Agradecemos al Centro de Documentación Cinematográfica de Cinemateca Uruguaya y a su responsable, Guillermina Martin Doil, por facilitar el material utilizado en la investigación de las dos partes de este texto.
Después de recorrer el Festival Internacional de Cannes y obtener el Prix du Regard Original en la sección Un certain regard, el 6 de agosto de 2004 se estrenaba en salas uruguayas la película que ayudó a reorientar los paradigmas estéticos del cine nacional. Hace poco Whisky celebró sus veinte años con proyecciones en 35mm cada miércoles a lo largo de septiembre, funciones al aire libre, exhibiciones en el interior del país y otras actividades alrededor de la película. Este mismo año, a su vez, toma lugar otra conmemoración: treinta años atrás, el 22 de julio de 1994, llegaba a nuestras salas El dirigible; también mostrada en ese mismo festival francés, pero integrada a la programación de La Semana Internacional de la Crítica. Sin embargo, este hecho no ha recibido más que alguna puntualización; una memoria diluida, casi ausente, en contraste a su contraparte más reciente. Whisky festejó su eminencia en múltiples instancias, con bocetos y fotografías impresas del rodaje exhibidas en el hall de Cinemateca, hasta el punto de concederle el título de ciudadana ilustre de Montevideo a Mirella Pascual, debido a su trayectoria como actriz en cine y teatro con especial atención a su interpretación como el personaje de Marta en la película de 2004. En cambio, no hubo un sistema de actividades alrededor del aniversario del filme de Pablo Dotta. Lo máximo fue una charla con pocos pero devotos presentes en la Mediateca Ronald Melzer, pero no mucho más. Aún alcanzado 13,188 espectadores en su estreno y siendo, en retrospectiva, una película crucial para los devenires de nuestra idiosincrasia cinematográfica, no ha habido una proyección que celebre este recuerdo. Por lo que alzo la pregunta: ¿qué lleva a que un aniversario llene salas cuando el otro no es más que anecdótico?
En la premiación anual de la Asociación de Críticos del Uruguay (ACCU) honramos ambos títulos: Agustín Acevedo Kanopa rescató la osadía salvaje de El dirigible en su ejercicio lúdico y su valor retroactivo en relación a la concurrente domesticación del cine uruguayo en tiempos de servicios internacionales. No obstante, durante la reunión de gestión previa a la ceremonia, pese al consenso unánime por reconocer el trabajo de Rebella y Stoll, la recepción hacia la mención del filme de Dotta fue más apagada. Cuando se definieron los homenajes, algunos miembros protestaron contra su mención, sustentado por el juicio de su presunta falta de cualidades estéticas que la hagan digna de reconocimiento. Finalmente, fuimos más vocales sus defensores. Aun si su repudio fuera de menester axiomático, su precedente cultural es innegable: revitalizó la producción de largometrajes en Uruguay; fue el regreso a la realización en formato 35mm tras tres décadas de ausencia debido a la facilidad del vídeo telemagnético para la creación cinematográfica –necesaria frente a otras adversidades– y la maquinación internacional que capacitó su filmación1 fue clave para el desarrollo de la industria que conocemos hoy. Además de su presencia mediática por la polémica que levantó y el interés que generó, mucho antes de su estreno, por su llana existencia –aumentada por su validación en el ojo extranjero cuando fue convocada para proyectarse en Cannes, que reforzó lo excepcional del acontecimiento–, estos hitos que no deberían ser desatendidos bajo el pretexto de la irritación intransferible más allá de la experiencia individual.
El dirigible todavía cosecha detractores, algunos acérrimos desde su lanzamiento comercial. Hay una dificultad prevalente en que muchos piensen en la película como un objeto de valor cultural; rechazada de maneras que, aún con detractores casuales, no tienen vigencia en la discusión de Whisky, ya que todos aceptamos su excelencia sin oposición sistemática. Su reapertura solo indica que su fuerza para atraer multitudes a las butacas todavía permanece. Pero, ¿qué motiva el desdén que fluye entre los años y qué las distingue en términos precisos para repercutir en la bifurcación de su recepción?
