I
Una mujer se acerca a la puerta de un orfanato. Entra. Camina por un pasillo y aparecen rostros. Es como si surgieran de atrás de las columnas en el momento en que ella los mira. Son las jóvenes que viven ahí. Están acostadas, leyendo, lavándose la cara. La cámara va de un rostro a otro, del rostro al cuerpo y del cuerpo al rostro de nuevo. Es como si se chocara contra esa «superficie-agujero, superficie-agujereada»1 y les dijera a los cuerpos qué hacer en función de eso que se cuela por los ojos, por la boca y por los pliegues de la piel. Como si se produjeran colisiones y cada expresión generara un tronar singular, afectando todo el entorno. Los rostros son mostrados con luminosidad, en primeros planos que dan cuenta de lo particular de cada uno y, a su vez, de una subjetividad común producida por el orfanato. Todos comparten la crueldad con la que deciden sobre sus vidas. En contraposición, el rostro de la mujer es mostrado en sombra: hay una diferencia, algo que ilumina y otra cosa que es iluminada.
En Adopción (Örökbefogadás, 1975) de Marta Mészáros, Kata (Katalin Berek) es una mujer viuda de cuarenta y tres años que trabaja haciendo marcos de madera. Tiene una relación amorosa con un hombre casado con quien desea tener un hijo, pero él no quiere. Por otra parte, Anna (Gyöngyvér Vigh), una joven de diecisiete años que vive en un orfanato y con quien se encuentra azarosamente, le pide que le alquile una de las piezas de su casa para encontrarse con su novio. Al principio, Kata se rehúsa. Luego, acepta y, en tanto avanza la historia, forman un vínculo entrañable que las conduce a distintas decisiones: Kata interviene para que se le permita a Anna casarse; Anna despierta en Kata el deseo de adoptar un niño.
«¿Cuándo decidió que quiere adoptar un niño?», le pregunta el médico a Kata. Ella responde: «Cuando conocí a Anna». Este diálogo condensa la idea que Mészáros trabaja a lo largo de toda la película a través de la imagen: el impacto que puede tener un cuerpo sobre otro y cómo, en última instancia, esos choques, más que ondas expansivas, pueden llegar a ser rupturas, desviaciones de los efectos que producen lo que Deleuze y Guattari conceptualizan como «máquinas de rostridad»2. Esto implica pensar en el rostro como política, como algo que es producido por ciertos regímenes de poder —«máquinas abstractas»— que lo dibujan y lo someten, y generan así un vaciamiento de los sentidos. El orfanato, la fábrica, el manicomio, son «formaciones sociales» que se imponen a los cuerpos y los disciplinan.
II
«Se echó a llorar: entonces me reí yo»3, dice el narrador de La cara de Ana, relato de Felisberto Hernández, al referirse a una niña con la que se encuentra por primera vez en su infancia y vuelve a ver años después, tras el pasaje de ella por un hospital psiquiátrico. Con una voz entre adulta e infantil, invoca algunos recuerdos y los hace girar en torno al rostro de Ana, que irradia algo que produce un efecto en su destino, como una suerte de «comentario» —una «emoción movida»— que sucede por encima del mundo y altera, con cierto extrañamiento, su experiencia y percepción.
«Cuando la volví a mirar ella estaba llorando y cuando ella me volvió a mirar a mí, los dos, soltamos la risa», dice el niño, y esboza cierta continuidad entre los cuerpos: una transferencia de gestualidades que los amalgama y, al encontrarse unos con otros, provoca efectos nuevos. Luego de la internación en el manicomio, la cara de Ana se convierte en una máscara externa de sí misma, sus expresiones se le imponen y se propagan en otro cuerpo, el del niño, que ve que la sonrisa «se le quedó fija» y empieza a sentir una «simultaneidad rara» por la sensación de estar entre los dos mundos: el de la locura y el de la cordura. Dice: «Estaba haciendo equilibrio entre quedarme completamente como ella o tranquilamente como yo». Los rostros, entonces, se impactan entre sí y crean un universo compartido en donde sus límites se difuminan.
