El vampiro de nuestro tiempo Notas sobre el fenómeno del post-vampirismo

Desde siempre, el vampiro nos ha acompañado en el folclore popular, así que es muy difícil precisar el comienzo del mito. Sin embargo, si se quisiera ubicar su nacimiento en la cultura moderna, podría ser en el siglo XIX, con las obras de Stoker, Gautier y Le Fanu. El vampiro es hijo del romanticismo en muchos sentidos pero, como todo mito, también ha atravesado etapas diferentes; ha absorbido y reflejado la luz (u oscuridad) de cada época que lo conoció. En el cine, los vampiros se incorporaron pronto a la imaginería de este incipiente arte en los años veinte y treinta —época germinal en que el cine consolidó su potencia como lenguaje— con algunas de sus apariciones más influyentes en títulos como Nosferatu (1922), Drácula (1931) o Vampyr (1932). No solo definieron una iconografía, sino que fijaron la tensión entre el mito ancestral y la modernidad técnica.

De todas estas figuras, la de Bela Lugosi fue la que fijó un modelo a seguir: su mirada fija, la capa negra, el cabello engominado hacia atrás y los colmillos compusieron, juntos, la esencia de un estereotipo que se volvió universal. Con el tiempo se sedimentaron otras características, como la imposibilidad de salir a la luz del día, la asociación con el murciélago, la predilección por víctimas femeninas (a ser posible, vírgenes) o el rechazo al ajo y a la cruz. Todos estos elementos crearon un mitologema que se expandió en el imaginario colectivo y se afianzó en la cultura popular.

Sin embargo, a comienzos de los años ochenta se produce un fenómeno que, más que una reinvención (pues se siguieron y se siguen haciendo películas clásicas de vampiros), constituye una línea divergente del mito que, para efectos de este ensayo, llamaré post-vampirismo. El post-vampirismo tiene múltiples manifestaciones que dependen tanto de los artistas como del contexto cultural en que surgen. Si queremos justificar la existencia de un género post-vampírico, necesitamos identificar ciertos elementos comunes.

Antes de todo, está el desplazamiento territorial del vampiro. El castillo en Transilvania, ese indómito y salvaje de Europa del Este, funcionaba como un modo de distanciamiento del horror. Lo que sucedía era terrible, sí, pero permanecía lejos, casi en otro mundo, como en un cuento de hadas. El post-vampirismo, en cambio, traslada el mito a espacios urbanos reconocibles: un apartamento en Nueva York, un piso en París del conde aislado en un bosque al pasajero anónimo de un vagón de metro en la metrópolis contemporánea. En Nadja (1994), mientras cenan en un restaurante, la vampira le dice a su futura víctima: «en Europa es muy difícil encontrar algo de comer después de las diez de la noche, incluso en París o Berlín. En Moscú, por ejemplo, es imposible. Dublín aunque yo lo amo, es patético. Europa es como una aldea. Aquí (Detroit) se sienten tantas cosas sucediendo al mismo tiempo, y es aún más excitante después de la medianoche». Ese desplazamiento es visible en Thirst (2009) que se desarrolla Seúl, The Addiction (1995) en Nueva York, Near Dark (1987) en el Medio Oeste estadounidense, The Lost Boys (1987) en la costa californiana, o Habit (1995) en un Manhattan desolado. El vampiro ya no se oculta en castillos; ahora sobrevuela nuestras ciudades y su sombra se proyecta sobre el asfalto que pisamos.

Fotograma de Nadja

Este nuevo escenario urbano coincidió con un cambio en las expectativas del público y en la iconografía del terror. A partir de los años ochenta, las películas de vampiros comenzaron a competir con el auge de los asesinos en serie enmascarados. Las criaturas que poblaban el género ya no venían del infierno. El público, insatisfecho con el refinamiento del vampiro, prefería ver psicópatas desquiciados masacrando adolescentes. En ese contexto, para sobrevivir al desgaste de sus viejos tropos, el vampiro halló una nueva metáfora más acorde con la realidad sociocultural y el espíritu de la época: las drogas.

Por aquellos años, los medios de comunicación —sobre todo en Estados Unidos— contribuyeron activamente a la demonización de las drogas. Durante los 80 se popularizó la campaña Just Say No encabezada por Nancy Reagan, la esposa del presidente de aquel entonces: un ejemplo paradigmático del reduccionismo superficial con que se trató el tema. Este tipo de iniciativas consolidaron el estereotipo del adicto como alguien que, de manera voluntaria, toma la decisión inmoral de consumir, sin considerar las raíces sociales y económicas del fenómeno de la adicción.