Una genealogía de lo real en el cine
Ciertamente, El dirigible y Whisky comparten la proeza técnica de su voluntad para manifestar sus imágenes con las aptitudes tecnológicas correspondientes a su esfuerzo manual. Tal vez había una mayor incipiencia en la realización del filme de Dotta, ya que muchos de sus integrantes atravesaban una experiencia de tales magnitudes por primera vez. Sin embargo, eso no se traduce en una ineptitud en su factura, sino en la urgencia de materializar cada fotograma: su ambición, desbordante de imaginación, es una pulsión vital que irradia la cadencia de su montaje ante la visión de una Montevideo fantasmática que transita entre símbolos patrimoniales congelados en el tiempo. Por otro lado, Rebella y Stoll mantenían el terreno confiado de la continuación inmediata, nutrida de la experiencia previa para regresar con una amplificación de sus herramientas. Aun teniendo la presión del cumplimiento de una expectativa ulterior tras un éxito como 25 Watts (2001), el precedente era una brújula para comprender en qué estrategias insistir y de cuáles desistir. La dupla podría haberse abrumado, séase ante la confianza extrema transcripta en reiteración desorientada o ante una aspiración desmedida, pero encontraron el equilibrio adecuado entre consciencia e intuición para explorar nuevos caminos y organizar sus atracciones. Así, su trabajo vislumbra una obsesión con la planificación que enuncia el orden geométrico que dicta su poética.
Podríamos decir, entonces, que las virtudes de ambos filmes se manifiestan en pulsaciones rastreables a las raíces del cinematógrafo: precipitadamente, se puede detectar una tendencia de origen realista y otra ilusionista, donde sus respectivos progenitores son los hermanos Lumière y George Méliès. ¿No hay algo en la manera sistemática en la que Jacobo abre la puerta de la fábrica con llave para dejar entrar la luz del sol que remite a los trabajadores y animales que se retiran de la fábrica? ¿Y no hay algo en esos tiroleses que, suspendidos en el aire, bailan alrededor de la punta del Palacio Salvo, una dicha carnavalesca que resuena desde la euforia de los astronautas que llegan a la luna para descubrir mundos extraños? En la primera se concibe la observación de un acontecimiento de la realidad desde una conciencia atenta a encontrar su síntesis desde el encuadre y la intervención; el mundo, vasto y emocionante en sus probabilidades, ofrece el material necesario para que la pregunta sea qué hacer para capturar esa materia bruta y volverla cinematográfica. Pero en la segunda hay una voluntad por aflorar lo imposible y mezclar diversos componentes contradictorios que coexisten sin reproche dentro de una misma unidad de tiempo y espacio; pasión que celebra eso que el cine logra por su manipulación deliberada, una concreción de la fantasía en lo tangible, factor que por sí mismo añade veracidad desde la confianza en el pacto con el espectador, la acepción artificial como innata a la proposición. La diégesis de Dotta hace posible que un dirigible alemán de los años 30 pueda traspasar su tiempo y sobrevolar hasta los cielos de fines de siglo, pero que una mujer haya desarrollado la habilidad de generar oraciones invirtiendo cada letra es motivo suficiente para el asombro en el universo de Rebella y Stoll.
Sin embargo, prescribir esa estética con su semilla en los Lumière solamente como una iteración del realismo sería reductivo de sus conjugaciones. Ahí entra Aki Kaurismäki, el finlandés con una petaca de whisky en el bolsillo de su campera de cuero –como la de Herman– nombrado en casi todas las críticas que datan al estreno de la película realizada por Reballa y Stoll. El emparejamiento con su cine –aunque poco aventurado como única genealogía– es pertinente y claro desde su formulación como objeto estético-político: si pensamos en La muchacha de la fábrica de fósforos (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990) y esas secuencias de planos detalles que crean metonimias sucesivas de los componentes más finos que involucran al trabajo asalariado en su labor práctica con las herramientas dadas por un mundo post-industrial, podemos entender esa manía sistemática con una suerte de calendarización en Whisky, generada a través de la repetición de encuadres para sugerir la impresión de cada jornada laboral. En su política de la mirada, la atención que presta a personas carentes de extrema virtud y su individualización de la clase trabajadora a partir de la consideración afectiva de su interioridad –respetada por cierta privacidad, sin regocijarse en la psicologización– entablan un territorio común, a su vez que comparten el mismo humor y ascetismo formal, en las interpretaciones y el decoupage2, con el cine de Martín Rejtman, que también estaba en boga en nuestro país a inicios de los 2000.
