Música, señuelo de muerte | 43° FCIU Soundtrack for a Coup d’Etat, de Johan Grimonprez

Durante la Segunda Guerra mundial, la música fue usada como un «anzuelo que captura las almas y las lleva a la muerte», afirma Quignard1 en El odio a la música, libro en el que explora la doble vertiente de lo musical: su potencia radica en la belleza hipnótica que despierta el espíritu, pero también en la posibilidad de ser usada como una de las formas más eficaces de ejercer la violencia, la domesticación y el sometimiento. La música puede suavizar lo cruel, anestesiar, volver tolerable lo insufrible y operar como camuflaje de las operaciones políticas para adormecer la sensibilidad de los cuerpos. 

En Soundtrack to a Coup d’Etat, Johan Grimonprez compone la danza frenética de la memoria y se sirve del dispositivo cinematográfico en todo su espesor para exponer, a través de una sucesión de imágenes furiosas, música y alaridos, el papel que tuvo la música, particularmente el jazz, durante la Guerra Fría y las operaciones de la CIA en África. En 1961, luego del golpe de estado en el Congo apoyado por la CIA y Bélgica, Lumumba —líder anticolonialista y primer ministro del Congo luego de la independencia de la colonización Belga— es asesinado. Todo esto ocurre mientras Louis Armstrong es enviado de gira a África como embajador del jazz. A su vez, Nina Simone también canta en Nigeria durante ese año y, anteriormente, en 1956, Dizzy Gillespie actúa en Siria, al mismo tiempo que se lleva a cabo la operación anticomunista que apoya un golpe de estado para establecer un nuevo gobierno. Sin embargo, la película no se centra en los casos individuales o en el discurso político de los músicos en oposición a la operación que estaban llevando a cabo sin ser del todo conscientes. Por el contrario, hace énfasis en lo que ocurre cuando un movimiento como el jazz, que en sus orígenes surgió como denuncia social, es usado como dispositivo de control para neutralizar, justamente, cualquier tipo de acción emancipatoria.

Soundtrack to a Coup d’Etat presenta la historia como un cuerpo que supura: no es algo estático, inerte, algo que ya está dado. Todavía sigue ahí, todavía sangra. Las imágenes de archivos componen una coreografía de huesos yuxtapuestos, exponen la muerte, la sangre y el terror a través de un trabajo arqueológico en donde se recupera en el sonido de una época lo silenciado por la música de la opresión. Pero no se trata de la banda sonora oficial, ni de la música que el poder proclama como propia. Por el contrario, se recuperan en el montaje los eslabones perdidos y se reconstruye el discurso mostrando cómo ese arte proclamado como liberador es, en realidad, un agente activo de opresión. Cómo opera a través de la manipulación mediática como un sonido que organiza el miedo, que silencia los cuerpos, que los vuelve dóciles. Las estructuras autoritarias como la ONU, Estados Unidos y Bélgica operaron a través de la música y generaron ruido para someter a la población africana a una terrible violencia que se perpetúa hasta el día de hoy. 

En la película se desmantela esta operación a través de una disonancia constante: mientras se muestran discursos pacifistas y declaraciones por los derechos humanos, las imágenes denuncian la hipocresía y la crueldad atroz a la que se está sometiendo a los pueblos. Esta contradicción es experimentada en la corporalidad del espectador. Se encuentran ahí la herida y el placer. El cuerpo se subyuga ante el ritmo musical mientras asiste a la masacre. 

Rescatar los registros de archivo e hilvanarlos con la musicalidad del jazz supone la aparición de una nueva sensibilidad: lo fragmentario y caótico convive con lo armonioso de lo melódico que, en ocasiones, se suspende o se intercambia por voces desgarradoras. Lo atroz explota en el corazón mismo de lo bello, produce un cortocircuito. El sonido se enlaza con las imágenes de una forma distorsionada que no sigue cronologías lineales: la historia se desordena y, en esta yuxtaposición sensorial, se provoca, como plantea Rancière2, un disenso: se alteran los «modos de presentación sensible y las formas de enunciación al cambiar los marcos, las escalas o los ritmos, al construir relaciones nuevas entre la apariencia y la realidad».

Hay dos momentos donde aparecen imágenes de publicidades de autos y de iPhone como una especie de recordatorio, de anclaje con el presente: el estilo de vida actual que llevamos solo es posible por la explotación y opresión de otros pueblos. En este sentido, las imágenes de archivo no son usadas de forma estática: vuelven como fantasmas al presente y desgarran la historia. El sonido de estas publicidades es atronador en comparación a la música envolvente del jazz, y la imagen corta con la estética fílmica. Las rupturas y engarces provocados con la edición buscan despertar los sentidos a través del montaje: se le exige al espectador hacer su propia reconstrucción. 

Soundtrack to a Coup d’Etat propone un gabinete político hecho con músicos y recoge imágenes de archivo de todo tipo: la violencia sistemática de los ejércitos, bombardeos, los músicos tocando, niños en la escuela recibiéndolos, elefantes siendo transportados. Esta vorágine, que se entrelaza con el jazz, no tiene como único efecto informar, sino afectar los cuerpos al desautomatizar la percepción. Interviene la historia desde los archivos y reconfigura lo establecido a través de la forma: existe una discordancia en el sonido envolvente y profundo del jazz que contrasta con las imágenes violentas, y en ese desajuste es donde se produce el extrañamiento. 

No hay un mensaje que decodificar ni una intención pedagógica: el cine se expone como acto político. Se constituye como una experiencia que disecciona los archivos y los reorganiza. Construye un discurso a través de la asociación y se deslinda de las cronologías o explicaciones. Altera el orden de lo sensible y plantea nuevas configuraciones para lo ya establecido. No busca representar la historia, sino hacerla convulsionar. Lo visual y lo sonoro se enlazan de forma tal que generan una ruptura y en ese surco se cuela un grito: el grito de la violencia, de los asesinatos, de lo que fue silenciado, de las máquinas de sumisión, de los genocidios, de los exterminios. La música que embellece y que hace gozar también es un medio de control. Como escribe Quignard, «oír y obedecer van unidos».


  1. Pascal Quignard. (2012). El odio a la música. El cuenco de plata. ↩︎
  2. Jacques Rancière. (2008). El espectador emancipado. Manantial. ↩︎