El vampiro, como encarnación de la amenaza de cruzar los límites, le dio cuerpo a esta problemática con naturalidad. La sed de sangre del vampiro resulta fácilmente extrapolable a la adicción. Una vez dado ese paso, las similitudes se vuelven evidentes: la abstinencia, el éxtasis, el alivio que provoca el consumo, la disposición a cometer cualquier iniquidad para su obtención, la vida nocturna, dormir de día. La figura del vampiro como junkie define el post-vampirismo. Esta asociación entre drogadicción y vampirismo se hace patente en películas como Near Dark (1987), donde los vampiros son adictos nocturnos que habitan un submundo violento y caótico, encarnando el lado más oscuro de la sociedad estadounidense.

En este registro de dependencia y culpa se inscribe también una de las obras más lúcidas y sombrías sobre el tema: The Addiction (1995). En la película de Abel Ferrara, el vampirismo se convierte en una metáfora poderosa sobre la adicción, pero también sobre la conciencia moral. El vicio es a la vez tormento y alivio: un círculo demoníaco irrompible que Ferrara asocia con la culpa. Y la culpa, a su vez, con la lucidez. Kathleen, la protagonista, es estudiante de filosofía. Lee a Heidegger, Arendt, Nietzsche. Pero ese saber no la redime; solo profundiza su abismo. En uno de los momentos más perturbadores del film, mientras recorre una exposición de fotografías del Holocausto, escuchamos su voz en off: «¿qué puede salvarnos de nuestra demencial insistencia en expandir la desgracia en círculos mayores?». La película sugiere que el mal no proviene de la ignorancia, sino de la voluntad. Sabemos lo que hacemos mal, pero igual lo hacemos. Los vampiros no se reflejan en los espejos, pero Kathleen cubre los suyos. No por miedo a la ausencia, sino que intuye algo peor: que en esa ausencia se revela su verdadera imagen. Al no verse, se ve. No el rostro físico, sino el rostro de la culpa.

La adicción, en su dimensión más profunda, es también un deseo sin límites, una pulsión que desborda los márgenes de lo socialmente aceptable. En el vampiro contemporáneo, esa misma fuerza late con igual intensidad en la atracción sexual. El erotismo ha acompañado siempre a este mito: el vampiro encarna una sexualidad patológica, nocturna, no reproductiva y a menudo forzada. El cuello —zona erógena por excelencia— es atravesado por colmillos que, como armas o símbolos fálicos, rompen la piel y transgreden el cuerpo. Porque el vampiro no busca el placer sino la posesión. En el vampiro clásico, esta carga sexual apenas se insinuaba. En el post-vampirismo, se revela sin disimulo.

En Sangre Caníbal (Trouble Every Day, 2001), la película de Claire Denis, el sexo se vuelve la expresión de un deseo de fusión imposible. Poseer al otro equivale a abolir la separación que nos condena a la soledad, pero ese impulso solo se traduce a un ansia caníbal, vampírica. Combatir nuestra soledad mediante una unión absoluta conduce inevitablemente al fracaso. El otro es, siempre, otro. Morder, desgarrar, devorar al amante podría ser la resolución más enfermiza de ese anhelo de comunión al precio de la aniquilación de ambos. Los franceses acuñaron el término le petite mort (la pequeña muerte) para referirse al orgasmo. Bataille, otro francés, decía que la conducta erótica es opuesta a la normal, y que el erotismo siempre implica una transgresión, el enfrentamiento con los límites de la racionalidad, que con frecuencia nos conduce al exceso y al caos. En Sangre Caníbal, el personaje de Vincent Gallo debe escapar de la cama de su esposa a último momento y masturbarse encerrado en el baño. No puede consumar el acto amoroso sin matar a su víctima y devorarla. La pulsión sexual y la destructiva se confunden.

Fotograma de Sangre Caníbal

En Martin (1977), la sexualidad mal resuelta del protagonista lo empuja al asesinato. Es un muchacho obsesionado, aterrorizado por las figuras femeninas, así que la violencia es su única forma de acercamiento posible. En Thirst (2009), por la agudeza sensitiva adquirida, viene una consabida lujuria sin límites. El poder desmesurado del vampiro solo puede ser saciado por otro vampiro en una cancelación mutua de efectos. La unión entre ellos, más que erótica, resulta monstruosa, casi aberrante.

