En los primeros minutos de Mente maestra (The Mastermind), James (Josh O’Connor) se pasea por una galería de arte, contemplativo e inmerso en algo que nos es ajeno. La cámara se mueve con él mientras atraviesa varios pasillos y salas, tejiendo un espacio casi laberíntico donde el protagonista se mueve con facilidad. Finalmente, James se detiene tras una de las obras en exposición: una colección de pequeñas esculturas. Lentamente, con la mirada fija en un guardia de seguridad que duerme en su silla, James roba una de las figurillas. En conjunto con la música que la acompaña —una pieza de jazz sugerente y lúdica—, la escena nos convence de que estamos por presenciar un film emocionante, construido a partir de un lenguaje que dista de las clásicas películas de atracos, pero que sigue una forma narrativa similar. Sin embargo, Mente maestra es, en el mejor de los sentidos, una película cargada de desilusiones, y pronto las cosas toman un rumbo diferente.
James construye un plan: contrata a dos hombres para que ingresen en una galería en pleno día y se lleven cuadros del artista Arthur Dove, mientras un tercero los espera en un auto, listo para la huída. El plan parece demasiado simple, demasiado osado, pero asumimos que James tiene todo bajo control; depositamos confianza en esa mente maestra que el título del film anuncia, pero esta nunca se manifiesta. La película no explora las maquinaciones de un brillante antihéroe, o un carismático criminal. Esta es, seguramente, la fantasía que seduce a nuestro protagonista, pero el film no da lugar a que se materialice. El mundo real, tedioso y apagado, no da crédito a los deseos de James. La realidad irrumpe una y otra vez, y controla los tiempos de la película. No es de sorprender que un film de Reichardt resulte lento, vago, paciente hasta el cansancio; pero en el caso de Mente maestra esto adquiere una dimensión más profunda: la directora pone el ojo en lo mundano y destripa el gran plan del protagonista de todo glamour, renegando de la magia y el suspenso que caracteriza a la representación hollywoodense de este tipo de temáticas. Cuando James se reúne con sus secuaces en el sótano de su casa y estos se prueban las máscaras que han de usar durante el robo (que no son más que medias de nylon), las esconden rápidamente cuando Terri, la esposa de James, se acerca. Se asemejan más a adolescentes, temerosos de ser descubiertos por su madre, que a peligrosos criminales. El atraco es aburrido e incluso patético: los ladrones son descubiertos por una adolescente y entran en pánico, forcejean con el guardia de seguridad en la entrada y les cuesta abrir la valija del auto para guardar los cuadros. Son torpes, impulsivos y carecen de sofisticación. Cuando logran huir con los cuadros, todavía queda por delante un buen trecho de la película, y una pregunta emerge: ¿ahora qué?

James no tiene respuestas para esta pregunta. Esconde los cuadros en una granja y regresa a su casa para descubrir a dos agentes de policía, quienes lo indagan sobre el robo. Se las arregla para disuadirlos mencionando a su padre —un importante juez— pero sus problemas aún no han terminado. Un grupo de criminales lo rapta, lo obliga a revelar la ubicación de los cuadros y luego lo deja libre, desapareciendo sin más. No volvemos a verlos, y a los cuadros tampoco. James se da a la huída sin botín, sin dinero, perseguido por la ley y con una familia atrás que lo resiente y se ha puesto en su contra. La película se transforma en una suerte de road movie y acompaña a un personaje cuya soledad se vuelve cada vez más pronunciada. Mente maestra se para firmemente en el presente y encierra a James en el crudo efecto de sus acciones y, sobre todo, en su tedio. James no se encuentra con los obstáculos que esperamos de un criminal que se ha dado a la fuga. Nadie lo reconoce, no hay escenas de persecución ni grandes planes de escape. Lo más emocionante que sucede es, quizás, que se las rebusca para falsificar su pasaporte, pero incluso en este momento la cámara se aleja de él y panea la habitación donde se aloja, como si el hecho no fuera demasiado interesante.
James está en conflicto con un mundo que no está dispuesto a darle mucha importancia. A donde sea que vaya, da la sensación de que la cámara encuentra la misma fascinación tanto en él como en su entorno y en los personajes con los que se cruza. Comienza a asomarse una respuesta a un arquetipo de antihéroe masculino, véase Michael Corleone (El padrino) o Walter White (Breaking Bad): hombres crueles pero brillantes que se prestan para ser admirados por la audiencia. James está lejos de esto; ni siquiera tiene una buena explicación para justificar sus actos. Desde una cabina telefónica intenta convencer a Terri de que lo hizo por el bien de su familia, pero enseguida reconoce que sus motivos también fueron egoístas. La verdadera naturaleza de esos motivos permanece al margen. Algunas alusiones a su pasado —como el abandonar su carrera en el ámbito del arte— y a sus actuales circunstancias precarias, nos permiten dilucidar la imagen de un hombre frustrado por su falta de éxito profesional, resentido con la vida que le ha tocado vivir. Mente maestra no dota a su protagonista del carisma que necesitaría para conquistar a la audiencia y lograr que pase por alto sus deslices. De esta manera, se teje una sutil crítica acerca del ego masculino y su esencia destructiva. No es casual que quienes más están dispuestas a interpelar a James sean mujeres. Al refugiarse en la casa de un viejo amigo, quien se muestra comprensivo y dispuesto a ayudarlo, es Maude, su esposa, quien no comparte el sentimiento, y pronto James debe retomar su camino.
El contexto sociopolítico, que sirve como telón de fondo, remite a las protestas contra la guerra de Vietnam. En un plano vemos a James de espaldas a una pared adornada con una infinidad de afiches pacifistas. Las alusiones a este conflicto son notorias y numerosas, y eventualmente pasan al primer plano. Desesperado por dinero, James le roba su cartera a una mujer mayor —cabe resaltar, otra vez, el patetismo del personaje— y, buscando ocultarse entre el gentío, se suma a una manifestación pacifista. Su expresión denota satisfacción; por fin, parece, las cosas funcionan a su favor. Pero su pequeña victoria dura poco: la policía irrumpe de forma violenta en medio de la protesta y arresta a varios participantes, entre ellos, James. Mientras lo transportan a un vehículo policial, él intenta sin éxito explicarse, e insiste en que todo es un error. No hace falta señalar la ironía. James termina cayendo por algo que, en realidad, no tiene nada que ver con él. Esta es, desde un principio, la única conclusión posible para James: un recordatorio más de que, pese a sus intentos, el mundo tiene otras preocupaciones.

