Llevar sombrero de cowboy | 43° FCIU COMBO15, de Raúl Perrone

Un brazo masculino amaga con rodear un vientre femenino mientras están recostados contra la pared en un suelo gastado. Sol Zurita y Francisco Epifani prestan sus cuerpos a estos pibes innombrados. Él pregunta: «¿qué harías si tuvieras un montón de guita?» El silencio de su mirada delata distante dicha posibilidad. No imaginaba otro mundo como suyo. Ante tantos estragos cotidianos, nunca contempló lo que haría con poder adquisitivo. Nunca pudo detenerse al bailar de las estrellas para soñar realmente qué quiere. La insistencia del chico deriva en respuesta, y ella admite que un montón de guita le daría un juego de llaves que abriría la puerta de su nuevo hogar acompañada de varios felinos adoptados. Una casa chica y algún colchón. ¿Por qué una casa? ¿por qué chica? 

Tal especulación entrevé la voluntad tras ese sueño humilde: con techo propio no tendría que cobijarse más con el colchón de la dura y fría vereda. Con techo propio no tendría que acostarse en algún banco roto. Con techo propio estaría protegida. ¿Esa pregunta viene con una propuesta? Así puede ser cuando él le pide un favor. Ella responde deslizando su dulce dedo por el torso de él buscando su entrepierna, ya que proyecta el favor como sexual. Pero quiere, en verdad, que vaya a buscar una mochila. Una mochila que esconde algo que, a pesar de ser ilícito, abre puertas a otras puertas. 

Más que nada, lo que precede a esa propuesta —querer certeza de dónde dormir cuando baja el sol— contesta el deambular de la chica patinando en medio de la calle. Aparece la pregunta de qué le depara, como aquellos dos chicos rendidos a su deseo, cuando el insoportable cansancio hace inminente el reposo. Día y noche ella se pierde andando en sus patines, día y noche ella se acerca con sus patines para vender sus fanzines; apenas una madre esperando bondi en la parada le hace caso. Vuelve a la mesa en el fondo de un restaurante con tazas vacías de café. Sigue con los fanzines que imprimió antes de irse. ¿Pero qué lugar tiene para dormir?

A pesar de que el film ordena su narrativa a través de la mundanidad1, no hay plano donde ninguno de los tres principales repose la cabeza, se acomode y cierre los ojos. Pero, desde esa sustracción, Perrone duda: ¿para qué regocijarse en ese instante que da tanta vergüenza a los personajes? ¿por qué fijarse en lo que es un problema más que un descanso? Desplazar del plano lo que consume parte de nuestro día dispone la ética de su estilo y volverlo fuera de campo es una decisión contundente pero a su vez discreta. Ante la miseria, Perrone espiga placeres ínfimos a través del movimiento del conurbano. 

Así, dos pibes entran a plena luz del día a una tienda de música con guitarras eléctricas de todas las marcas. Uno de ellos da la vuelta para mostrarle al vendedor el estampado de su campera de jean: una acústica bajo el nombre «Sandro». No tiene de esas, pero la colección del vendedor incluye una que habría embelesado al mismísimo Sandro. Va, recoge la predilecta agarrando su mástil y la enchufa a un parlante para probarla ante potenciales clientes. Esos pibes no podrían costear tal instrumento, pero se permiten imaginar como si aguardaran a un recital en el Luna Park, y sueñan con acariciar esas cuerdas eléctricas. 

Esa misma caricia resuena cuando los dedos de la chica con patines caen por su propio rostro, pasando suavemente por las mejillas para teñirse patillas y pretenderse Elvis Presley. Tiene el tupé, tiene la campera de cuero y así se disparan sus patines por las calles hasta robarle un beso a otra mujer. Con otra técnica reproduce ese mismo juego anterior en el film: ponerse patillas postizas para encarnar a quien no pudo evitar enamorarse de ti. Me recuerda a los imitadores de eminencias de la cultura popular en Mister Lonely (2007), la película de Harmony Korine. Ahí, los desamparados se reúnen —desde un Charles Chaplin más encorvado hasta una Marilyn Monroe con menos brillo en los ojos— y crean colectivamente la fantasía de volverse estrellas. En COMBO15 tal apropiación difiere por relocalización: querer ser Michael Jackson en el viejo continente, con sus estragos pero también sus alcances, no es lo mismo que soñar a ser Elvis Presley en el conurbano bonaerense. 

Es un proceso de traducción que, más que perderse, se resignifica. Por eso, tres maniquíes sin rostro, tres moldes esperando a volverse identidades, reposan solitarios. Un pibe sueña con el sombrero de cowboy, y ese mismo después baila pataleando con largas botas de cuero. Esa apropiación diluye la singularidad cultural del vaquero bajo el colonialismo estadounidense, con todas sus metáforas y arquetipos, para volverse el sueño de crear un mundo. «Si yo acá en esta pared pongo a una pareja hablando en francés y lo filmo, ¿vos me vas a discutir que no estoy en Francia?»2 ¿No puede aparecer John Wayne en Ituzaingó? Pero Jonathan Rodríguez, el actor del sombrero, no es John Wayne. En ese límite entre civilización y barbarie, el western (modelo narrativo y aspiracional) historiza desde el mito y, por otro lado, los desterrados de COMBO15 se pierden. Atraviesan los túneles del subte y pasan por sus infinitas paredes hasta salir a la luz. Las luces y sus ráfagas de color que, como en otros films monocromáticos de Raúl Perrone —tal Sean eternxs (2022) o PR1NC3S4 (2021)—, encarnan aquello que aparece radiante por el otro lado de la vidriera de la tienda. 

Todo tintinea con su sucia luz verde desde otro mundo, con esa mirada que nos espera y promete. Esas nubes que observan la cruzada moral de estos pibes. En Labios de churrasco (1994) ya aparecía el choque de lo eterno y lo terrenal que desestabilizaba la realidad concreta de esos personajes, sangrando por sus circunstancias, que llegan a un callejón sin salida. Lo único que le pedían a Diosito es tener un buen día y, del mismo modo, los pibes de COMBO15 también caminan en medio de la calle sabiendo que no pueden mirar hacia atrás. La mujer deambula con sus patines, como solloza la canción de cierre, tal niña buscando momentos felices. Lo único a sus espaldas es un cuerpo de ojos cerrados. Pero si ellos aspiran a la capital, el ojo de la cámara igual se compromete con Ituzaingó. Así, la disyunción conjuga lo sagrado y lo sórdido. El soliloquio del envejecido sobre la palabra del señor —a no confundirse con la palabra del hombre— contra la breve felación en el auto de un desconocido. Perrone crea un espacio suspendido de la Historia que se desvanece al fallecer sin futuro, vuelto solo presente y presencia. Pero otro fin del mundo es posible y nos llama. 


  1. Me interesa también hablar de narrativa. Perrone recientemente evade y obstruye la anécdota por fuera de la asociación iconográfica —en especial sus fantasías históricas, como S4D3 o SINFON14—, pero, en línea con Sean eternxs, lo anecdótico emerge de COMBO15 y establece un claro punto de partida con dejes de linealidad para perderse en ese estilo de sensaciones fugaces en Ituzaingó. ↩︎
  2.  Malandro, L. y Saucedo, D.D. (2021) Raúl Perrone: “el poder de crear mundos me fascina”. Revista Film. ↩︎