Sobre las vampiras, también el post-vampirismo aplica algunos cambios. Antes, la imagen de la vampira tenía menos que ver con el miedo que con el placer de su contemplación y con el sadismo ejercido sobre ella. Si comparamos las representaciones visuales del vampiro masculino con su equivalente femenino, descubrimos que el primero casi siempre aparece vestido de negro, caracterizado fundamentalmente por su rostro –y más aún por su mirada–, mientras que su cuerpo se disuelve bajo la capa. Su presencia física es apenas una sombra oscura, casi inmaterial, etérea, lista para transformarse.

Frente a esto, la vampira aparece definida ante todo por su corporeidad, objetivada, envuelta en telas transparentes o vestidos ceñidos al cuerpo, con escotes pronunciados. Es fácil pensar en el ejemplo de Ingrid Pitt, pero también en películas de los setenta como Vampyros Lesbos (1971), Vampyres (1974) o The Velvet Vampire (1971), ejemplos de lo que Laura Mulvey llamó «la mirada masculina del cine». Si bien no borra del todo la misoginia heredada del mito ni la representación fetichista del cuerpo femenino, el post-vampirismo sí la pone en tensión. Ninguna de las mujeres de las películas previamente mencionadas en este artículo están sexualizadas como lo eran las vampiras clásicas.

En el post-vampirismo, el cuerpo femenino ya no es un mero objeto de contemplación y asume un lugar más complejo y contradictorio. Las vampiras anteriores a los años ochenta, si bien también mataban, casi nunca resultaban tan aterradoras como sus símiles masculinos. El terror requiere respeto, pero ellas eran objetos de la mirada masculina primero, por lo que su poder estaba subordinado a su condición de espectáculo. Mulvey sostenía que la imagen cinematográfica tradicional organiza su lenguaje para satisfacer un deseo escópico, donde la mujer aparece como figura pasiva, ofrecida a un espectador activo. El post-vampirismo, en cambio, tensiona esta lógica y, como síntoma de esta alteración simbólica, advertimos que ahora sí las vampiras aterran. En Thirst, ella resulta más terrorífica que su compañero vampiro; Kathleen, de The Addiction, impone un temor seco y existencial; y la desmesura sangrienta de Core, la vampira-caníbal de Sangre Caníbal, alcanza un horror manifiesto.

Otro elemento constitutivo del post-vampirismo es su actitud ante la eternidad. La inmortalidad en estas películas es, antes que todo, la imposibilidad de morir y no la vida eterna. Sobrevuela sobre estas películas la idea de que solo la muerte da sentido a la existencia, la certeza de un tiempo finito es lo único que puede dotar de valor a los hechos, a los días, a las horas. En Sangre Caníbal, Core, la vampira-caníbal, vuelve a su casa luego de asesinar terriblemente a una víctima, y pide lastimeramente que la maten. Lo mismo pasa con el hermano de la protagonista en Nadja, pero ambos pedidos son desoídos. Hay un caso, sin embargo, en que se logra la liberación. Kathleen, la protagonista de The Addiction, tras una espiral descendente de violencia y locura, se confiesa y comulga con un sacerdote. En Cristo encuentra el perdón y, con él, la gracia de la muerte, la salida del tormento de la eternidad.

Only Lovers Left Alive (2013) de Jim Jarmusch, por otro lado, es una película sobre el hastío. Así como nada representa una urgencia para un ser eterno, la narración también se despliega como si nada lo fuera. Tilda Swinton y Tom Hiddleston interpretan a dos vampiros hastiados, deprimidos, obsesionados con el pasado, estetas esnobs, y nunca nada los entusiasma. Llevan una vida abatida, despreocupada, y pasan sus apáticos días entre pequeñas satisfacciones infructuosas. En un momento, él dice: «siento como si toda la arena estuviera en el fondo del reloj». En la mitología griega, Tántalo es castigado a una tortura eterna en el Hades, y permanece de pie en un lago, con ramas cargadas de fruta sobre su cabeza. Pero cada vez que intenta beber, el agua se aleja, y cada vez que intenta comer, las ramas se elevan. El deseo inalcanzable es su castigo, el anhelo perpetuo frustrado. Como Tántalo, los vampiros de Only Lovers Left Alive viven rodeados de aquello que antaño suscitó placer (la música, los libros, el amor), pero ya no pueden acceder a esa plenitud.

