños evidentes. Puede verse en Un movimiento extraño, con el MALBA, o los personajes de Dear Renzo, que aspiran a estudiar preservación fílmica en Nueva York. ¿Qué te hace volver a esos lugares?
Los archivos, con toda la gente que trabaja ahí, son un espacio para la comedia1. En mis cortos no se trata tanto de mostrar esos espacios por la meta reflexividad. No hay un gesto de mostrar el reverso de la imagen y todo eso, no. En mi caso, viene de saber cómo funcionan los archivos argentinos desde adentro y sin romantización. Como trabajé ahí, vi gente muy particular. Para mí, la gente distinta es el vehículo para la comedia. Pensá en los personajes de Charles Chaplin o Buster Keaton: perfectamente podrían trabajar en un archivo, se les podría enrollar la película tal cual pasa en Sherlock. Jr. (1924). Existen los archivistas ortodoxos que insisten en que no se pueden tocar las cosas y los archivistas que van y tocan, incluso contra las reglas, a favor de la exhibición; el contraste da material para comedia. Eso pasa en los archivos: quienes los resguardan —que son estrictos— tienen que convivir con la gente que va a hacer las consultas —que muchas veces no entiende nada—. Todo eso da para comedia.

Tus películas establecen mundos definidos por sus reglas, puestas en relación a la gente que viene y las rompe. En Un movimiento extraño, está la chica que logra predecir lo impredecible a través del péndulo. ¿Qué te interesa de esos personajes?
Eso que destacás es la matriz de la comedia: me interesa cómo el género trabaja desde la civilización y la barbarie, el caos y el orden, lo armadito y lo destructivo; la quintaesencia de todo relato. [Por ejemplo], en una película de zombis, tenés el virus que desarticula toda norma de organización estatal. En el caso de las comedias, cuanto más civilizado es el ambiente, más cómica es su ruptura. En Domando al bebé (Bringing Up Baby, 1938), ¿quién es el protagonista? Un arqueólogo a punto de casarse con una mujer muy normada. Está armando un dinosaurio, pero le falta el último hueso para terminar la reconstrucción. De pronto, ¿qué pasa? Entra el virus, ese químico que viene y disuelve el tejido social. Katherine Hepburn es ese virus, y trae consigo la locura. El leopardo es la animalidad misma. No estoy haciendo una interpretación psicológica: es que, cuanto más normado sea el ambiente, más graciosa será su disrupción. En alguna de sus películas, Woody Allen puede llevar a una prostituta trash a una cena de la alta sociedad.
Es el mecanismo innato del género. No se trata de ponerse en el lugar de hablar de esas cosas desde una superioridad intelectual.
Pero tampoco es solamente un mecanismo narrativo: así es la vida misma, y la comedia está en la vida. ¿Por qué nos reímos de alguien que se cae?. En la La risa2, Henri Bergson analiza por qué nos reímos. No nos reímos de un caballo que se tropieza, porque un caballo es animalidad pura. Pero sí nos reímos de una señora vestida de gala que se tropieza en el casamiento y se cae al agua, porque reírse implica todo un constructo cultural que se derrumba. Todo lo humano, lo biológico o lo físico —por la gravedad física del slapstick—, todo lo que viene e interrumpe la fantasía pulcra que nos armamos socialmente como seres humanos. No nos reímos de lo animal, sino de lo humano, y no hay nada más humano y gracioso que las fantasías de superioridad que los humanos nos armamos.
Pero podemos reírnos de lo animal si le identificamos algo humano.
Totalmente. Bergson pone de ejemplo que un burro nos causa gracia no por sí sólo, sino cuando lleva una gorra y botitas de señora. Es la humanización de lo animal o la animalización de lo humano, pero algo de ese cruce destructivo de las normas que nos lleva a la risa. Es interesante para pensarlo en la vida. Después de alguna u otra forma la vida se aparece en lo que filmamos, en cómo lo filmamos, etcétera.
Aun así, cuando afrontas cualquier proyecto, ¿lo abordas teniendo consciencia de estos resortes o van apareciendo dentro del proceso?
