Un árbol sakura está en primer plano. La cámara hace un leve movimiento hacia abajo y nos mete de lleno en una celebración popular, donde un grupo baila alegremente al ritmo del tambor mientras sostienen ramas cargadas de pomposas flores. Se está llevando a cabo el Hanami, una fiesta tradicional japonesa que celebra el florecimiento del cerezo. En medio del bullicio, la cámara se desliza hacia una figura de espaldas: Zatoichi da un masaje a un gran señor feudal. De pronto, el color de la imagen se invierte y la música se desvanece, dando paso a una melodía ominosa. Este gesto cromático basta para extrañar el mundo, volverlo sombrío. Zatoichi recibe —de espaldas— las letras sobreimpresas con el título de la película: The Tale of Zatoichi (1962)
Así se nos presenta por primera vez. No parece, ciertamente, la entrada típica de un héroe. No es casual. Lo que Kenji Misumi construye en esta primera entrega, que luego refina junto con otros directores a lo largo de la saga, es un cine de acción que evita glorificar la espada. Porque Zatoichi es, en última instancia, un héroe trágico, no un vengador de la justicia, sino alguien empujado contra su voluntad hacia un destino de violencia impostergable.
Como toda saga prolongada1, tarde o temprano termina por entrar en una fase de autoconciencia. Aquella idea fundacional de construir un héroe humano, sin banalizar la violencia, queda sepultada bajo el peso de la necesidad de entretener, de ofrecer narrativas atrapantes y enfrentamientos de espadas espectaculares.
Con cada iteración la autorreflexión se vuelve más evidente. En Zatoichi and the Chest of Gold (1964), por ejemplo, el héroe comienza a liberarse poco a poco de la amnesia obligatoria que condena a los protagonistas de largas franquicias. El personaje y la franquicia se siguen reseteando, pero quedan en un residuo. Zatoichi parece cada vez más consciente del ciclo que lo aprisiona; desesperado ante la repetición de los mismos gestos (matar, salvar, seguir caminando) se vuelve un Sísifo con katana, condenado a cargar su destino y a repetirlo con plena conciencia de su futilidad.
Esta autorreflexión alcanza un punto interesante a partir de Zatoichi’s Vengeance (1966). De aquí en adelante, la fama del personaje se incorpora a la propia trama de la saga. Como en la segunda parte del Quijote, la notoriedad del protagonista lo precede. Así como los personajes que enfrentan al hidalgo Alonso Quijano en la segunda parte de la novela, sabiendo de él por haber leído la primera, los rivales de Zatoichi parecen haber visto sus anteriores películas y buscan derrotarlo. Quieren adquirir la fama de ser quien venció al célebre espadachín ciego de Japón. No lo enfrentan solo como adversarios, sino como protagonistas con la voluntad de reescribir el mito a su favor. Este mito, entonces, se vuelve autorreferencial, se pliega sobre sí mismo.
En esta misma progresión hacia la autoconsciencia, el cansancio de la saga y del personaje ante su rol se vuelven clave. Zatoichi’s Vengeance es, en gran parte, una negativa del samurái —y de la narrativa— al hacer lo que exigen tanto el público como el género. Incluso Zatoichi constata que su espada, de tanto uso, se ha roto. Su inevitable regreso a la acción no es un triunfo, sino una fatalidad: la del cine industrial, que exigía dos o tres entregas por año, y la del personaje, que no puede escapar del deseo del espectador. En Samaritan Zatoichi (1968) el personaje confiesa con resignación: «la vida se vuelve oscura cuando mato a alguien que no lo merecía. Pero mi vida ha estado signada por la oscuridad desde mi nacimiento».

Ya entrados los años 70, la saga parece ensayar una huida y redobla la apuesta: si Zatoichi no puede escapar de la violencia, entonces se hundirá en ella. En Zatoichi in Desperation (1972), la única película dirigida por Shintarō Katsu (el propio actor que lo encarna), todo se vuelve más turbio, más extremo. La aparición de un personaje que convive con una enfermedad mental, una figura estereotipada retratada con una crudeza que roza lo grindhouse, marca uno de los momentos más incómodos y radicales de toda la serie. Ya no se puede ir más allá sin romper el arquetipo.
La autorreferencialidad no encarna sólo la crudeza de Zatoichi in Desperation. También está el experimento estético de Zatoichi Goes to the Fire Festival (1970). La violencia se vuelve casi pulp. La masacre en la casa de baños, o el duelo final entre las llamas, además de una belleza plástica hipnótica, poseen una ironía subyacente que las vacía de tragedia. La violencia se embellece, se vuelve espectáculo, y con eso pierde filo; cae en la glorificación de la espada que, hasta ese momento, había evitado. La saga comienza a deslizarse hacia el exceso. Como si el mito, fatigado, ya solo pudiera sostenerse en la hipérbole. Pero, incluso en estas películas más experimentales, se vuelve en última instancia a su cauce: Zatoichi rescata a alguien, se enamora, derrota a sus enemigos y debe seguir su errante camino. La repetición es la fuerza que mantiene el péndulo en movimiento. Permite a la saga ir más lejos, pero también la obliga a volver.
