Tirado en el piso, sangrando Atrapado robando, de Darren Aronofsky

Hank ya no tiene escapatoria. Encontró a su novia Yvonne con una bala dentro de su cráneo, vió a su jefe Paul desangrarse en el piso después de ser acribillado con ametralladoras desde otra habitación y, debido a repetidos golpes en la cabeza, su vecino Russ finalmente reposó sus ojos hasta la eternidad por un derrame neuronal. No obstante, para no ceder ni un solo billete de ese dinero que deja tanta sangre cayendo por las alcantarillas de Nueva York, y para impedir que caiga en manos de Roman —la agente de policía que, por su anhelo a viajar a Tulum y eludir esta vida entre la pocilga criminal, traicionó la confianza del protagonista en su papel de autoridad oficialista—, Hank recurre a los propietarios primigenios de esta fortuna. Con el teléfono de Russ, se contacta con los hermanos Drucker. 

Hank insiste en que sea él quien dirija a los hermanos hacia la bodega donde brillan cuatro millones de dólares y en que primero acudan ante Roman. Hank había acordado un encuentro con ella debido a las amenazas personales de la oficial corrupta contra él. Los hermanos tienen otra parada antes de involucrarse en estos periplos, sin embargo: deben arribar a la casa de su madre, enterrar los vicios momentáneamente y compartir una cena familiar. En pocas horas será Sabbat, y ellos —como parte de su profesión del jasidismo, rama del judaísmo ortodoxo— deben priorizar a la familia. 

Aunque la labor sea urgente, esta organización simbólica en el séptimo día del calendario hebreo apremia la celebración y el receso como gesto sagrado. Puede que los hermanos desnuden a Hank para corroborar que no posee la llave de la bodega, pero aun así lo invitan a compartir la velada. Los hermanos engañan a su madre al decir que una mitad de Hank es judía (la mitad buena) y, con un kipá en la cabeza, almuerza con ellos en la larga mesa. Así, Hank saborea un plato de bolas de matzá, una sopa tradicional caliente cocinada por la dulce matriarca. 

Con esta digresión, atrofiada por cierta comicidad lacónica, el director Darren Aronofsky incluye, en este catálogo de vaivenes sofocantes por el subterráneo neoyorquino de Atrapado robando (2025), un espacio para la reverencia. Aronofsky no es creyente, pero fue criado en un entorno judío, y las manías existenciales de su prosa filmada derivan normalmente en una religiosidad amplia. Su agnosticismo no le impide estar perplejo ante los mecanismos de lo que trasciende el mundo sensible. Alguien tan propenso a las rabias del Antiguo Testamento, ya en su adaptación literal en Noé (2014) y alegórica en madre! (2017), no podría evitar mantener una fascinación medida por lo sagrado.

Este pasaje previo a las tormentas del tercer acto de Atrapado robando, fiel a los rituales y tradiciones judías, intuye una dimensión de las obsesiones teológicas de Aronofsky y de sus inclinaciones. Esto también podía descubrirse en las neurosis de Pi, película de la que repite la noción de un submundo que domina el mundo aparente. Sin embargo, en Atrapado robando el contexto es criminal y cumple con las facturas del género a través de una escalación del conflicto inicial (la disputa por una suma importante de dinero) y, por la irreversibilidad de sus consecuencias, desafía la posibilidad de salvación de un personaje acorralado sin importar adónde vaya. La acción dramática se ubica en Nueva York, 1998, a finales del mandato del alcalde Rudy Giuliani. El film enuncia una única referencia a su nombre, pero ese periodo atraviesa las complicaciones de Atrapado robando por la integración del narcotráfico y la corrupción, batalla vital para las acciones políticas de Giuliani. Este panorama, no obstante, no es más que soporte para el paroxismo del castigo mantenido, ya que Aronofsky es, ante todo, un director esquizofrénico; paranoico de lo que pueda esconderse, del monstruo debajo de la cama. Siempre intuye que las cosas desembocarán en sufrimiento.

