Retorcida como un viejo manzano Violette, de Martin Provost

¿Cómo se filma una vida que ya fue escrita, una vida dedicada a la literatura? ¿Alcanza con establecer operaciones de sentido, recrear cronologías, dar estructura? ¿Es suficiente construir una narrativa más o menos lineal, cotejar datos, brindar cierta lógica y unidad a un cuerpo informe? Y, si se hace, ¿tiene sentido? ¿Cuál sería la función de hacer una película biográfica sobre una escritora como Violette Leduc, en donde la distinción entre lo que escribe y lo que vive es inexistente, si, al filmarla, se pasan por alto los ecos de su escritura?

Daniel Link1, en un breve texto titulado Yo, se pregunta: “¿Por qué comentar lo que otro escribe? (…) se trata de inscribir el propio cuerpo en relación a todo lo que existe (…) Como si uno pudiera engancharse en un pormenor determinado (…) para continuar el relato (la argumentación, el poema) en una dirección intempestiva, en una comunidad (imposible) de experimentantes”. Y esta pregunta se puede trasladar al cine: ¿por qué hacer cine sobre una vida que está escrita si no es para provocar un nuevo tono, despertar una sensibilidad, instaurar una fuga, proponer una dirección intempestiva? 

En la película Violette (2013), Martín Provost se propone recrear la vida de Violette Leduc (1907-1972), escritora francesa que publicó su primer libro, La asfixia, en 1946, y, desde ahí, no dejó de escribir hasta el año de su muerte. El director se basa en sus memorias autobiográficas para componer un relato ordenado, dividido en capítulos, en donde se enfatiza la relevancia de las personas que fueron significativas en su vida. Busca dar cuenta de sus tormentos, preocupaciones y miedos. Pone el ojo en su vínculo con Simone de Beauvoir y Jean Genet, en la desgarradora relación que mantuvo con su madre, en la angustia provocada por la censura de sus libros y en su internación psiquiátrica. 

Pero la dirección que toma lo filmado me aleja de las resonancias de su escritura. La película parte de un presupuesto -el de separar la escritura de la vida- que se esconde bajo la intención de afirmar lo contrario. Mientras se intenta mostrar cuán importante fue para Leduc la literatura, su esfuerzo por escribir, la relevancia de otros escritores en su vida y el ferviente deseo de ser leída y reconocida como autora, se pierde de vista qué fue lo que escribió y cómo lo escribió: cuáles fueron sus gritos, sus silencios, sus pausas. Se pasan por alto los arrebatos de un lenguaje mordaz y sus asperezas. Se pretende hacer un retrato de su vida como si la literatura fuera algo aparte, que sucede en otro lado. Como si la escritura, para Leduc, no fuera la única forma posible de existencia o, mejor dicho, de no-existencia, porque desde el momento en el que nace se siente “fuera de registro”2: la partida de nacimiento se le impone como una “farsa” y, más que incomprendida, se siente “inexistente”. 

Incurro, casi involuntariamente, a sus palabras para subsanar el desencuentro entre la experiencia como lectora y la no-experiencia como espectadora. Busco en los textos las huellas que la película intentó borrar porque, al querer decir algo sobre lo filmado, me encuentro ante una imposibilidad: no tengo nada que decir. La única salida posible es volver a su escritura: a sus formas torpes, a su exasperación, a sus quejas inacabadas. 

Fotograma de Violette

Link piensa en la absurda idea de formular un “yo”. Formulación de la que reconoce que, incluso queriendo, no puede escapar: “A veces, corro como un paranoico, corro tras el sentido, y entonces prefiero pensar el modo en que “yo” (como efecto o experiencia de discurso), encajo o no con una fantasmagoría, esta o aquella”. La escritura de Leduc puede pensarse como una forma de correr hacia el sentido pegándose a ciertas fantasmagorías -la de monstruo, la de bastarda-. Como un intento de investidura permanente al mundo, a los objetos, a las personas, que siempre termina en una disolución. Escribe que escribe. Intenta decir “yo” e inscribirse a sí misma en todo lo que existe, pero eso se le vuelve en contra. La escritura, como la vida, es una lucha de la que solo se puede salir perdiendo. 