Fotograma de Only Lovers Left Alive

El tedio existencial del inmortal aparece también en Nadja, donde la vampira, habitante de un paraíso perdido, se desplaza por el mundo moderno con una mezcla de cinismo y melancolía. Su sofisticación no puede ocultar el vacío; nada la entusiasma, nada le interpela. En The Addiction, la lucidez se vuelve un castigo, y la inmortalidad una repetición insoportable de su caída. En todas estas películas, la vida eterna aparece despojada de toda promesa. No es plenitud, sino residuo. Un presente eterno alargado hasta el agotamiento de cualquier deseo.

La imagen del vampiro cansado, desencantado y carente de fe en su eternidad, es también el síntoma de un mito que ha empezado a volverse sobre sí mismo. El monstruo es la representación gráfica de aquello que el inconsciente colectivo se niega a reconocer. Pero el vampiro es el más humano de todos los monstruos. No solo es idéntico a nosotros físicamente, sino que su monstruosidad proviene, muchas veces, de la exacerbación de nuestras propias características negativas. Por eso resulta comprensible que el mito vampírico se reinvente mejor que cualquier otro para adaptarse a nuestros miedos, deseos y obsesiones. En ese sentido, podríamos definir el post-vampirismo como una respuesta a las necesidades de su tiempo, una manera de seguir encarnando aquello que la sociedad decide barrer bajo la alfombra. A una época posmoderna le corresponde, naturalmente, un post-vampirismo.

La posmodernidad se caracteriza por una mirada ultra-secularizada de la realidad. Lo sagrado retrocede como sombras ante el cegador sol de lo prosaico. Los símbolos se vacían de su contenido original y circulan como parodias de aquello que alguna vez fueron. No es casual entonces que dentro del post-vampirismo hayan películas como What We Do in the Shadows (2014) o Humanist Vampire Seeking Consenting Suicidal Person (2023), que asumen la autoconciencia del género para burlarse de sus propios clichés. También lo hacen Jarmusch y Almereyda, porque el humor es el último reservorio del mito. Desde la cima gloriosa –pero demasiado seria– de su apogeo, las figuras míticas van descendiendo, lenta pero inexorablemente, hacia la parodia. «Ya me cansé de ser un vampiro. Es una mierda. No creas lo que dicen», dice Nick en What We Do in the Shadows.

Si el humor es la forma en que el mito sobrevive en el descreimiento, el cine es quizás el único lugar donde aún puede alcanzar la eternidad. En Arrebato (1979), de Iván Zulueta, la figura vampírica se desplaza hacia otra clase de inmortalidad: la de la imagen cinematográfica. André Bazin sostenía que la imagen fílmica guarda una relación ontológica con lo captado por la cámara: no representa, sino que guarda un residuo de lo real. Lo que Gilberto Pérez denominó «fantasma material». Filmamos algo y, al hacerlo, lo absorbemos, lo vampirizamos. Roland Barthes advertía que la fotografía es una forma de momificación, la cámara arranca algo vital de su objeto, y en ese mismo gesto paradójico lo condena a la muerte y la vida eterna

Vampiro y cámara comparten un gesto esencial donde ambos eternizan a sus víctimas. Cuando un vampiro nos muerde —como cuando una cámara nos filma— nos transforma en algo de su misma naturaleza. Nos vuelve inmortales.
Ver no es un acto pasivo. Lo visto se resignifica con nuestra mirada o, como decían Ortega y Gasset: solo cuando miramos algo, eso existe. Ver una película es también crearla. Pero así como nosotros lo miramos, el cine también nos mira. Así como lo transformamos, nos transforma. Se alimenta de nuestra sangre, de la vida de quienes nos entregamos solícitos a sus colmillos. El cine vino a resolver una obsesión milenaria del ser humano: capturar el tiempo. Como un nuevo Prometeo, la cámara nos entregó ese fuego hasta entonces imposible. En Arrebato, la cámara ocupa el centro del ritual. La película comienza con una proyección donde una vampiresa surge de un ataúd, y termina con otra, cuando José y Pedro acceden, por fin, al mundo eterno de las imágenes. Pero no se llega allí como quien alcanza Ítaca. No es una liberación, sino una entrega, un acto voluntario, como quien se sacrifica ante un dios. El cine, como los vampiros, no puede cruzar nuestro umbral si no se le invita a pasar.

Imagen de What We Do in the Shadows