El manicomio altera el rostro de Ana, y este también altera el del niño y la forma en que él percibe el mundo. La internación «rostrifica» a Ana. Su cara ahora es más delicada, «menos salvaje»; su risa, «más corregida, más prudente». El narrador busca volver a encontrar en Ana el misterio de cuando eran niños aunque, al final, le queda solo la sensación de que «la cara de Ana era linda». Aquel rostro que contagiaba curiosidad, llanto y risa, es vaciado y domesticado.
III
Primero, un torno que gira tallando madera. Después, manos que lijan. La cámara se pasea por la fábrica y se detiene en el mecanismo de producción sin dejar de mostrar quiénes están ahí. Hay cuerpos desenfocados, mezclados con la maquinaria. Recorre el lugar, filma a dos mujeres conversando y se vuelve a perder en la superposición de cuerpos y máquinas. Se detiene en Kata, muestra su rostro, baja hasta las manos labrando la madera y vuelve hacia el rostro de nuevo. Esto lo hace, también, con las otras mujeres. Establece una relación de continuidad entre la fábrica, el rostro y el resto del cuerpo. El rostro depende de la fábrica, del hospital. De las «máquinas abstractas». Y también depende de otros rostros.
En varias ocasiones aparecen dos rostros en el mismo plano, aunque uno desenfocado. Una especie de recordatorio para el espectador: no se ven, pero están ahí. Se provocan, unos sobre otros, efectos evidentes. Lo que importa es lo que los cuerpos hacen, no lo que los cuerpos dicen. Efectos que no son una reproducción de las formas que imponen el orfanato, la fábrica y el hospital, sino todo lo contrario. Anna y Kata escapan de sí mismas y, a través de la otra, encuentran caminos alternativos. El cruce que se da entre ellas puede pensarse como una «fuga creadora», en palabras de Deleuze y Guattari. Como una manera de subversión y resistencia ante la opresión que les ejerce la sociedad. Anna es vista como una joven que no tiene remedio y a la que las instituciones deben encauzar. Kata es cuestionada por su deseo de maternidad y por el afecto que siente hacia Anna.
IV
«Se echó a llorar: entonces me reí yo»4, dice el narrador de La cara de Ana y, con esos dos puntos y ese entonces, da cuenta del efecto de encadenamiento y de la propagación de ciertas gestualidades hacia otros cuerpos. En Adopción, Mészáros filma los dos puntos y el entonces que conectan los rostros con otros rostros y con su entorno. Intenta formular el «comentario» que, al igual que en el cuento, surge del choque entre el orfanato, la maternidad, el afecto, las expectativas sociales y el descubrimiento de los deseos individuales. Hay una inquietud constante por mostrar las tensiones que se generan entre lo público y lo íntimo. Para eso, elige poner el ojo en los cuerpos como extensión del rostro; en la proximidad del llanto, en la continuidad de la risa y en la lejanía de ciertas expresiones.
Plantea el rostro como paisaje y como política: «no hay rostro que no englobe un paisaje desconocido, inexplorado; no hay paisaje que no se pueble con un rostro amado o soñado, que no desarrolle un rostro futuro o ya pasado»5. Les otorga un sentido casi autónomo al plasmar en ellos la posibilidad de desviación ante un destino preestablecido. Los intersticios que surgen de sus cruces funcionan como territorio. Se trazan sobre ellos mapas pasados y presagios que anticipan posibilidades para que Anna y Kata exploren y pueblen zonas que antes estaban inhabitadas. Son rostros antepuestos. Rostros que se prolongan en otros cuerpos, en otros objetos, y se envuelven entre sí. Rostros que, todos juntos, componen un mismo paisaje. Rostros que se fragmentan, se chocan, se deshacen y se vuelven a armar.