El cinéfilo uruguayo demuestra proclividad por ese esquema de conjugaciones asépticas que esconden el absurdo en su sutileza, pero la mirada de Kaurismäki delinea más la solidaridad entre los obreros aun con sus falencias de carácter inducidas por el agobio y la ebriedad; debe haber algo más allá en lo que respecta a la fórmula de esa inclinación estilística. Si pensamos en la poética de Rejtman y Kaurismäki, ambos comparten un mismo padre cinematográfico en su filiación lejana: Robert Bresson, director francés que encontró una definición religiosa del cinematógrafo y, en su práctica leal de estos principios y privaciones –como el trabajo con los actores, que define como modelos para diferenciarse de la tradición teatral–, logró una maquinación donde el aplanamiento de las imágenes, el hecho de pensarlas dentro de la precisión de una sucesión continua en lugar de como elementos excepcionales, permite la revelación de una verdad, porque «lo importante no es lo que me muestran sino lo que me esconden, y sobre todo aquello que no sospechan que está en ellos [los modelos]»3.
Tal vez haya algo de ese razonamiento bressoniano que se filtra en las imágenes de Whisky y su fascinación ante lo escondido; el misterio detrás de un rostro, de un lugar, la atracción de la mirada ante un objeto, el baile de las manos en el hacer mundano. Pero por encima de todas las comparaciones con el finlandés que se hicieron en su momento, tal vez sea la crítica a Whisky de Alejandro Yamgotchian, publicada en Arte 7, la que nos oriente a una genealogía más profunda: Jim Jarmusch fue otro nombre que circuló entre cierta generación cinéfila afiliada a los responsables del filme de 2004, por lo que no se pudo eludir toda esa sombra durante la conversación alrededor de su antecesora, 25 Watts –y ellos nunca renegaron de esa influencia–. Por lo que Yamgotchian recordaba, a la hora de pensar en la articulación formal de Whisky, una escena particular de Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984): uno de sus personajes agarra el diario del día y recorre la cartelera de su cine local. Ahí aparece Cuentos de Tokio (Tōkyō monogatari, 1953), del renombrado Yasujiro Ozu. Esta referencia es importante: Kaurismäki también ha demostrado fanatismo por el cineasta japonés y declarado su admiración como motor creativo para apoyarse en sus principios fundantes y aceptarlos en su idiosincrasia, así que tal vez podamos rastrear un resabio del cine del japonés en la obra de Rebella y Stoll.
El cineasta de Principios de verano (Bakushi, 1951) trabajaba desde una impronta fuerte de introspección de la nacionalidad y su incidencia en la vida diaria, impresa en cada fotograma tanto por la claridad de las costumbres de una comunidad cercana al universo de su director y, a su vez, por la coyuntura de Japón posterior a la Segunda Guerra Mundial, donde su cooperación con Estados Unidos alteró su concepción identitaria en su crecimiento como potencia global. Desde los anuncios de Coca Cola en Primavera tardía (Banshun, 1949) hasta los trenes lejanos que suenan en Cuento de Tokio, o en Buenos días (Ohayô, 1959) con la entrada de la televisión para alterar el orden dentro de una familia; significantes de una reorganización nacional que se filtra en sus relatos interpersonales, el principal factor organizador de filmes que, sin deshacerse de la noción movilizadora del conflicto, buscan maneras de minimizarlo, volverlo una disrupción más discreta para narrar historias más cercanas a la cotidianidad.
Sin embargo, ese costumbrismo no se traduce en una estilización que emule la realidad desde la invisibilidad: la mirada de Ozu trataba de exaltar lo real y sublimarlo sin grandilocuencia desde su transformación en un material maleable para la película. Desde la cadencia de las interpretaciones, la interpelación al espectador en la mirada frontal a cámara, las elipsis transcurridas entre los denominados planos tatami –insertos que se desvían de la acción principal para capturar su periferia inmediata, como todos esos planos detalles de objetos y lugares abandonados en Whisky– hasta la meticulosidad de todos los encuadres. Es un estilo personal que llama la atención sobre su articulación y requiere de un reajuste de las presunciones del espectador con el acercamiento desde una nueva forma de inmersión. Para cineastas como él, lo real es un hecho plástico que requiere de manipulación para extraer su sustancia. «Lo real en bruto no dará por sí mismo lo verdadero»4, aparece en el proceso de trabajo con las herramientas propias del cine como expresión de la mirada personal.
