El idilio campero de ayer
Ante algunas inquietudes sobre el concepto de tradición, Jorge Luis Borges reflexiona sobre la problemática: la tradición no se restringe a replicar una simbología nacional determinada, sino que se expande a un axioma espacio-temporal universal. «Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental»1. No se trata de reproducir con mayor o menor exactitud esos elementos culturales considerados constituyentes de una identidad, sino en la libre voluntad de quienes se ocupen de forjarla2. Esta inferencia abre las posibilidades para que la tradición adquiera diversos acercamientos y amplíe aquellas simbologías nacionales en sus capacidades. Ergo, la tradición, más que una herencia inmutable, es una elección.
Como no podía ocurrir de otra manera, el film de Mariano Llinás Popular tradición de esta tierra abre con una discusión: él mismo, Laura Paredes y Pablo Dacal intercambian, entre varios ejes, si el cantor Ignacio Corsini hacía tango o canción popular criolla. Además de ser obra del porfiado carácter de Llinás, quien no da batalla por perdida, el debate responde a la génesis de las reflexiones de Borges: la imposibilidad de acordar una categorización infiere un repienso de la obra que la vuelve tradición. Es aún más ilustrativo cuando la discusión vira hacia las tendencias viriles del cancionero de Corsini; la tradición no termina con la existencia misma de sus creaciones, sino que se prolonga y se hace más fuerte en su cuestionamiento. Y esta noción se extiende, todavía más, con el hecho de que las herramientas para esa refundación son estrictamente cinematográficas: un extenso plano desde el asiento trasero de un auto en movimiento, en dirección delantera, por una carretera interminable. La tradición no se limita al idilio campero de ayer, y se presenta en el hoy como el persistente fantasma de aquel amorío. Así, la tradición también es lo desconocido.
Ya no cruza veloz el pampero
Hay un factor que se menciona en el film y alberga todas estas ideas: la primera canción que grabó Corsini fue Tristeza criolla, y la última Popular tradición de esta tierra. A nivel musical son la misma canción, pero con algunas variables: la primera tiene una cadencia veloz en comparación a la segunda, donde se prolongan el cantar y los acordes como un grito hacia el infinito. A su vez, en la primera predomina un lenguaje gauchesco casi en su totalidad, mientras que en las modificaciones de la segunda suprime algunas palabras características del habla campera para utilizar un vocabulario más popular. Borges aclaraba que la poesía argentina no debía tener, necesariamente, una abundancia de simbologías consideradas argentinas. Su ejemplo es pictórico: «…El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. / Ruiseñores / quieren decir que están enamorados»3. Este poema de Enrique Banchs, que utiliza palabras como «tejados» (en Buenos Aires no hay tejados sino azoteas) o «ruiseñores» (ave más de la literatura que de la realidad), no es menos argentino que otros por aludir a símbolos populares y ajenos. Incluso, tales imágenes reafirman la «reticencia argentina». Entonces, la reversión que hace Corsini para terminar su carrera con la misma melodía no es solo un gesto cíclico e inacabable. Parece también haberla recompuesto –quizás de forma deliberada– con la finalidad de forjar una tradición explícita. Es él, en su presente, mientras piensa en el pasado y mira hacia el horizonte.
No es azaroso, entonces, que Llinás tome el título de esa segunda composición para su película. Él y su comando, en su fascinación con Corsini, son conscientes de que, tanto como la canción, la película es tradición. Se puede divisar en un encuentro entre el director y Dacal, donde este último canta Popular tradición de esta tierra en un bar. Llinás, intransigente, lo acusa de cantarla con la letra equivocada, por lo que Dacal procede a relatar su historia. En la película, esto se recrea mediante una voz en off y una tosca coreografía en el medio del campo. Dacal está a pie, Llinás en vehículo. Más allá de la comicidad que ese encuentro exuda, es un cruce sintomático: el desconocimiento sobre la existencia de la reversión –que no es particular de Llinás, sino un misterio que envuelve a Corsini y parece alcanzar nuevos descubrimientos a partir del film– devela sus intenciones, y la recreación lo inmortaliza, lo convierte en cine y en tradición. Luego, vuelven juntos a la carretera para seguir su camino, extenso como la última entonación del cantor.
Recordando el perdido querer
Llinás es enfático: la película no trata, ni va a tratar, sobre la delicada situación del cine argentino, ni del descuidado desinterés por sus políticas públicas, ni de cualquier infame y mendaz periplo del gobierno de Javier Milei. Lo vuelve a repetir, generando cierta desconfianza de su anterior palabra. Para colmo, se hace un espacio para llamar al mandatario, entre otras descripciones razonables, «bruto», «inepto» y, con mayor acentuación, «tirano». Más allá de estas inclusiones, que parecen ser suficientes para hacer un señalamiento sin perder el rumbo, no hay más mención vociferada, aunque sí alguna imagen –como aquella del único cine de la localidad de Trenque Lauquen con el viejo logo del INCAA–. La justificación se da por el disenso de uno de sus colegas (Gabriel Chwojnik), que exclama que ese lenguaje derogatorio es una falta de respeto a la investidura presidencial, como si el merecimiento de tal respeto fuera una tradición perdida. Pero las tradiciones no se pierden, mas se resignifican. Y bajo este concepto, se presenta la intencionada contradicción: la negativa explícita es un gesto político convencido de sus valores que vuelve a la película en una defensa del cine argentino contra la voluntad mileista. Entonces, la incorporación engañosa del pasaje deviene en la forma de transferencia más significativa de la tradición: el lenguaje y sus posibles variaciones.
La aparición más palpable de esta noción es cuando el grupo canta Tristeza criolla, y se detienen cada vez que aparece un vocablo del glosario gauchesco que creen que su explicación es necesaria. Mientras Llinás lee las acepciones de cada palabra, vemos imágenes que las representan: «rancho», «zorzal», «pampero», «ombú», entre otras. En cada descripción se detiene la música –con incursiones ajenas a los símbolos camperos, como la guitarra eléctrica–, únicas veces que ocurre durante toda la película, y así prevalece un lenguaje: el cinematográfico. Como afirmaba Borges, el uso del lenguaje gauchesco no era el único requisito para hacer literatura tradicional, y aquí se encuentra una puerta: el lenguaje sigue siendo el gauchesco, pero es proyectado en la pantalla. Las costumbres son convertidas en imágenes en movimiento con el aura frondosa, y la cadencia campera que cada significante emana. Quizás este sea el valor más relevante del film, y su lúcida manera de hacer tradición. Porque si la tradición es un espejo que refleja lo que queremos que las cosas sean y sigan siendo, qué mejor espejo que el propio cine.
- Jorge Luis Borges (1953). El escritor argentino y la tradición. Revista Cursos y conferencias, N°250-252. ↩︎
- «Escritores» según Borges, pero creo oportuno que, así como el término de «lector» de Umberto Eco puede expandirse a cualquier modalidad de recepción, aquí aplica a cualquier obrador que en su rutina se ocupe de trabajar los cultivos de su propia tradición. ↩︎
- Enrique Banchs (1911). La urna. Otero Impresores. ↩︎