En 1955 escribe Estragos, libro que fue editado por Gallimard, con la condición de que eliminara pasajes en donde narra el enamoramiento y los encuentros con una joven en su adolescencia. También, la experiencia de un aborto. Ante esto, se siente “mutilada”3, “suprimida”: ha sido arrancada de sí misma. “Es un asesinato (…) ¿Dónde habita la censura? ¿Cuáles son sus tics, sus manías? No la sitúo. ¿La censura? Es París insensible. ¿La censura? Es mi ciudad en Alaska. No se incomoda a la censura, no se llama a su puerta, no se entra en su casa de puntillas. No se puede abordarla. Ella corta tus cuartillas, se va sin haber venido. Es una guillotina escondida”. La censura es algo, un asesinato, que se vuelve alguien inaccesible, que se vuelve lugar imposible de situar. La censura aparece porque sus textos expresan esa zona de no-registro; esa ciudad en Alaska a la que no debería irse, de la que hay que mantenerse al margen. 

La escritura es, para Leduc, una forma de poblar esas ciudades inhabitadas, una forma, aunque aturdida, de construir lazos con otros. El problema con la película es que nunca llega a captar esos paisajes áridos, esa tierra infértil en donde ella insiste. Entonces, no queda otro camino que volver a la literatura.

Su escritura oscila entre una narración lineal y una desarticulación del lenguaje. Se disloca para enunciar los arrebatos de la locura. Se erige en el doble movimiento de la negación de sí misma como autora y la constatación de que no tiene otra forma de vivir que no sea escribiendo. Busca “colocar la palabra relampagueante en el lugar de la espera”4. Explora con los ojos cerrados, se cierne ante las palabras para, finalmente, verse de nuevo “sola ante el verbo”.

Escribe, incluso, cuando no está escribiendo, porque no hay ninguna operación que separe vida y literatura: “vegeto, me arrastro por las calles sin escribir y, sin embargo, escribo”. El marcado rechazo que siente por el mundo se puede leer, por ejemplo, cuando afirma: “yo trataba de comer, pero al contacto de la vida común, mi tristeza se reavivaba”5. Sobre su infancia, expresa: “Encaramada desde allí, el mundo que no se subía a la calesita me parecía un pobre mundo”. 

Fotograma de Violette

El desprecio por cualquier tipo de intervención médica se condensa cuando escribe: “No necesito un médico. Necesito un revólver. Mataría a todos mis enemigos”6. Los médicos no podrán nunca meterse en su cabeza, no podrán nunca dar cuenta de su sufrimiento. Esa cosa, que en La cacería del amor llama “la or-ga-ni-za-ción”, intenta normalizarla, la somete. Porque “una clínica es también un cuartel”. Es, también, la censura, otra forma de estar fuera de los registros. Otra manera que los demás encuentran de marcarle su inadecuación, esa sensación constante de que “ocupa demasiado lugar”7

La película intenta aproximarse a esto, pero también falla. Mientras que en la literatura de Leduc tenemos la sensación de que estamos metidos en su cabeza, en esa cabeza a la que los médicos nunca van a poder acceder, en la película prima la sensación de estar viendo las cosas desde afuera. Y, entonces, vuelvo a su escritura.

Los monólogos cargados de preguntas se esparcen como parásitos que devoran el mundo y terminan devorando también la sintaxis y los signos de puntuación. Los objetos pasan de ser seres a los que les implora algún tipo de animación (“Hubiera conversado con las sillas, la canasta o el escritorio”), a ser punzantes (“¿cuándo la silla va a dejar de mirarme con desprecio?”8). Sin embargo, este movimiento no aparece en lo que se filma, en donde no hay lugar para las anomalías, lo desvíado. Todo parece seguir el orden establecido, el orden necesario para narrar una vida, para construir un “yo”. Incluso, está presente el recurso de la voz en off con pasajes de sus textos, pero no hay una correspondencia entre estos y lo que se filma. Todo es estático, preestablecido. 

