La única posibilidad de huida  Ensayo sobre la adultización de las emociones y sus posibilidades de fuga

«El monstruo de colores no sabe qué le pasa. Se ha hecho un lío con las emociones y ahora toca deshacer el embrollo. ¿Será capaz de poner en orden la alegría, la tristeza, la rabia, el miedo y la calma?» se lee en la contratapa del libro El monstruo de los colores1 que, publicado en 2012, presenta como argumento, junto con ilustraciones, a un monstruo que está «confundido» y no sabe qué hacer con su angustia. Mientras se lo muestra «entreverado» lleno de colores mezclados, aparece una figura gris, una niña, que le dice que las emociones así, «todas revueltas, no funcionan». La misma niña lo ayuda a ordenarlas, una a una, dándoles un sentido unívoco. Así, el azul es la tristeza: «cuando estás triste, te ves azul». El rojo, el enojo. El miedo, negro: «es cobarde y huye como un ladrón». 

Bajo la promesa del alivio y la reducción sintomática, y alentado por la premisa de que hay que decirlo todo, este libro se presenta como un caballito de batalla para las escuelas, los maestros y los psicólogos. Como un instrumento que ofrece «calma» y «claridad» a lo aparentemente caótico, a lo informe, a lo que no tiene nombre. Aliadas al discurso empresarial, las emociones deben ser «gestionadas», «tramitadas»: no solo se pueden identificar, sino que también tienen que ordenarse, y se les enseña a los niños dónde van. Se les dice qué color debe tener su alegría y cómo es el enojo.  

Las escuelas mandan a los niños al psicólogo porque no saben «manejar su frustración» ni «controlar sus emociones». Los padres repiten esto sin entender qué quiere decir. ¿Que llora cuando algo no le gusta?, ¿que grita si se siente mal? Bajo esta etiqueta suelen agruparse casi todas las respuestas de los niños que no entran dentro del repertorio de conductas que los adultos esperan y, como no saben qué hacer con eso, invocan al monstruo. Entonces aparecen estos libros que adormecen, que domestican, que transforman cualquier posibilidad de sentir en algo que tiene que ser identificado y expresado y, como se repite constantemente, «puesto en palabras». Pretender que los niños identifiquen sus emociones, las clasifiquen con colores y las ordenen supone que lo que sienten debe ser traducible al lenguaje adulto: los niños tienen que poder «poner en palabras lo que les pasa», tienen que «aprender a expresar sus emociones»; lo que no hace otra cosa que desactivar la potencia destructiva-creativa que tiene su decir. 

Sin embargo, al tratar con niños, no nos encontramos solo con el juego, la risa y la ternura —que parecerían ser los pilares sobre los que se erige la idea de infancia de la que hablan las disciplinas psi y los derechos humanos—. Nos encontramos con una lucidez y una mordacidad que la mayoría de los adultos hemos perdido. Con una mirada del mundo agudizada, cargada de humor y, muchas veces, cruel. Con voces y cuerpos que dicen no ante la opresión, que dicen no ante la violencia ejercida por las instituciones creadas y manejadas por los adultos, que dicen no cuando ya no soportan más.  Esta mirada sobre la infancia es la que muestran Leonardo Favio y Carlos Saura en sus películas Crónica de un niño solo y Cría cuervos,  respectivamente. 

¿Qué pasa cuando le asignamos un nombre y un color a los afectos del cuerpo? Existe la idea de que decir tranquiliza, alivia. El psicoanálisis postula la cura a través de la palabra. Pero la psicologización del mundo ha causado mucho daño: ¿qué es lo que se pretende curar y de qué palabra hablamos cuando el decir es impuesto?  El miedo puede ser negro, sí, como en El monstruo de los colores, pero también puede ser un «miedo lápiz», un «miedo mermelada», un «miedo dieciocho» o un «miedo amarillo»; como expresa un poema de la poeta uruguaya Cristina Carneiro2, donde evoca en los versos imágenes variadas y asociaciones inesperadas que orbitan en torno al miedo. Estas imágenes operan en dirección opuesta al libro del monstruo porque provocan en el lector un efecto de extrañamiento: el miedo se metamorfosea en lo impensado y se develan, así, nuevos niveles de sentido 

En la película Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio, hay una escena en la que se muestra fuera de campo una violación de un grupo de niños hacia otro niño. Favio hace que sus personajes no digan y, además, decide no mostrar y dejarnos únicamente con un grito descarnado. Lo peor ocurre fuera de campo. ¿Qué nombre le ponemos a eso que no se ve?, ¿Hay forma de «poner en palabras» la violencia inscripta en el cuerpo? ¿De qué color, en qué botella? El niño de la película, Piolín, se escapa de todos lados, huye, pero no es una huida cobarde, como la huida de la que habla El monstruo de los colores. Es una huida que pone en acto la potencia del dolor. Expresa un dolor no asimilado por el mundo adulto. Un dolor que no se reconvierte en discurso comprensible. Ante la imposición, el niño encuentra fugas. Y esas fugas las encuentra, precisamente, porque las instituciones no pueden fagocitar su decir. 

A través de la imagen, Favio le da palabra a lo que se quiere callar bajo el imperativo de «gestionar las emociones». En la película, Piolín está siempre haciendo: las imágenes del miedo y el enojo en su cuerpo son múltiples, como en el poema de Carneiro, y lo impulsan hacia el movimiento, no hacia el decir adulto. En este sentido, Favio pone la cámara al servicio de ese movimiento: desarticula el orden, persigue al niño, muestra la opresión de todos los entornos en los que el niño se mueve. 

