Salgo hacia Avenida Corrientes. Todos, aglomerados a la salida del Teatro Alvear, responden con euforia a la función que acabamos de compartir. Observo a la gente conversar; su felicidad por haber saboreado una muestra, impresa en sensores digitales, que atraviesa pluralmente a sus receptores de diferentes procedencias culturales. Todo sin perder su singularidad. Mientras los grupos se dispersan —para entrar a la siguiente función o continuar entre birras—, me acerco a otro compañero crítico; él fuma, el humo se pierde con el viento, esa corriente que acompaña al movimiento urbano de ese anochecer temprano. Enunciamos y tratamos de ensamblar una impresión de lo que acabamos de compartir. Entre otros gestos y escenas, frescas e inesperadas, yo destaco «la del hotel». A eso, él responde que ahí está «el corazón de la película». En principio concuerdo, pero fue una respuesta instintiva; una alineación que expresaba mi entusiasmo. No fue pensado en esos mismos términos, o al menos como él lo articuló. Tras cenar juntos en un restaurante italiano y requerido al que casi no entramos, nos separamos. Ahí, recorro entre librerías de Avenida Corrientes. No pienso solo en las palabras impresas sobre el papel; en la parte trasera de mi cabeza, esas palabras orales del hombre con su cigarro resuenan. ¿Es la escena del hotel, acaso, el núcleo del filme, el órgano que le da su respiración?
En La Plata, un hombre con entradas, pelo caído y barba blanca, se retira de su hospedaje. Ya no lo soporta, lo ahoga, y remarca la desesperación de sentirse incómodo donde uno descansa. Tiene que reubicarse; persevera exhaustivamente dónde quedarse. En la calle, tras merodear y merodear, sube su dopamina. Ve a la distancia un lugar. Desde afuera, parece ideal para descansar en las noches más frías. Pasa por la puerta y va hasta recepción, pregunta sobre la posibilidad de quedarse dieciséis días —el número predilecto de la directora—. Se presentan inconvenientes, y se aleja de su sueño. Impedimentos debido a las condiciones de la reserva —en especial adecuadas a esa temporada—. No obstante, él insiste. Es intransigente, quiere cumplirlo. Pero el recepcionista no puede más que adherirse a las políticas de la empresa. En esa lucha verbal, en su calma burocrática detrás del vidrio contra la vitalidad violenta del inflexible señor de traje, este último exige tener la puerta abierta a poder quedarse «otoño-invierno» si así lo desea. No solo está dispuesto a pagar cualquier suma requerida; está tan enamorado de esa ubicación que exige, indignado, adquirir enteramente la propiedad. Pero es una embestida vacía, y el escándalo hace necesaria la intervención de la guardia. Ella se acerca y le pide su retirada por comportamiento inadecuado. Por lo tanto, él no puede más que asumir la derrota.
Esta secuencia se desenvuelve no de modo ininterrumpido, sino en relación con otros arcos dramáticos del filme. Ese hombre busca la comodidad de un hogar, pero también una mujer llamada Luján, con su hija de mismo nombre, comparten fascinadas la presencia de un director de orquesta; o un músico de guitarra eléctrica navega las calles de Chile, pérdido. El montaje simultáneo de Seles alterna entre otras situaciones para volver y retomar este pleito. Su dramaturgia identifica sincronicidades, conexiones enérgicas, y encuentra ahí una pulsión que le permite sobrecargar las imágenes; continuar la emoción entre escenas. Estimula al espectador. La repetición, séase de palabras o gestos, colman de hostilidad sensible. Esa repetición, pues, ejerce de escalamiento; el absurdo incrementa, tensando el hilo hasta romperse. Y en esa tensión nos sumergimos más palpablemente con las riñas de sus personajes, más allá de cierta lógica de la educación cotidiana. Las conductas son histéricas, casi caprichosas y fuera de la reprochable aceptabilidad social, pero los sentimientos son innegables. En ese acto de pura expresión aparecen los personajes, y aparece ella. Concibe, así, un mundo que responde a sus deseos. Si la escena del hotel de the bewilderment of chile destila un atributo, esa estructuración por amplificación orienta los comportamientos por el compromiso innegable de los personajes y hacia ellos.
Me acuerdo, también, de Fire Supply. El sanjuanino intenta hospedar a su madre cerca de la zona. Así, ella puede verse con el dueño de la pista de patinaje donde él celebró su cumpleaños. Le dice a la recepcionista que no sabe si va a quedarse él también o solo su madre. Consulta si podría quedarse si lo ve necesario, pero la recepcionista le replica que tiene que saber cuánta gente se va a quedar. Él no lo sabe, quiere abrir la chance de poder estar con su madre en caso de que ocurra algo. Por un lado, el mundo del trabajo y sus mecanismos. Por el otro, la lucha por la libertad, por dejar entrar el azar a la vida diaria. Como ese hombre con su chaleco elegante, que quiere la puerta abierta a poder estar dieciséis días o una temporada; actuar primero, pensar después.
Pero, además de la histeria y los gritos, también veo melancolía. Finalmente, él no puede cumplir con lo que quiere, tal como el chico de la confitería que se propone ante un cliente en presencia de la pareja de este, o ese guitarrista eléctrico que lleva su instrumento en el estuche sin poder desempolvarlo y tocar unas cuerdas. Vuelven para caminar por la noche, sentarse en el bondi mientras los edificios pasan y ellos no se mueven; siempre con sus obsesiones, sus protecciones.
Y yo vuelvo a Avenida Corrientes, y vuelvo a esos libros de segunda mano.