En el horror actual el miedo fue desterrado como sensación orientadora para ser suplantado por algo más duro y perdurable: la sensación de tristeza y devastación. No han dejado de existir razones para sentir miedo y hace mucho tiempo que el mundo ofrece muy pocas garantías, pero incluso en un entorno de muerte, destrucción, golpes de estado, fascismo, narcotube y genocidios televisados, el miedo ha colgado sus antiguos tules y harapos para vestirse de ansiedad o auténtica sensación de dread, —término difícil de traducir al español porque conlleva algo a medio camino entre lo tenebroso y lo desolador—. Pero por encima de estas dimensiones más evanescentes del horror, los directores del género descubrieron algo: uno no sólo puede ser afectado por un twist que lo invada de súbita tristeza, también puede desarrollar miedo a que esta sensación de tristeza lo engolfe, que lo acompañe horas, días quizás, luego de terminada la película. Una tristeza que funciona más que el pavor porque se enquista, no admite catarsis liberadora y dialoga con aspectos más internos del espectador. Así, luego de una dependencia abrumadora hacia los jumpscares, el espectador de terror actual ya no escapa de las imágenes, sino de sus propios sentimientos y de lo malviajero de ciertos escenarios.
Siempre hubo cine malviajero —en el que puede considerarse a Roman Polanski como el precursor de esta mutación del género, aunque también estuvo La hora del lobo (1968), de Ingmar Bergman, Onibaba (1964), de Kaneto Shindo, o Seconds (1966) de John Frankenheimer—, pero casi siempre funcionaba por añadidura, por medio de una dimensión ominosa que entra de polizonte. En el cine de horror actual, dominado por las productoras A24 y Blumhouse, la situación de mindfuck moral y estético se cultiva hidropónicamente, en espera de resultados más inmediatos y terribles. Sin embargo, mucho antes que los Asters, los Perkins y los Philippou de hoy en día, estuvo The Vanishing (1988); película de George Sluizer inscripta dentro del subgénero de asesinos en serie. Raymond (Bernard-Pierre Donnadieu), un hombre de familia completamente enfocado en realizar el secuestro y asesinato perfecto, su eventual víctima Saskia (Johanna ter Steege), y Rex (Gene Bervoets), novio de la desaparecida, que dedicará el resto de su vida a intentar dilucidar qué fue lo que sucedió. Así, la película, concentra todo su potencial ominoso en los ribetes autodestructivos del duelo y en la dimensión perturbadora del perfeccionismo homicida.
Si alguna vez existió el género «Evil Rohmer», llegó a su condensación definitiva con la neerlandesa The Vanishing. Tal como con las películas del francés, toda la cobertura genérica del film (en este caso, el thriller psicológico de asesino serial) sirve de tapete para desplegar una teoría filosófica, desmontada, reagrupada y vista desde varios ángulos.

Para abordar ese tono ensayístico, George Sluizer sacrifica el whodunit, y todo lo esperable de la estructura del film, para partirlo en tres versiones —que sin mucho esfuerzo podrían ser tres películas diferentes e igual de buenas—: la de la desaparición y la consecuente búsqueda en la que Rex queda, la de la larga planificación del secuestro por parte de Raymond y finalmente la de Saskia y su triste destino, contemplado desde la literalidad de cómo sucedió el secuestro. La película no tiene que apelar al recurso de ocultar algo al espectador, porque el verdadero asunto helicoidea alrededor de las diversas posiciones sobre la verdad y el misterio, la vida y la muerte: el corazón de estos términos y no la trama que los envuelve.
Después de tres años de buscar a Saskia, Rex, con una nueva novia, confiesa que a veces piensa que quizás ella está viva, feliz y oculta, lejos de él, en algún lugar ignoto de Europa. Ante este pensamiento artificialmente reconfortante, Rex arriba a una conclusión inquietante: preferiría saberla muerta pero con pruebas fehacientes, que imaginársela viva pero sin certezas. Cuando las películas caen en estas reflexiones (recuerdo algo similar con la serie The Leftovers) realizan sus planteos desde una extrema insularidad de la razón humana, cuando en Latinoamérica estas preguntas pertenecen al corpus de un debate que es ya parte del tejido conjuntivo de un dolor regional: madres, padres y nietos que buscan los restos de sus familiares desaparecidos. Para ellos, el desentierro de un muerto también es preferible a la perpetuación de un fantasma.