Pero detengámonos un poco en la idea de repetición. En muchas culturas tradicionales la repetición no es desgaste sino renovación. Repetir un acto primordial —una batalla, una travesía, un gesto heroico— no es reiterar sino actualizar su sentido arquetípico, volver a conectar con un tiempo sagrado2. Zatoichi, entonces, no sería solo un personaje de ficción condenado a reciclar su trama. Es un oficiante involuntario de un mito renovado con cada entrega. Su ceguera, incluso, podría pensarse como parte del arquetipo. A Tiresias, los dioses lo dejaron ciego para concederle otra visión: le velaron el mundo visible y le abrieron el acceso al invisible. Fue el profeta y oráculo más célebre de Grecia. Zatoichi, samurái ciego, ve más que todos los que lo rodean. Percibe cada movimiento de sus adversarios con una sensibilidad que trasciende lo visual. No necesita ver para intuir la decadencia de su propio mundo. Zatoichi no ve el presente, entonces, sino algo más profundo: una visión de lo eterno. En este tipo de películas, cuando las tramas comienzan a reciclarse casi idénticamente, uno se libra de la exigencia narrativa y se puede fijar en otras cosas. Desembarazado del argumento, la atención vaga libremente por el mundo diegético de la película. La repetición, entonces, se vuelve parte de la experiencia estética. Supongo que puede ser algo parecido al placer que los niños encuentran al ver una y otra vez la misma película: un retorno al lugar seguro, al paraíso perdido.
Sin embargo, ¿es realmente posible repetir? Heráclito ya nos advirtió: el intento de repetición crea inevitablemente algo nuevo. Las condiciones particulares que dieron origen a un evento, a una obra, son irreproducibles. La repetición es siempre una forma de variación, consciente o no. El maestro Yasujirō Ozu bien lo supo: repitió varias veces la misma historia, con los mismos actores, interpretando personajes casi idénticos. Pero, cada película es distinta. En lugar de inflar, Ozu destila la fórmula, la purifica. Quizás ese sea el destino del héroe arquetípico: caminar entre la repetición ritual y la diferencia inevitable, entre el eterno illo tempore y el indetenible tiempo profano. Zatoichi vuelve, siempre vuelve. Y tal vez en esa fidelidad a su gesto, a su errancia, a su destino trágico, reside algo que hemos perdido. Hoy parecería que, debido a cómo ha cambiado nuestra relación con la repetición, nos hemos vuelto fundamentalistas de la novedad, como si fuera un concepto antagónico a la repetición. No obstante, nadamos en un océano espeso de remakes, spin-offs y secuelas. Lo que antes era una repetición ritual e inocente, hoy es reproducción hipertrofiada. Más que repetir, el cine industrial infla. La repetición ya no se experimenta como retorno, sino como escalada.
Entre tantos regresos y variaciones, hay cada tanto pequeñas inflexiones que permiten entrever otra posibilidad. En Fight, Zatoichi, Fight (1964) hay una variante emotiva que ilumina una posibilidad hasta entonces inexplorada: Zatoichi, como héroe trágico, tiene una interacción singular con el mundo que lo rodea. Para él, el mundo no es más que un reservorio de aventuras: la soledad, como sabemos, es constitutiva en el héroe. Pero en el caso de Zatoichi adquiere un espesor simbólico mayor, ya que es ciego. La ceguera para él funciona como un velo adicional con la otredad, amplificando su aislamiento. Lo que vuelve singular a Fight, Zatoichi, Fight es el desvío que introduce en esa lógica del desapego. Por primera vez, Zatoichi no se ve arrastrado a una disputa ajena ni empujado por la culpa o el deber. Es convocado a cuidar, a proteger. Un niño recién nacido, un cuerpo frágil y dependiente, se convierte en su inesperado anclaje. Hay una escena donde Zatoichi es emboscado por un grupo de Yakuzas y tiene al bebé a sus espaldas, entonces duda, teme desenvainar por miedo a herir al niño. Por primera vez le estorba la espada. La película explora la posibilidad de que el héroe alcance otra forma de habitar el mundo, ya no a través de la violencia, sino del lazo. El famoso e imposible descanso del guerrero.
La saga Zatoichi encarna, como pocas, una contradicción interna que pugna por una síntesis: el cine como vehículo artístico y la industria con su voracidad mercantil. Daiei, la productora detrás de algunas de las grandes películas de Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi, necesitaba a la siempre confiable figura de Zatoichi (con sus dos o tres entregas por año) para poder financiar proyectos artísticamente más ambiciosos. Pero Zatoichi es más que eso, y los distintos artistas a cargo de la franquicia intentaron demostrarlo en un ensayo y error de veintiún películas que van desde lo bizarro a lo glorioso, pasando por el tedio, el melodrama, la caricatura, y algunas de las escenas más bellamente filmadas de la historia del cine. Con el correr de los años, el mito del samurái ciego pareció diluirse. Desde 1979 no volvemos a saber de él.
Pero como señala Joseph Campbell, todo mito necesita de un “llamado” que lo reactive3. Ese llamado llegó en 2003, cuando Takeshi Kitano decidió revivir al personaje. La película fue un éxito (tanto crítico como comercial) y su impacto fue tan fuerte que The Criterion Collection editó la saga completa en Blu-ray. Así, Zatoichi debió volver a empuñar la espada, que es también su cruz. Porque el héroe, como sabemos, es el menos libre de los hombres: su destino es ineludible. Vive para los otros, no para sí. Mientras existan historias, Zatoichi deberá seguir respondiendo al llamado, seguir caminando, en círculos, como todos los mitos.
