Juguetes de pobres | 43° FCIU Perros, de Gerardo Minutti

Después del éxito de Parásitos (2019), se estrenaron un sinfín de películas que abordan la división de clases desde una especie de misticismo alrededor de la riqueza y aquellos que la poseen; pero no tienen el mismo impacto ni dicen nada que valga la pena escuchar. Las imágenes de la riqueza son un fetiche eterno del cine: desde esos absurdos aristócratas de Las reglas del juego (1939) o los burgueses de Teorema (1968), hasta la fantasía de ascenso social en El talentoso Sr. Ripley (1999). Se manifiesta una obsesión con desentrañar el misterio de la burguesía o, al menos, con sumergirnos en su mundo. Iteraciones recientes — El menú (2022), El triángulo de la tristeza (2022), y Saltburn (2023), por mencionar algunas — se jactan de una conciencia de clase que no poseen. Sus méritos no exceden señalar que, efectivamente, existe esa división de clases, y burlarse de la figura del rico. Perros (2025) es un ejemplo más. 

Los Saldaña, una familia de clase trabajadora, se comprometen a cuidar al perro de los Pernas, sus vecinos pudientes, mientras estos están de vacaciones. Lo que empieza como un acuerdo inocente se transforma en una obsesión: los Saldaña comienzan a pasearse por la casa de sus vecinos. Maravillados por sus lujos, toman prestadas sus cosas y duermen en su cama. En un desliz, el padre de familia (Néstor Guzzini) deja suelto al perro que quedó bajo su cuidado. Este se escapa, y la familia lo busca por todas partes sin éxito. Finalmente, Guzzini lo encuentra ensangrentado e inmóvil, pero decide ocultarlo a su familia. Cuando sus vecinos vuelven, pronto descubren indicios de que alguien ha estado en su hogar, y se desencadena un conflicto entre ambos padres de familia. El patriarca de los Pernas (Marcelo Subiotto), enfurecido y convencido de que su vecino asesinó a su mascota, toma venganza envenenando al perro de los Saldaña. Los hombres discuten varias veces, se insultan y se amenazan, pero no sucede mucho más. Al final de la película, el conflicto no alcanza una resolución concreta, y una paz enclenque vuelve a cernirse sobre el barrio.

El problema del film es, en principio, que no tiene demasiado claro qué quiere ser: una tensa exploración sobre el conflicto de clases o una comedia negra. Y aunque podría ser ambas cosas, esa confusión de identidad nos deja con un montón de gestos incompletos, vacíos, sin mayor impacto para el espectador. Los intentos de humor se sienten fuera de lugar, y la tensión que se gesta a raíz de la muerte del perro se desvanece de forma anticlimática, sin más parafernalia. Nos quedamos con un acto de crueldad animal (el envenenamiento del perro de los Saldaña) que a todas luces parece desmedido, procedido por un montón de escenas donde Néstor Guzzini y Marcelo Subiotto se enojan, se insultan, pero no mucho más. 

A causa de esa identidad incierta del film, resulta difícil creer en sus personajes, sus acciones y las decisiones que toman. Cuesta entender si son personas reales o caricaturas. Si su comportamiento, a menudo irracional, responde a un código menos realista y más bien satírico o, simplemente, a un guión muy pobre. Quizás el mejor ejemplo es el mecánico del barrio –interpretado por Roberto Suárez–, un personaje maquiavélico que se divierte fomentando conflictos entre sus vecinos sin demasiado beneficio propio, y oscila entre ser muy malvado y muy ridículo. Por otro lado, los Saldaña son, a priori, una familia normal, pero sus escapadas a la casa de los Pernas parecen responder a un capricho del guión. Es evidente para el espectador que esto solo puede terminar mal, y creo que debería ser igual de evidente para ellos. 

