Los toros poseen ojos de bestia. Cuando la cámara de Serra enfoca sus rostros en primer plano, sus ojos están llenos de rabia y desesperación. Sin embargo, hay una escena en particular —cuando el toro cae, en el instante exacto en que la vida se le va— en la que esos ojos cambian. En solo una milésima de segundo ya no hay furia, hay pena. Se vuelven, si se quiere, humanos. Mientras escribo esto, recuerdo ese momento y me sigue pareciendo de los más desgarradores que se hayan filmado nunca. Hay un misterio profundo en la muerte que Tardes de soledad revela con crudeza. En el cine hemos visto millones de muertes que no son más que artificio. Hemos banalizado la muerte. Aquí, en cambio, no hay metáfora. Nos golpea con toda su seriedad, su asco, su incomodidad. Y debemos hacernos cargo. «Todo documento de cultura es, a la vez, un documento de barbarie», escribió Benjamin. Esta película nos enfrenta sin escapatoria a esa verdad.
Si algo no hace Tardes de soledad es mirar para otro lado. La atención se concentra únicamente en la arena, sin planos del público —una especie de organismo vasto, voluble y sin rostro, cuyo deseo de satisfacción siempre debe ser apaciguado—. Mostrar cualquier otra cosa sería desmerecer lo que sucede ahí dentro. Lo que importa es el enfrentamiento ritual, la renovación periódica del valor que se celebra en la corrida.
Apenas hay dos espacios del mundo exterior que existen aparte del ruedo: el hotel y la camioneta en que viajan el torero y su cuadrilla. Son imágenes grises, anodinas, casi vacías; ciudades sin alma a través de un vidrio polarizado. Mundanidad pura. Frente a ellas, la corrida concentra toda la trascendencia. Todo lo que queda afuera carece de importancia, es banal, intrascendente.
El toro es el único que no sabe que va a morir. Esa es su tragedia, su desamparo. Pero también el torero está solo, y nadie puede ayudarlo allí. Dos soledades se enfrentan en una coreografía de dominación, brutal y sexual. El animal, poderoso y desesperado, responde con fuerza y miedo, pero también con una obediencia involuntaria en la que cada movimiento y cada choque de cuerpos es una tensión cargada de erotismo. Una energía que brota del control y la resistencia, del miedo y la fuerza, del roce de carne y músculo. Bestia contra bestia. En su inocencia fatal, el toro roza una paradójica forma de inmortalidad. No teme la muerte porque no la conoce; su fuerza es pura, su entrega total. El torero, en cambio, lucha sabiendo que puede morir, y en esa conciencia se cifra la diferencia entre el instinto y la tragedia. ¿Quién es, entonces, más libre dentro del ruedo?
Esta intensidad solo podía captarse en un documental. El cine puede mostrarnos gladiadores romanos, ejércitos medievales o batallas espaciales, pero un toro y un torero en la arena no admiten la ficción. No hay actor capaz de interpretar esa espera, ese cálculo en el que se juega la vida. Aquí cobra sentido lo que Bazin llamaba el montaje prohibido: el plano y el contraplano, la ilusión dramática, destruirían la esencia de lo que vemos, porque el misterio del toreo está en la continuidad real de los cuerpos en tensión, en la posibilidad concreta de la muerte.
El montaje —creador abstracto de sentido— no puede sustituir la simultaneidad concreta de lo real. Si el toro y el torero se mostraran en plano y contraplano vivirían separados, convertidos en ilusiones narrativas. Cuando lo esencial de un suceso depende de la presencia simultánea de las fuerzas en juego, cortar sería traicionar.

Hay una frase que se repite como un grito de guerra entre la cuadrilla de Roca Rey, y que funciona como arenga para darse ánimo, pero también para festejar la victoria: «la vida no vale nada, la vida no vale nada». No es un simple desprecio por la vida, ni la temeridad de un suicida, es, más bien, una puesta en cuestión; poner en juego la vida para darle su verdadero valor. La vida en sí misma no vale nada si no se la arriesga por algo más trascendente, y se convierte entonces en materia para el sacrificio, para la gloria o para la muerte. La vida vale en tanto que puede perderse.
Muy pronto en la película entendemos la gravedad del asunto. En un recurso de montaje astuto y cruel, Albert Serra nos muestra ya en la primera corrida una cornada: el toro levanta al torero, lo revuelca por los aires y lo hiere seriamente. Al ubicar la caída al principio, Serra introduce el azar como una ley secreta que organiza toda la película. Nunca más vemos una corrida neutra: cada una arrastra el peso de esa primera herida, de esa posibilidad de muerte inmediata. Después de esa cornada, cada plano resuena con un eco constante que dice: «puede volver a pasar». Y esa memoria activa funciona como un montaje paralelo invisible, que la película no muestra, pero que todos llevamos dentro.
Roca Rey, el torero elegido por Serra, aparece como un hombre pausado y enigmático, con una calma que roza lo idiota, con unos ojos fijos en todo y en nada, como aquellos de una estatua. Rasgos que no son pose, sino exigencia: en una profesión donde cada movimiento puede costar la vida, la serenidad es una forma de supervivencia. Apenas lo escuchamos hablar y nunca lo vemos en actividades triviales: cualquier banalidad —como mostrarlo desayunando en chancletas— habría hecho estallar el artefacto estético que Serra construye con precisión.