Fotograma de Atrapado robando

A pesar de las raíces judías de Aronofsky, y como Atrapado robando pretende exponer con interés esporádico esas tradiciones, esa intuición de los pasajes presentes se desorbita y muestra, en realidad, nociones éticas alineadas al cristianismo. Jesucristo se crucificó y puso su cuerpo por nuestros pecados, y sus acólitos a lo largo del tiempo han traspolado que el sufrimiento es necesario para alzarse a lo divino. Si inferimos una certeza ontológica sobre la teoría platónica de los dos mundos —la afirmación de un mundo sensible que es una reproducción inferior del mundo de las ideas—, y la manera en que se tradujo a ese modelo religioso de concebir el más allá, entonces esa concepción resuena; y aspirar a la mutilación responde a la imperfección del cuerpo, como si fuera posible una revelación a través de ese sacrificio. En el medioevo esta concepción tuvo su auge y muchas personas devotas —varias veces mujeres— encontraron formas de alcanzar lo sagrado desde la tortura: «Comprendí, verdaderamente y con todo mi entendimiento, que era él, Dios y hombre, quien sufría por mí, que era él quien me lo mostraba sin ningún intermediario»1. La historia del cristianismo, más allá de cada periodo particular, está ligada fuertemente al sacrificio, su valor universal y la necesidad de sentenciar a la humanidad ante la mirada de Dios para aprobar o desaprobar sus conductas regulares. Sin culpa, no hay perdón.

Todos los personajes de Aronofsky sufren por sus pecados y a veces alcanzan un conocimiento inédito a través de la mutilación, aunque esa verdad amargue sus vidas: en Requiem por un sueño (2000), debido a una infección propagada por las jeringas con que se inyectaba heroína, Harry pierde un brazo. No le queda más que recostarse en posición fetal en la cama de un hospital por lo que ahora sabe sobre sí mismo. Max en Pi (1998), por el contrario, accede a la serenidad después de abrir su cráneo con un taladro frente al espejo de su baño. En este caso, la anulación del conocimiento —o más bien la tranquilidad de reconocer la finitud de la mente— es lo que consigue un acercamiento a lo divino. Tanto Nina en Cisne negro (2010) como Randy en El luchador (2008), por otro lado, mueren frente a un público. Ella, bailarina de ballet, por una herida en el vientre y él, luchador de wrestling, por un paro cardiaco. A través de ese acto alcanzan la proeza técnica. 

Atrapado robando —más allá de iteraciones previas en la obra de Aronofsky y tal vez por la factura productiva del proyecto en el contexto del Hollywood de esta década— mantiene patrones comunes que la emparentan con La ballena (2022), su película anterior. En ambas la fuente de esos castigos deviene de un fantasma que los persigue y que nosotros vemos en forma de flashbacks. Esta historicidad que todavía reside en sus cuerpos repercute en adicciones que arruinan sus posibilidades vinculares. Mientras Charlie devora pizzas precongeladas aunque su estómago le pide parar, Hank consume litros de cerveza en su bar de confianza a pesar que no sea recomendable perpetrar esos hábitos por una presente condición somática. Además de estas fijaciones, a pesar de que Atrapado robando sea una película comercial que cumple con algunas secuencias de espectáculo visual, muchas escenas se resuelven en apartamentos; aunque en menor medida que en La ballena, que toma una estructura teatral. Persevera esa atención y los espacios domésticos refractan la vida de sus personajes.

Aunque Aronofsky ya no filma a sus personajes tan de cerca y con cámara en mano, sus películas aún conservan un tipo de desglose escénico —de decoupage— que nos atrae a los malestares corporales para producir arquetipos de mártires que, tras atravesar el lodo, llegan a su anagnórisis —su filmografía es tan devota a la mitologema cristiana como a la poética aristotélica—. Cuando dos mafiosos rusos derriban la puerta de Russ con tal de entrar y Hank interviene para impedir el atraco estos lo patean repetidas veces. Cada patada carga con una estridencia que puede amplificarse con el sistema de sonido Dolby. Lo tiran al suelo, sangra y gime adolorido hasta quedar inconsciente. Los daños son tales que despierta dos días después con patologías irremediables en su cuerpo: ya no tiene riñón, y para cuidarse debe desaprender sus hábitos de consumo. Hank ignora estas recomendaciones médicas y termina nuevamente vapuleado en el piso. Se despierta sentado en un sillón de un cuerpo ubicado en su apartamento, ahora sucio y descuidado, con la presencia de un puertoriqueño interpretado por Bad Bunny que busca la llave de la bodega de Russ. Debido a la resaca de la noche anterior, omite de su confesión ciertos detalles que lo llevan a otra paliza. Todo en encuadres que aumentan esta visceralidad.