La casa se vuelve un símbolo de una vida inalcanzable e idílica, impresa en las paredes de un hogar que se vuelve una suerte de patio de juegos. No obstante, no tiene el impacto que debería. El film no sabe cómo transmitir la convicción de los Saldaña por el magnetismo de la casa. Si es ella, ese místico símbolo, la que los conduce a descartar toda prudencia y sentido común, entonces algo falla: quizás sea la dirección de arte o la locación elegida, pero sobre todo no existe mayor preocupación por filmar esos espacios de una manera que, realmente, les conceda esa sensación cuasi mágica. Incluso los primeros recorridos por la casa suceden por la noche y a oscuras; quizás los personajes están descubriendo algo fantástico, pero el espectador apenas puede verlo. Tampoco se explora demasiado el espacio íntimo de los Saldaña, y su propia casa termina siendo irrelevante. ¿Por qué no detenernos en mayor detalle en las minucias de habitar un hogar, de hacerlo propio, para luego resignificar esa exploración del hogar ajeno? Al final, la situación planteada se vuelve infantilizante: el pobre, maravillado, imprudente, juega con los juguetes del rico, ya sea una bañera o una crema de manos.

La película carece de la sutileza necesaria para hacerse cargo de las dinámicas que tanto le preocupan. Muchos diálogos enfatizan la diferencia entre los estilos de vida de las dos familias: los Saldaña se lamentan por sus deudas y se asombran con el dinero que haría falta para tener una casa como la de sus vecinos. Pero nada se muestra; todo se verbaliza. Ni siquiera tenemos la sensación de que sea un resentimiento reforzado con años de convivencia. Es como si estos personajes descubrieran su propia realidad por primera vez. Es difícil creer que tantas de las conversaciones de esta familia se centren en el poco dinero que tienen ellos, y en todo el dinero que tienen sus vecinos. Aunque es obvio que los Saldaña no son pudientes, tampoco emergen demasiadas manifestaciones concretas que ilustren y den vida a esa carencia. Una excepción notable aparece en un pequeño detalle: las tablas de cocina de las respectivas familias, una nueva, casi sin uso, la otra llena de marcas de cuchillo. El film apenas se detiene en esto, y así llama la atención sobre el choque entre estos dos mundos desde un lugar mucho más sutil. Reforzar esos detalles, desde la dirección del arte pero también la fotografía y el montaje, más que insistir con esos diálogos expositivos, hubiera enriquecido la película. 

Cuando el conflicto entre los dos padres pasa al frente, el film se vuelve una suerte de batalla de egos masculinos que ya no tiene demasiado que ver con la tensión de clases. Si la intención era denunciar la naturaleza destructiva y tóxica de ciertos comportamientos hipermasculinos, ¿por qué no dar más autonomía a las mujeres de las familias? Marta (María Elena Pérez), la madre de familia de los Saldaña, hace frente a su marido en varias ocasiones, pero una vez que la película se cierra en ese enfrentamiento patriarcal, se desvanece. Su opinión, sus deseos y sentimientos ante el conflicto con sus vecinos, son invisibles. No se le permite efectuar ningún cambio ni poner al frente soluciones; se la reduce a una mano en el hombro, una voz apaciguadora. Así, Perros no solo fracasa en reivindicar al trabajador, sino que falla concretamente a la mujer trabajadora: la empequeñece, minimiza su esfuerzo y da por sentado su trabajo emocional y doméstico.

Las transgresiones contra los Pernas no se sienten reivindicativas. Es innegable que hay un placer catártico en defenestrar la riqueza y ridiculizar al burgués, pero Perros no construye esa catarsis. No logra ponernos en contra de los Pernas, ni nos ofrece mucho para conectar emocionalmente con los Saldaña. Tampoco hacía falta ningún espectáculo de su miseria, pero sí era posible humanizarlos, representar con más color y a mayor detalle su vida; sus problemas financieros pero también sus hábitos diarios, su forma de relacionarse, su vínculo con su propio espacio doméstico. Al final, no podemos evitar comprender e incluso compartir, en cierta medida, la indignación de los Pernas. Algo similar sucede, aunque de forma más radical, en Saltburn, que toma de inspiración a Teorema y El Talentoso Sr. Ripley. Los ricos son un poco excéntricos, pero no son villanos, ni sentimos que merezcan todo lo que les sucede. Claro que en Perros las faltas que deben soportar los Pernas son mucho menores, pero la sensación es la misma: el pobre no es reivindicado, y los intentos de satirizar al rico y despojarlo de su poder se quedan cortos.