La figura de Roca Rey solo se completa en la cuadrilla que lo rodea: hombres que lo adulan, lo cuidan y lo sostienen con una devoción que oscila entre lo filial y lo religioso. «Qué arte tienes», «con qué verdad has toreado, hijo». Cada gesto —ayudarlo a vestirse, ajustar el traje de luces— se convierte en liturgia. Esa idolatría, ese cuidado obsesivo, genera una tensión que es a la vez, de nuevo, propia de un ritual y de un acto de erotismo. Cuando un ayudante acomoda la ropa ceñida y manipula el cuerpo de Roca Rey con una intimidad casi excesiva —corriéndole incluso el miembro hacia atrás para calzar la prenda— destila una adoración que bordea lo sexual.
Hay, en esa gente, algo que nos llama poderosamente la atención; una manera poética de estar en el mundo, una forma de hablar y de habitar la vida que conserva un aire de otra época. Se percibe en los gestos, en los silencios y también en los diálogos. Tras la cornada, cuando el torero confiesa su asombro de seguir vivo —el toro lo había aplastado con furia contra la madera—, uno de sus ayudantes le responde con una verdad sencilla: «Tú tienes suerte, y la vas a tener siempre… siempre —repite— porque te la mereces».

El toro carga con el peso de una simbología ancestral. En la tradición occidental, su figura evoca al Minotauro, la bestia que Teseo debía vencer para afirmar la supremacía de la razón sobre la animalidad, civilización contra barbarie. Pero en la mirada de Serra ese esquema se desarma. El hombre domina al monstruo, sí, pero lo hace mediante un ritual tan medido y regulado que borra toda huella de enfrentamiento, toda posibilidad de igualdad. Más que vencer a la bestia, el torero se refleja en ella. En lugar de conquistar su naturaleza salvaje, la encarna en un rito que repite, una y otra vez, la tragedia de la fuerza vuelta contra sí misma.
La tauromaquia es una barbarie atávica, una persistencia salvaje de un rito que sobrevive fuera de su tiempo. Hoy está completamente fuera de lugar, es innegable. Por más que nos posicionemos a favor o en contra, emerge de un pasado mítico y, en un mundo secularizado, carece de sentido. ¿Por qué alguien se pondría delante de un toro en 2025? Y, sin embargo, persiste. Tardes de soledad lo documenta con devoción por el misterio y con la mayor sinceridad posible: sin voz en off, sin explicación, sin argumento moralizante. Lo que queda es pura confrontación. La mirada desnuda sobre algo que no queremos ver y que, una vez visto, no podemos olvidar. Un artefacto estético de un poder apabullante.
Pero, ¿hasta qué punto se puede estetizar el sufrimiento real de un animal? ¿Estamos ante un caso de arte sin ética? La coherencia de Serra está en su credo —el arte por encima de todo—, pero esa misma posición puede leerse como una renuncia a la responsabilidad. No hay contexto, ni tampoco crítica o reflexión sobre la tauromaquia como práctica; únicamente fascinación formal.
Donde él encuentra tragedia y movimiento, alguien podría encontrar barbarie. Esa distancia no es anecdótica, es el núcleo del problema. La película confronta dos formas de mirar, la del artista que sublima y la del espectador que no puede olvidar que lo que ocurre allí es sangre y dolor real. El riesgo del preciosismo es evidente, y Serra consigue imágenes deslumbrantes, pero también corre el riesgo de convertir la crueldad en espectáculo. El dilema es si esa belleza ilumina el horror o lo encubre. Quizás la mayor virtud de Tardes de soledad sea que nos obliga a tomar posición. No es un film que se pueda aceptar sin más, o se entra en el juego estético de Serra, o se rechaza. Y en esa tensión, entre otras cosas, reside su poder.
Tardes de soledad ha hecho enojar a muchos. Hoy por hoy esto casi podría ser un síntoma de éxito artístico. Los animalistas se indignan porque la película exprime sin reparos el sufrimiento animal, y los taurinos porque expone la insoportable y absurda virilidad de sus protagonistas, que enfrentan un acto bárbaro con pompa casi aristocrática y banal. Lo único que Serra respeta es lo que sucede dentro de la plaza, el enfrentamiento entre el toro y el torero. Todo lo demás es niebla.
«Como el toro, he nacido para el luto», escribe Miguel Hernández. La tragedia del toro es su inexorable final, pero la magia del ritual —y del cine— es que, por un instante, podemos creer que el toro saldrá indemne, que vencerá al torero y a sus ayudantes, que escapará. Ese instante de posibilidad suspendida, ese juego entre vida y muerte, entre azar y destino, es lo que convierte Tardes de soledad en una experiencia inolvidable; un examen sobre el valor, la belleza y la barbarie que nos habita. Y sobre el cine.
Tardes de soledad nos recuerda que el cine puede ser un territorio de absoluta confrontación, donde la belleza no consuela ni la forma suaviza. Nos enseña que la potencia de una película reside en cómo todo acto de testigo, más frente a lo que muestra, nos carga con una fuerte responsabilidad estética y moral frente a cualquier acontecimiento. La fuerza de la imagen, y su poder evocativo para crear un lenguaje intraducible, puede corroer incluso nuestros sentimientos más arraigados. La estética puede hacernos disfrutar de algo que consideramos censurable, cuando no directamente repugnante. La vida no vale nada.