A priori, nunca escribo pensando que voy a hacer una comedia, solo voy escribiendo fichas sobre un tema y así aparece. Siendo el tercer cortometraje de una trilogía, en Un movimiento extraño me interesaba la crisis argentina y las micro-timbas cambiarias. Sabía que quería llegar a un arbolito, la figura más explícita del cambio de monedas. Cuando hago un guión escribo fichas durante mucho tiempo, pero en algún momento tengo que frenar. No puedo tener doscientas fichas, ni cien. Para un corto manejo entre quince y veinte fichas, más o menos. Voy a elegir la ganadora. Agarro mi fichero: saco una guardia de seguridad que habla de Grindr; una chica que le interesa coger como un hombre gay; una corrida cambiaria y la posibilidad de adivinarla con un péndulo; las obras de Pablo Suárez; las voces monocordes y sonámbulas de los guardias de seguridad cansados. Imagínate veinte fichas así. Al organizarlas dentro de un guión, soy como un malabarista tratando de tenerlas en el aire, que ninguna caiga al piso y se vaya del proyecto. Pero hay veces que se pierden. Aun así, cuando algo no entra, no lo abandono: pasa al fichero de otro proyecto. En el corto hay una frase muy simple que dice: «una vidente natural puede leer desde la suela de un zapato hasta un helado derritiéndose». Esa expresión estaba en un corto anterior que no logré terminar, y me gustó tanto que la pasé al fichero del nuevo proyecto. ¿De qué manera cocina una abuela italiana o española? Sin tirar nada, el próximo plato va a tener lo que sobró.
Hay algo en el hecho del reciclaje que plantea mantener las obras en una continuidad. Tal vez el fracaso de un corto se puede transpolar a la virtud del siguiente.
Es algo de la vida misma, de la misma forma que, por ejemplo, el fracaso de un vínculo puede llevar al éxito de otro. Es pensar en los errores vitalmente, que lo que fue descartado en un proyecto puede quererse mucho en otro. Acá vuelve Hong Sang-soo, quien me genera una admiración profunda y creo es ahora el mejor director en actividad por ser el que más se acerca a la vida. Sus películas son vida, como si hubiera una forma de filmar no con ideas, sino con la vida misma. Vos filmás con existencia o con esencia. La esencia es el idealismo. La existencia es lo que nos da la naturaleza —como el azar de estar hablando acá—. Es mucho más potente ese orden, y quizás sea una lectura casi religiosa, pero no sé. No es casual que las referencias de Hong sean las pinturas impresionistas. Rossellini también trabajaba así: pensá en Viaje a Italia (Viaggio in Italia, 1953), película que pertenece a otro orden. Era la última de una trilogía que estaba haciendo con Ingrid Bergman, incluyendo Stromboli (1950) y Su gran amor (Europa 51, 1952), pero se estaban separando y eso es lo que aparece en la película.

Es trabajar con la realidad como una materia maleable, casi como un hecho plástico. Pero no tiene que ver con construir una estética realista, sea lo que eso signifique: es entender cómo hacer entrar lo real e imprimirlo en las imágenes.
Para mí lo interesante está en la alquimia de los procesos. Con un alambique hay que sustraer una esencia de la sustancia. La sustancia es la realidad, la esencia es la película. Y creo que hay que trabajar desde la sustancia misma. ¿Pero qué es la sustancia? Lo que nutrió, por ejemplo, a [Éric] Rohmer: desde Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969) hasta La panadera de Monceau (La Boulangère de Monceau, 1962) y Amor en la hierba (Le beau mariage, 1982), todas muestran pibas que vienen de los suburbios para laburar. Si leés entrevistas, te enterás que era un lector obsesivo, un experto de [Honoré de] Balzac; y si vas a Balzac, vas a ver cómo el escritor influyó a Rohmer, sobre todo en la presencia de transacciones económicas y románticas en sus películas. [Alfred] Hitchcock también era muy importante para Rohmer, que comparte con Balzac ese cinismo, esa acidez que influye en lo político de su cine. Ahí entran los archivos, las bibliotecas, todo lo que me interesa. Porque a mí me gusta seguir a los artistas por sus gustos: cuando Hebe Huart dice que le gustó Isidoro Blaisten, voy a leerlo. César Aira me lleva al Conde de Lautréamont y así, ejerces una arqueología del gusto de los autores que te interesan, llegando a algo más suelto y liberador. Pero la sustancia o la realidad van más allá: también se encuentra en tus vecinos, tus amigos, tus familiares, en tu barrio.
Tal vez algunas cosas no tienen que ver solamente con tradiciones cinematográficas.
La tradición cinematográfica, para mí, incluye todo lo que se leyó, lo que se vió, lo que le interesó a un director, lo que investigó. El acervo de la historia del cine que tenemos es humano: no están separadas las películas de la vida. Si yo soy una rata de biblioteca, ¿qué vale más? ¿Lo que viví o lo que leí? ¿Qué pasa si leo más de lo que viví? Lo que hacía [Jean-Luc] Godard, por ejemplo, era una traspolación del método de [Jorge Luis] Borges. De hecho, él era el escritor en boga durante la época de la nouvelle vague. En París nos pertenece (Paris nous appartient, 1961), de Rivette, lo citan y aparece un libro suyo. Borges estaba circulando: pensá la reivindicación del policial, la idea de no dividir entre alta y baja cultura, trabajar desde el intertexto, producir mapas con la ficción. Algo de eso es propio de la nouvelle vague pero, anteriormente, también de Borges. Todo forma parte de lo mismo.