Y llovía y llovía
Aunque no invade la narrativa explícitamente, la crisis económica del 2002 plaga las imágenes de Whisky, en las calles de la Ciudad Vieja como en el Hotel Argentino. Su aparición se condice tanto que el guión y el rodaje transcurrieron durante el mandato de Jorge Batlle e informaron la concepción narrativa de la película: el fenómeno de ciudadanos uruguayos emigrando al extranjero por oportunidades laborales, prevalente durante ese momento histórico, establece las condiciones materiales del relato5. Esta noción discreta de alteración nacional, aterrizada en lo micropolítico con el rencor de Jacobo ante su hermano que lo motiva a falsificar un matrimonio para demostrarse ante él, está trazada con la consciencia por incorporar y exhibir las costumbres asociadas a los uruguayos: la rabia desenfrenada, movilizada por la pasión, ante la injusticia cometida por un árbitro en un partido de fútbol; desayunar tomando mate, sin que importe el ruido producido por la bombilla ante el sorbo; la poca circulación de personas incluso en zonas del centro de Montevideo; la discreción de la expresión enunciativa, el lugar común del carácter de los uruguayos, la idea de que reservamos nuestros pensamientos en lugar de vociferar nuestra molestia –esa cuestión de lo no dicho, que también aparece en la filmografía de Ozu–.
Estos atributos, traducidos en detalles paralelos a la acción principal, son relevantes no por su efecto transformativo en el sentido monomítico, sino por su fascinación observacional; nos muestran la vitalidad de un mundo apagado y crean la sensación de proximidad con la vida, mas no se regocijan en las costumbres, ya que carecen del énfasis propio del discurso de la validación nacionalista. No hay una reafirmación orgullosa o una sensualidad llamativa: es una observación neutra, con un poco de admiración y un poco de burla. Los detalles existen por fuera del juicio rector, sin demostrar más que su propia vigencia. El filme no busca hacer una declaración esencialista que englobe a todos los uruguayos como una masa de sentimiento uniforme, porque «su caligrafía fílmica meticulosa y minimalista barre con cualquier prolongación sociologizante»6, a diferencia de los vicios de algunos críticos por limitar a los personajes a figuras simbólicas para un discurso reductivo. «No es una «metáfora de la decadencia uruguaya», ni una lectura sobre una determinada generación»7, los gestos de la circulación de los personajes tienen una precisión que desarticula cualquier idea globalizadora para preferir la sutileza del relato mínimo, donde la reincorporación no transforma; comprueba la investigación sentimental.
En este acercamiento a la vida, su forma combate la lentitud adjudicada a su estilización. Una falta de prioridad de los llamados problemas importantes de la ficción no estipula, de por sí, una velocidad determinada. En todo caso, el movimiento es el principio que organiza los intereses de Rebella y Stoll, al igual que los cineastas relacionados en un linaje de cine “lento”. Pedro Costa lo argumentaba a la hora de pensar sobre las películas de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet: «»Cine lento» no significa mucho. No significa mucho y, además, da una impresión falta de lo que realmente es. Porque no hay nada más rápido que la vida misma»8. Los encuadres fijos permiten tanto movimiento interno que un ojo despistado se perdería de la mayoría de esos factores de interés visual; observación que el portugués también hizo con el cine de Ozu9. Si pensamos en el montaje de Primavera tardía, todo fluye delante de nuestros ojos y se erosiona en la fugacidad de cada momento cotidiano que desvanece como arena en el desierto, movilizado por una fuerza de la naturaleza que es el tiempo mismo. Por ende, no hay cineasta más rápido que Ozu, sin necesidad de recurrir a la hiperactividad que comúnmente se confunde como única forma de velocidad. Lo mismo sucede con Whisky, motivo por el que el japonés es tan crucial para definir sus parámetros formales: cada corte ocurre casi siempre un instante antes del inicio de la acción, no en el medio, como si fueran los segundos de contemplación fordianos de los que habla Daney10: el cuadro nunca carece de movimiento, se crea por el pasaje entre fotogramas y alimenta la fuerza progresiva de la película, aún con el estatismo de la vida de los personajes. Cada entrada a cuadro reformula la acción, cada corte la resignifica; su estilo crea un acercamiento a la vida, pero la película no pierde la consciencia sobre el estilo como la potencia que accede a su verdad.
