Dar un rostro | 43º FCIU Bajo las banderas, el sol, de Juanjo Pereira

Una mujer de velo blanco, vista de perfil; sin rostro. Un niño que dirige sus ojos al lente con una mirada desafiante, con el cuello ligeramente inclinado. Otro que mira hacia arriba, boquiabierto, sin dimensionar el peso simbólico de un líder —mucho menos de un régimen totalitario— más allá de una impresión inmediata. ¿Quiénes son ellos? ¿Qué historias esconden? ¿Qué hay detrás de esas miradas en dirección a la cámara? Como esos, cientos de rostros, cientos de misterios. Testigos de la historia, siempre en marcha. 

¿Cómo podemos pensar sobre esos testigos? ¿Qué materiales persisten hasta nuestro tiempo y qué se preserva en ellos? ¿Qué logran capturar, más allá de la superficie del hecho? Bajo las banderas, el sol, largometraje documental de Juanjo Pereira, se sumerge en el abismo de treinta y cinco años, entre 1954 y 1989, en que Alfredo Stroessner —militar y político del Partido Colorado paraguayo— tuvo al país entre sus manos. Siendo compuesto casi enteramente de archivos, el filme entra en relación con un linaje de apropiación de las imágenes ajenas, de nuestra memoria aún herida para llenar, desde una mirada plural, los huecos entre registros históricos. 

Videogramas de una revolución (1992), de Harun Farocki, explotaba en una dispersión de registros, diferentes espectros sociales viviendo la caída del bloque sovietico desde sus efectos en Rumania. Parece un referente pertinente, y funciona para muchas por su prueba de que, a través del montaje, los archivos nos hablan. Pero, tal vez, sea más adecuado buscar en El juicio (2023), de Ulises de la Orden, o Funeral de estado (2019), de Sergei Loznitsa. Ambas asumen la perspectiva de imágenes oficiales, una narrativa (re)montada con linealidad para, dramatúrgicamente, atestiguar esos hechos; estar ahí con proximidad experiencial, pero con la distancia de las imágenes preservadas. Séase el Juicio de las Juntas, donde se condenó a los perpetradores de la dictadura cívico-militar argentina, o el funeral de Joseph Stalin, un luto que reunió a todos los soviéticos en 1953. Lo importante es que, salvo algunas placas de texto con contexto básico, esas imágenes ajenas no se articulan discursivamente con una voz en off: Las imágenes y sus sonidos hablan a través de la polifonía de soportes enfrentados. El filme de Pereira es un repaso por décadas de historia nacional paraguaya, y cómo esas imágenes y palabras, en sus expresiones variadas, retrotraen a un discurso oficial. 

El posicionamiento ideológico del filme es claro: reconoce la violación sistemática de los derechos humanos por las garras del terrorismo de Estado, y rastrea al Plan Cóndor como perpetrador de esa reprensión ampliada a todo un continente. Pero hay una ambigüedad durante el trayecto de la obra. Grietas de ese discurso oficial que atisba su realidad, rostros a los costados de la imagen. Se ralentiza y detiene para hacernos ver lo que se esconde a simple vista. Multitudes que miran a cámara sabiendo que son mirados, que su alma es robada —y sus cuerpos violentados, por fuera de la pantalla1—. Por eso la necesidad de convocar a la película de Loznitsa: cada plano propone infinitas posibilidades a través de la marcha de quienes miran a cámara, universos privados que permanecen secretos; no más que una grieta en las imágenes del poder. Pero a diferencia de las cámaras estalinistas de Funeral de estado, las imágenes de Pereira no solo son ajenas en tanto no son producidas para la película, sino que además pertenecen a miradas extranjeras, como camarógrafos y narradores ingleses y franceses, sobre el territorio propio, hechas para un espectador desconocido del idioma español que necesita que le indiquen la ubicación de cualquier país iberoamericano —como esa compilación de reportajes didácticos que abren la película, múltiples formas de ubicar a un espectador desconocido y, en el gesto de su unión, una burla discreta—. Muchos de estos registros no se encontraron en Paraguay; se buscaron en Europa. Su país de origen padece la enfermedad del olvido, archivos de ese periodo que están pérdidos. Y, con la presencia de lenguas disonantes en su imaginario sin correspondencia con lo que ocurre en las calles, se introduce y tematiza directamente en el filme esta amnesia colectiva. El gesto que identifica el sesgo. Precisamos de Europa para reconstruir nuestras tragedias, del abastecimiento económico del Viejo Continente para derramar miserias; así, somos perseguidos por ese fantasma de la otredad, tal como el filme mismo pendió de subsidios europeos para su compleción. El proyecto no pudo sustentarse, sin más, incurriendo en apoyos de su propio país; tuvo que salir y urgir del apoyo del Institut Français, del IDFA Bertha Fund. No resta valor a su proyecto; evidencia, desde la forma del filme, las condiciones que rodean a nuestra memoria audiovisual.

Pero su programa, aparte de archivístico, es estético —por ende político—. Leandro Listorti es productor del filme, y la comparación con sus películas Herbaria (2022) y La película infinita (2018) puede esclarecer las estrategias sensibles de Pereira: los hongos crecientes de aquellas imágenes fotoquímicas, abandonadas en algún recóndito basurero, se vuelven un fenómeno sensorial, plástico. Mutan y bailan como en Herbaria; estragos apocalípticos de esa herida en los rostros. La historiografía de los formatos, pasando de esos hongos a los videos telemagnéticos corrompidos al captar a los corruptos; las tres décadas de dictadura coinciden, también, con una evolución tecnológica y un desplazamiento en los formatos de captura, por ende una reconfiguración cognitiva de nuestra relación con la imagen. El interlineado se desfasa, los colores se desbordan e inundan entre verdes ardientes y pantallas rojas intensas como el coloradismo; encarnan, a modo del trazo dolido de Edvard Munch, esa inestabilidad de la memoria audiovisual que, aún recolectando a lo largo del mundo, sigue siendo insuficiente para hacer justicia a los que se deslizaron por los barrancos de la historia y se volvieron cifras.

La gran pregunta, entonces, es qué hace Pereira con esos individuos sin rostro. Claramente no nos informa psicológicamente sobre esos pasajeros, no sabemos sobre ellos más allá de ese momento donde fueron captados, incluso el propio Stroessner opera más como símbolo que como unidad psicológica. Pero su director parece, a través del gesto de pararse en esas imágenes y esos rostros, darle devuelta una individualidad desde la rostridad. Esos rostros que rodearon a un líder que, incluso cuando derriban su estatua décadas después de la caída de su dictadura, sus pies siguen en lo más alto de Asunción.

  1.  Cabe destacar que si se presentan imágenes de violencia en las calles, solo que su implementación es deliberada para desmontar esas diversas apariciones de Stroessner. ↩︎