En Cría cuervos, de Carlos Saura, pasado, presente y futuro se funden. Las palabras dichas por una madre ya muerta al comienzo de la película son: «No entiendo cómo hay personas que dicen que la infancia es la época más feliz de su vida. En todo caso, para mí no lo fue, y quizás por eso no creo en el paraíso infantil, ni en la inocencia, ni en la bondad natural de los niños. Yo recuerdo mi infancia como un período largo, interminable, triste, donde el miedo lo llenaba todo. Miedo a lo desconocido. Hay cosas que no puedo olvidar. Parece mentira que haya recuerdos que tengan tanta, tanta fuerza», dice María. Esta madre aparece y desaparece en la vida de Ana, su hija, quien la invoca a través de la imaginación. 

Saura afirma en una entrevista3: «hay algo que yo creo sinceramente y es que nosotros no entendemos a los niños, ¿no? Por mucho que queramos. Tratamos de ser amigos de ellos, tratamos de comprenderlos. Pero no nos damos cuenta de que un niño tiene un mundo que no tiene nada que ver con el nuestro.» Y trabaja sobre esta idea a lo largo de toda la película. Para acercarse al dolor de Ana por la muerte de su madre, el autoritarismo de su padre y las imposiciones de su tía, Saura elige la imaginación como línea de fuga: Ana imagina que su madre aparece, Ana imagina que controla la muerte. Cuando Ana dice, es para decir: «quiero que te mueras, quiero que te mueras». O hace: intenta matar con un polvo blanco, bicarbonato de sodio, a su tía. Agarra un revólver cargado. Se disfraza y se conmueve con la canción Por qué te vas. 

En El origen4, el escritor austríaco Thomas Bernhard relata su infancia y la aborrece. Encerrado en un instituto bajo las atrocidades cometidas durante la Segunda Guerra Mundial, es asfixiado y sometido al autoritarismo y la desidia del mundo adulto en su mayor crudeza. Relata que, cada vez que algún pariente se acerca, lo único que hace es demostrar la incomprensión y humillación: «instintivamente no creía en la utilidad de esas visitas a parientes, y de qué hubiera servido contarles a esos parientes, que como hoy veo y no solo siento instintivamente como entonces, están totalmente encerrados en la industria que, día tras día, elabora su embrutecimiento, contarles a esos parientes mis penas, hubiera tropezado nada más con una incomprensión total, lo mismo que también hoy, si fuera a verlos, tropezaría solo con su incomprensión». 

En este mundo aniquilado, Bernhard encuentra en la música y, en particular, en el violín, una línea de fuga: «esa música era para él realmente un medio de aislarse todos los días, después de la comida, de los otros internos y de todo el mecanismo del internado, y de poder dedicarse a sí mismo (…) Esa hora de ejercicios de violín en la habitación de los zapatos casi totalmente oscura, en la que los zapatos de los alumnos, puestos en filas hasta el techo, espesaban cada vez más su olor a cuero y a sudor encerrado en la habitación de los zapatos, era para él la única posibilidad de huida». En la habitación del violín, el niño meditaba sobre el suicidio, y esa era su forma de escape. 

Favio, Saura y Bernhard trabajan sobre las posibilidades de huida de los niños, sobre la ridícula posición del mundo adulto que no puede con la rabia, la ira y la tristeza que él mismo genera y, entonces, quiere «ordenar» y «hacer funcionar» lo entreverado, que no es otra cosa que lo que molesta y se vuelve contra sí mismo. Cuando se habla de volver a la infancia se idealiza el juego, la inocencia, la ternura. Pero estas visiones la plantean como un tiempo de lucha, de resistencia. Se le impone a los niños una palabra que viene de afuera, que responde a otras lógicas, que está atravesada por la idea de que decir las cosas de una «buena manera» es la forma en la que hay que decirlas, porque las cosas, así entreveradas «no funcionan». 

El decir del niño desarticula el discurso rígido y establecido del adulto, que reproduce las estructuras institucionales en las que se inscribe, entonces hay que callarlo. Se excluye, así, la violencia como respuesta ante la asfixia y se intenta neutralizar el enojo. No hay que pegar, no hay que romper. Hay que hablar. Pero se les exige que hablen con adultos que no los entienden o, incluso, que hablen, que «se comuniquen» entre ellos con palabras que les resultan ajenas.

Saura y Favio muestran la infancia como potencia y como dolor. No pretenden aliviarla ni vestirla de rosas. La muestran en su crudeza, pero también en su capacidad destructiva y liberadora. Asumen que hay algo del mundo de los niños que los adultos nunca vamos a entender y les devuelven a ellos la posibilidad de acción. Escuchan su palabra, aunque no la entiendan. La muestran, la multiplican. Ensanchan su sentido. No como el monstruo. No como la escuela. No como la psicología.


  1. Llenas, A. (2012). El monstruo de los colores. Flamboyant. ↩︎
  2. Zafarrancho solo es el título del libro de Cristina Carneiro. Fue publicado en 1967 y reeditado por Yagurú en 2008. ↩︎
  3.  Entrevista a Carlos Saura. (2023). Conversaciones con la Fundación Juan March. ↩︎
  4.  Bernhard, T. (2023). Relatos autobiográficos. Anagrama. ↩︎