Fotograma de Atrapado robando

A pesar de acoplarse a la estructura de una redada criminal noventera, más que a la ligereza del entretenimiento, la violencia se sublima desde esa susodicha irreversibilidad de sus consecuencias. Esta exaltación conlleva tanto a la mutilación repetida de nuestro protagonista debido a su obstinación para escapar corriendo cada que lo hayan por la calle como a las repercusiones que sufre su círculo íntimo. En un momento, Hank solloza frente a la oficial Roman y teme que esta brutalidad pueda escalar de modo desproporcionado. Ella lo calma, le dice que es un mero daño colateral en las ambiciones de unos mafiosos locales y si no los provoca, no deberían interferir más con sus actividades. Este daño colateral, sin embargo, carga sobre los hombros de Hank. Es el fantasma que lo atormenta desde que él, joven y lleno de promesas, chocó su auto y no solo se retiró del baseball; sin desearlo, tomó la vida de un amigo suyo. El choque insiste a través de imágenes en cámara lenta donde se detalla el impacto y con ello rumba sobre Hank y su concepción moral. No es hasta que asume la responsabilidad que Hank puede entonces enfrentarse a estos fantasmas. Muere simbólicamente, adopta otra identidad y se retira a Tulúm, sin un solo cabo suelto por resolver, para descansar en la playa. Tal como Charlie en La ballena, quien vuelve a esa imágen de él con los pies entre el agua y la arena. Si acontece una purificación espiritual repercute de una mutilación corporal que, aunque no se explicite como acercamiento a Dios, cumple con los mismos parámetros que impone el cristianismo: antes de la redención, castigo.

La extensión de esta violencia proviene de una conmoción propia del martirio de Job en la Biblia, como si Aronofsky quisiera probar la voluntad de sus personajes ante este dolor. Hank es netamente vulnerable y no tiene armas para defenderse salvo al final, así que el asunto se reduce a sus reiterados abusos ya que el director es incapaz de divorciarse dramáticamente del sufrimiento como eventual santificación y lo aplica aunque el material pida otra liviandad. Este es el tipo de desconfianza que se produce cuando se creen insuficientes los parámetros que la concepción poética tolera. Entonces Atrapado robando previene esta supuesta insuficiencia con alternativas comunes con tal de elevar su legitimidad, a pesar del choque tonal de estas subversiones con sus eventuales resoluciones. «Si se supone que vamos a pasar un buen rato, ¿por qué se siente como si estuviéramos siendo abusados?» dice Andrew Dignan en su propia reseña2. Es este abuso, pues, el que dignifica.

Ahí se traslucen las deficiencias ideológicas del cine de Aronofsky: nadie que crea tan necesaria la mutilación para la actualización personal, y que no encuentre ningún tipo de placer, puede sino despreciar la carne. Atrapado robando se enmascara desde la diversión para filtrar su punitivismo como organizador ético-narrativo, aprehendido de su dogma religioso, y por ende moral. La devoción de Aronofsky por el castigo altera su cosmovisión, y fecunda la sangre que considera menester para alcanzar la divinidad. Así, en el proceso donde la puesta en escena se vanagloria de todas las formas en que puede castigar, sin perversión más que falsa nobleza, menosprecia la sustancia material que compone las cosas.

Fotograma de Atrapado robando

  1. Norwich, J. (2002) Libro de visiones y revelaciones. Trotta. ↩︎
  2. Dignan, A. (2025) Caught Stealing — Darren Aronofsky [Review]. In Review Online. ↩︎