Así, no hay cabida para una totalización tan restrictiva como la noción de realismo acorde a ciertas equivalencias trastabillando bajo su peso obtuso. No está guiada por la sombra rectora de la verosimilitud como principio retórico y no esconde su calibración quirúrgica, la evidencia. Cada encuadre delata su armado y observa los espacios desde su consideración geométrica, con pesos visuales que definen la fisicalidad en toda su amplitud desde su organicidad emparejada con la propia rutina de los personajes; orden que casi no deja lugar a la descontracturación. Si Ozu resuelve las conversaciones en intercambios de planos y contraplanos donde la mirada a cámara incorpora a la audiencia como participantes en nuestra condición como espectadores, Rebella y Stoll encuentran un plano para desempeñar la acción general y luego aíslan algún factor individual de interés como otra forma de evidenciación, como puede ser la reacción de un personaje en relación a un diálogo entre tres, reservando la aparición del contraplano. Cuando la triada asiste a un restaurante durante la noche para compartir los que, Jacobo supone, serían los últimos momentos de Herman en Montevideo, antes de que su hermano proponga una visita a Piriápolis para extender el encuentro, él seduce a Marta con el encanto de sus palabras. Pero a su lado, Jacobo se asoma a mirar la mesa de al costado y pasamos del plano de los tres al cerrado de él: vemos una mujer joven, sonriente y llena de ilusiones, que no le devuelve la mirada al tiempo que Jacobo baja sus ojos tímidamente. Un mundo más próspero que se encuentra a centímetros de distancia y que, a su vez, no podría ser más lejano. El desamparo de su mirada se asemeja a la de un personaje de Juan Carlos Onetti, como si la vida pasara delante suyo y él no pudiera evitar detener ese avance incesante.
No sería el primero en aludir a ese escritor representante de nuestra literatura ante el mundo. Desde alguna mención pasajera al universo onettiano durante la rueda de prensa del filme hasta la inspección que hace Agustín Acevedo Kanopa en un texto ambicioso donde remarca que, «más allá de su verdadera inspiración literaria o su ambiente (…) hay un dejo onettiano en Whisky y sus escenarios húmedos y gélidos de Piriápolis»11. Pero el existencialismo de sus coordenadas filosóficas muestra un dejo de Santa María –la ciudad ficticia creada por Onetti– en el Uruguay que visita la película, un país que adquiere su propia forma en la ficción. Más específicamente, hay un resabio de El astillero en el filme de 2004: la novela relata el regreso de Larsen a la ciudad que una vez lo expulsó para ocuparse de un astillero como sustento de vida mientras entra en un romance con Angélica, la hija del dueño. A su vez, él confronta los inconvenientes que pone Gálvez, otro de los gestores administradores del astillero, por su descubrimiento del título falso de Jeremías Petrus que sostiene a toda la empresa. Ese regreso que impone Larsen no difiere mucho de la vuelta a casa de Herman; cifrado bajo el involucramiento implícito en ese desplazamiento, como puede ser la muerte de la madre de ambos hermanos como asunto pendiente12 en el filme contra la gestión del astillero de la que se ocupa el protagonista del libro. En ese retorno aparece la posibilidad del romance con una mujer descubierta en el trayecto de la obra, una afección que no florece13 bajo los condicionantes de ese microcosmos áspero y su intercambio entre dos lugares próximos de esperanza tan lejana como los sueños mismos (Montevideo y Piriápolis en Whisky contra Santa María y el puerto del astillero en el libro homónimo).
Aún cuando haya una maquinación que produzca la progresión del relato, ambas obras se fascinan por las derivas que refuerzan una descripción de sus universos, «la pausa sin sentido, un acto vacío»14 y los espacios que habitan los personajes y el deterioro que se respira –por ejemplo, en las paredes húmedas de la fábrica de medias donde no trabajan más de cuatro personas–. La imagen de Jacobo desayunando una medialuna de jamón y queso en un restaurante mal iluminado, donde el tubo de luz anda cuando quiere y las persianas nos invitan afuera con su luz lejana, podría ser un cuadro de Edward Hopper por su exteriorización de la soledad en un entorno público. Pero esa imagen también capta una atmósfera onettiana; alude a sus personajes cada que están reunidos en la glorieta. Es un desasosiego común, una sensación de que la vida está pasando por delante y no hay una acción que logre detener la inevitabilidad de esa flor que se marchita, que no vuelve a producir polen. Ni siquiera una desaparición, que parece alterar la estructuración general de una empresa (la de Marta y la de Galvéz, respectivamente)15, puede movilizar a estos personajes; se asimila la ausencia dentro del mecanismo general, que funciona incluso sin su participación. Se incorpora del mismo modo que las mentiras que construyen la realidad conocida de los personajes en ambas obras: séase el título falsificado de Petrus o el matrimonio impostado entre Marta y Jacobo.