La peculiaridad de The Vanishing es que esa búsqueda de respuestas se entronca con un río tanático subterráneo que conecta al asesino con el investigador. Más que a la tradición vampírica, el elemento de tradición gótica que más se le pegó al género de asesinos en serie es el del doppelgänger, tanto por su condición de doble como por su complementariedad. En miles de estas películas, el juego de gato y ratón entre detective y asesino se da en la forma de un Ying y Yang en donde ambos se necesitan, se presienten e invocan, pero donde la eliminación de uno conlleva la extinción del otro. Tal como se menciona en el libro Psychopaths Tracking the Serial Killer Through Contemporary Amercian Film (Philip L. Simpson, 2000), se da una doble vertiente: la del binomio crítico, en el que el asesino es el artista y el detective es el curador que interpreta su obra (Clarice y Hannibal en The Silence of the Lambs), o la del núcleo creativo, donde el detective se erige como pieza final de la obra del asesino (el rol de Mills (Brad Pitt) al final de Se7en).
Esta premisa en The Vanishing se lleva a un extremo hasta llegar a aquel momento desconocido. Prefigurado por una serie de imágenes que se expanden y continúan metonímicamente en un sistema de postas, el sueño original narrado por Saskia de un huevo dorado que flota en la nada se continúa con la imagen del círculo de luz al final del túnel, en donde ella y Rex quedan varados al comienzo del film. Esa primera asociación se complementa —y anticipa el final de la película— con las dos monedas que entierran bajo el árbol y la llama del encendedor que se prende una vez bajo tierra. En cualquier otra película podría decirse que la insistencia permutativa en una sola imagen metafórica resultaría heavy handed, pero en The Vanishing funciona a la perfección por esa cuestión tan expositiva como poética que tienen las interrogantes que se plantean.

Las complementariedades del doble espectral también se dan de otras maneras: la ironía latente entre el ensayo de Rex, que fantasea con el desvanecimiento de su mujer en la oscuridad del túnel, para luego perderla a la luz del día y a la mirada de todos; la contradicción de Rex entre necesitar que el asesino viva y la obsesión propia de estar muerto; la certeza homicida que embriaga a Raymond cuando sobrevive a una pulsión suicida primero y a una pulsión heroica después. En estas binas y opuestos, el héroe y el villano también se entroncan en un oscuro juego de espejos. Rex, más allá del amor desesperado que le tiene al fantasma de Saskia, se muestra tanto en aquella como en su actual relación como un hombre oscuro, lleno de ambivalencias y pequeñas miserias. Su ejercicio recurrente de querer a sus novias justo cuando está por perderlas lo delata: ocurre en el túnel y con su novia sustituta, luego de prácticamente echarla de su vida. En cambio, Raymond maneja su mundo oculto y oscuro en total transparencia. Camufla una presuposición peligrosa —el develamiento de su identidad de asesino— con otra más leve: el falso indicio de que le es infiel a su mujer. Raymond hace uso instrumental de elementos de su alegre vida familiar como material de prueba; cuando juega a que sus hijas griten con todas sus fuerzas para chequear el alcance de los decibeles de los posibles gritos de sus víctimas, o cuando le pone el cinto a su hija como ejercicio para medir los movimientos necesarios para raptar a una mujer.
En esta contradicción/combinación es donde se encuentra lo más fascinante de un film liso y perfecto: un investigador contado desde la inescrutabilidad y oscuridad de su personalidad y motivos, en contraste con un asesino presentado desde una claridad mediterránea, con las referencias adecuadas sobre los diferentes momentos claves en la vida de alguien que decide ser asesino —sobre todo en ese momento en que al arrojarse de un balcón se da cuenta de que él puede hacer, sin remordimiento ni exceso de planificación, lo que la mayoría de la gente solo fantasea—.
En los encuentros y debates entre Rex y Raymond (la doble erre que lleva a Saskia a su final) ocurre lo mismo que ese esgrima verbal que llevaba la embarcación/cama de Jean Louis Trintignant y Françoise Fabian en Mi noche con Maud, sólo que suplantando las disquisiciones sobre la moral y la religión por la discusión sobre la voluntad y la muerte. Son, desde lo estático en Rohmer y desde la ruta en Sluizer, dos tipos de viaje al fin de la noche. Es así que no sorprende que el final sea tan oscuro como luminoso: la historia de dos personas que logran realizar el acto definitivo, el cierre perfecto de lo que anhelan y nunca habían llegado a acariciar.