Leduc se fascina con los sombreros, con los vestidos. Está “embobada”9 con Schiaparelli. Se detiene en las narices: la de Cocteau es la nariz de un “solitario, de un silencioso, de un moralizador”; la suya es una distracción, un disgusto, para los demás; la de Hermine, su pareja por varios años, la “obsesiona” hasta llegar a provocarle “insoportables insomnios”. La cartera de una profesora la “hipnotizaba”. Su piano fue “su director espiritual”. Se complace “ante la hoja de una lechuga marchita”. Este contacto eléctrico que establece con los objetos, este febril cuestionamiento y exigencia de respuestas, sobre todo hacia lo que no puede hablar, decanta en una catarata en donde la experiencia se presenta como una enumeración de observaciones y reacciones caóticas y yuxtapuestas. 

Es una escritura mutilada que persigue una totalidad perdida desde el comienzo. Que se construye mientras se vuelve contra sí misma. Que se arrastra como una babosa para pegarse al mundo, a los seres que la fascinan y que, al mismo tiempo, la abruman. Seres a quienes se acerca hasta asfixiarse, como le ocurre con de Beauvoir y Genet. Sobre este último, escribe: “Soy, cada vez que él aparece, un pesado adoquín. Lo admiro, lo idolatro hasta el embrutecimiento (…)”. Es ese embrutecimiento, el acercamiento salvaje, tosco, la proximidad punzante, lo que se despliega en lo que escribe. 

Fotograma de Violette

Ante esto, en lugar de proponer variaciones sobre lo roto, lo devastado, lo desértico, la película decide establecer un orden, digerir la experiencia, transformarla en algo intercambiable. Al marcar cronologías y capítulos, se pierde la sensación de extrañamiento, de contradicción entre un exterior filoso que pincha y que, al mismo tiempo, absorbe. Se propone un orden del que Leduc se deslinda cuando llena las páginas de preguntas, de monólogos con los objetos, de momentos en donde el delirio se funde con la forma y la puntuación desaparece. 

Gilles Deleuze10 afirma que “el arte no impone una forma a la materia informe. Al contrario, decanta hacia lo informe, hacia lo no completo, hacia lo no acabado”, y Provost, en esta película, parece hacer la operación contraria. Porque una biografía sobre la vida de una escritora como ella no debería ser únicamente un trabajo de exploración histórico-biográfico y un intento por trazar un mapa, una coherencia, una estructura, sino también el intento de capturar la insistencia descarnada, los raptos de lucidez y de embotamiento, la queja constante de la que emerge su literatura. 

Se impone forma a lo informe y, en lugar de generar nuevas líneas de lectura, se achata la experiencia. Se transforma lo sin nombre, lo indomable, lo salvaje, en una estructura encorsetada. Se desposee a la experiencia de sí misma y se la convierte en película. Todo lo que se filma está supeditado a un presupuesto de totalidad, como si pudiera narrarse un final, como si pudiera imponerse un sentido. Se intenta enunciar un “yo” y mostrar de qué fragmentos está hecho. Interrelacionarlos y que, de la suma de todos ellos, emerja Violette Leduc. Pero se ignora que su escritura nace, justamente, de lo amputado, de lo que está fuera de registro. 

Fotograma de Violette

  1. Daniel Link. (2009). Fantasmas. Imaginación y sociedad. Eterna Cadencia. ↩︎
  2. Violette Leduc. (1967). La bastarda. Editorial Sudamericana. ↩︎
  3. Violette Leduc. (1973). La locura ante todo. Sudamericana. ↩︎
  4. Ibíd. ↩︎
  5. Violette Leduc. (1968). La asfixia. Editorial sudamericana. ↩︎
  6. Violette Leduc. (1974). La cacería del amor. Editorial Sudamericana ↩︎
  7. Violette Leduc. (1967). La bastarda. Sudamericana. ↩︎
  8. Violette Leduc. (1973). La locura ante todo. Sudamericana. ↩︎
  9. Violette Leduc. (1967). La bastarda. Sudamericana. ↩︎
  10. Gilles Deleuze. (2006). La literatura y la vida. En Crítica y clínica. Anagrama. ↩︎