Por eso la mentira como significante es crucial para el desarrollo conceptual de Whisky. Hay una sincronicidad entre la puesta en escena visible y la visibilización del armado; es la perspectiva orquestrada por la supuesta pareja para crear, ante los ojos del hermano que viene de Brasil, una realidad que no existe. Así se detallan todos los hoyos en ese relato: cuando Herman les pide que muestren las fotografías del viaje de luna de miel en las cataratas, Marta omite dicha demostración bajo el pretexto de que su majestuosidad solo se experimenta con la presencia directa, pero ni siquiera las ha visitado en primer lugar. Lo mismo ocurre con la sospecha de la joven casada interpretada por Ana Katz que, estando con Marta en la piscina del Hotel Argentino, le rechina que a esta última se le haya perdido el anillo de su dedo; que una alianza se salga con tanta facilidad es extraño. Incluso, si tantos comentarios de la película destacaron ese juego de apariencias –Guillermo Zapiola lo hizo en sus múltiples alabanzas en el diario El País16–, menos consideraron el hecho de que, aun siendo una mentira frágil, nunca se desmorona para ponerse en evidencia como tal; es un constructo deliberado que se mantiene proyectado ante los demás para cimentar la normalidad.
No se destapa para descubrirse su tejido y que proceda la desilusión de los participantes incautos ante esa falsedad, sino que se colma con el hecho de investigar su fabricación y observar cómo se integra dentro de la realidad sin mayores inconvenientes. Por eso, más que los planos detalles, la geometría de los encuadres o lo micropolítico, lo que conecta a Whisky tan profundamente con el cine de Ozu es su observación de los costes de la normalidad, el sentimiento que informa ese «¿no es la vida decepcionante?» pronunciado en Cuentos de Tokio. La coyuntura y su ideología dominan el entorno social, lo que fuerza a Noriko (Setsuko Hara) a contraer matrimonio incluso contra su deseo de quedarse con su padre en Primavera tardía, o lo que lleva a la soledad de Shukichi (Chishū Ryū) tras el fallecimiento de su cónyuge y el abandono de su familia en Cuentos de Tokio. Así, Jacobo vuelve a su oficina bajo el peso de su propia voluntad por reforzar su cotidianeidad devenida de su valoración por la economía personal, sin que Marta pueda despedirse de vuelta con un «hasta mañana, si Dios quiere», porque él siempre seguirá en la fábrica y siempre sonará esa máquina tejedora de ruido incesante.
- Recurriendo a los apoyos de Channel 4, la fundación Rockefeller, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficas y el Centro de Capacitación Cinematográfica de México, un esfuerzo impensable bajo las condiciones de producción audiovisual en ese momento. Lema Mosca, Á. (2023) Los nacimientos del cine uruguayo. Una historia completa. Sujetos editores. ↩︎
- Decoupage: la manera en que una escena se fragmenta en planos para contar el espacio filmado. ↩︎
- Bresson, R. (1979). Notas sobre el cinematógrafo, Biblioteca Era. ↩︎
- Ibíd. ↩︎
- Álvaro Lema Mosca explicita más este condicionante en en el capítulo 9.1. Lema Mosca Á. (2023) Los nacimientos del cine uruguayo. Una historia completa. Sujetos editores. ↩︎
- Oxandabarat, R. (2004). El disparate de vivir. Semanario Brecha. ↩︎
- Ibíd. ↩︎
- Serenli, E. Mustafa Babacan, M. Kyska, M. Interview with Pedro Costa, Othon Cinema. Translation: Bakış, K. ↩︎
- Pedro Costa Interview: The trembling moment, Outside in Tokyo. ↩︎
- Daney, S. John Ford for ever. Libération. ↩︎
- Acevedo Kanopa, A. (2023). De dirigibles y gauchos: los complejos entrelazados entre cine y literatura nacional. Revista ERM. ↩︎
- La muerte y la enfermedad también son una figura literaria recurrente en el universo onettiano, como por ejemplo en Los adioses o La vida breve. ↩︎
- Aunque está más concretada entre Larsen y la hija de Petrus que entre Herman y Marta, incluso con esa escena en que él canta, en el karaoke del hotel, la canción que Marta lleva escuchando en su walkman toda la película. ↩︎
- Onetti, J. C. (2016). El astillero. Debolsillo. ↩︎
- Aun cuando el paradero de Marta permanece ambiguo cuando no se presenta duda ante la ausencia de Gálvez como aniquilación maquinada. ↩︎
- Zapiola, G. (2004). Caminos de humor y melancolía. El país. ↩︎