Te criarás los cuervos con dolor Verano 1993, de Carla Simón

I

Un hombre y dos niñas juegan a los saltos en la cama. Se ríen, rebotan. El hombre les dice que dejen de saltar y, con su mirada, al mismo tiempo, las impulsa a seguir jugando. Se mantiene con la ambigüedad necesaria para contenerlas y cuidarlas, dándoles la libertad de explorar y divertirse. Las niñas se suben a caballito. Él hace de mono y ellas explotan a carcajadas. Frena el juego de manera abrupta y les dice, muy serio, que no salten. Acto seguido, les tira un almohadón y ellas se descostillan de risa, otra vez. Les hace cosquillas, las levanta y las mueve de un lado al otro y las niñas disfrutan de su espontaneidad y su ternura. De pronto, la cámara se detiene en una de ellas, en la más grande, que se queda acostada boca abajo. El ritmo acelerado y febril del juego se interrumpe. La niña se levanta y, de espaldas, pone las manos sobre su pecho. Se sienta de frente y llora. Llora. Llora. Llora. Qué pasa, le pregunta el hombre. Se acerca una mujer que también está en la pieza y le pregunta lo mismo. Responde que no sabe. La más chica le acaricia la pierna. Los tres están sentados alrededor de su llanto y la escuchan, sin horrorizarse, sin querer calmarla, sin querer transformar el llanto en otra cosa. El hombre es tío de la niña más grande y padre de la otra. La mujer es la tía. La niña más grande, la sobrina, ha perdido a su madre y a su padre y, entonces, se muda con ellos. 

Así termina Verano 1993, la primera película de Carla Simón, donde se acerca a la sensibilidad de Frida, una niña que pasa el verano en la casa de sus tíos luego de que sus dos padres mueran de sida. La directora recurre a su memoria: la película tiene un gran componente autobiográfico. Para escribir el guion, toma como punto de partida una lista que ella misma creó con recuerdos de su infancia, así como los relatos e historias contadas por su familia. 

En una entrevista, Carlos Saura1 —quien ha inspirado e influenciado el trabajo de Carla Simón— comenta que tiene el recuerdo de estar caminando por la Gran Vía. Agarrado con una mano de su padre y, con la otra, de su madre, mientras ellos hablaban del tráfico y de las tiendas, lo que él veía eran «culos de señores y señoras, nada más». Agrega: «Entonces, este es el mundo de los niños. No nos damos cuenta de que los niños cuando van con los padres no ven lo que ven los padres». Saura profundiza en que uno de los problemas con el que nos topamos al acercarnos a ellos es la incomprensión. En su recuerdo, la mirada del niño surge entre dos manos adultas, pero no ve lo mismo que ellas. Es una mirada que escucha el balbuceo de un mundo que está sucediendo a su alrededor pero que se posa en otra cosa. Es una mirada singular que mantiene cierta distancia del decir adulto pero que se acompaña de dos manos que la guían.

Entonces, podríamos pensar que para aproximarnos a la infancia deberíamos, al menos, hacer el intento de cambiar de encuadre. Los niños imponen con su corporalidad, así como con su flexibilidad y destreza —que luego perdemos—, una forma distinta de movimiento, una forma de presencia ligada a la exclusión casi total del tiempo futuro: el mundo se convierte en un presente infinito. La operación que realiza Carla Simón en Verano 1993 podría pensarse como la de volver a encuadrar desde sus ojos de niña. Captar con la mirada qué es lo que está al alcance de esos ojos y trabajar con la tensión que se genera con lo que queda por fuera. Hay varios planos de Frida en los que solo vemos una parte del cuerpo de los adultos. Se sostiene la mirada a la altura de la niña mientras los otros cuerpos se mueven, hablan, se escuchan de fondo. Por momentos, el decir adulto está casi fuera de campo. Y, aunque esta película pareciera moverse por la incomprensión a la que se refiere Saura, al mismo tiempo plantea un intento por trascenderla sin anularla.

Fotograma de Verano 1993

II

El discurso pedagógico y psicológico imperante machaca con la siguiente idea: los niños tienen que pasar tiempo con sus pares. No solo se insiste en eso; en general, en las actividades que se planifican, se los divide en grupos ordenados por edad. Los más chicos con los más chicos, los más grandes con los más grandes. Esto queda evidenciado en las escuelas, en donde se da por sentado que la mejor forma de aprender es a través de «lo igual». Sin embargo, esto parecería responder más bien a una comodidad institucional de quienes llevan a cabo el trabajo de «educar» que a lo que vemos si observamos el vínculo que se genera entre niños de distintas edades si los adultos no estamos todo el tiempo interviniendo. 

Los niños crecen aprendiendo de su entorno y la diferencia de edad entre ellos supone una exposición a otros modos de hacer, de jugar y de experimentar el mundo que da frutos imprevisibles. De esta forma, se generan encuentros que exceden el horizonte de expectativas, dando lugar a lo inesperado. Esto también es extrapolable a la idea del «mundo del niño» y «mundo del adulto» como antitéticos: los niños aprenden y se sienten a gusto cuando forman parte de un mundo común en donde no se los subestima ni se los exalta, sino que se los reconoce como parte de una comunidad en la que tienen un lugar, no por el hecho de ser niños únicamente, sino por las cosas que pueden hacer, dar y recibir. No es necesario someterlos a estructuras rígidas y delimitadas que parten del presupuesto de «lo igual» como emblema fundamental. 

Por otro lado, «no sabe manejar la frustración» es una de las frases que padres, maestros, profesores y psicólogos repiten una y otra vez. Y, ante esto, aparece la expresión agotada y vacía de: «hay que ponerles límites», que se usa para justificar sanciones y castigos insólitos, explicaciones inentendibles hasta para los propios adultos, falta de paciencia e incapacidad para asumir que hacerse cargo de un niño implica atención, tiempo, voluntad y, también, un poco de despreocupación, porque la vida, más tarde o más temprano, se va a encargar de ciertas cosas. 

Sin embargo, más que «poner límites» y cumplir con pautas preestablecidas, la crianza se trata, en palabras de la argentina Graciela Montes2, del «traspaso del sentido de la vida». Y estamos en problemas cuando asumimos, como ella, que «no parecemos encontrarle sentido a este mundo nuevo, como no sea excluir y consumir, que no parece una gran idea de vida». La «puesta de límites»; la estandarización de formas como «crianza positiva»; la patologización de comportamientos inesperados que se corren un poco de la norma o que requieren más tiempo del esperable para desaparecer; la constante necesidad de que los niños estén ocupados, no son otra cosa que la expresión de la dificultad a la que nos enfrentamos como sociedad en el ejercicio del traspaso de sentido de la vida, porque es ese sentido el que está en crisis. Ni más límites ni más pautas de crianza podrían resolver este problema. Tampoco más horas de institucionalización o más programas de gobierno, porque la dificultad en el traspaso del sentido de la vida excede a cualquiera de estas cuestiones y responde al vaciamiento espiritual de la época en la que vivimos.

La película de Carla Simón va en contra de la exclusión y el consumo, y en contra de entender la crianza como un trabajo. La relación que entabla Frida con sus tíos y su prima es una puesta en acto de esa transmisión de sentido recíproca que desafía los modos de vida dominantes: las palabras aparecen solo cuando son necesarias, ellos le transmiten una forma de vida con sus quehaceres y la acompañan en experimentar el mundo luego de haber descubierto el dolor que, después de la muerte de sus padres, marcará el resto de su vida. Se acercan a ella sin asfixiarla y le permiten una lejanía que no se constituye en abandono. 

La incomprensión es tomada por la directora, no como obstáculo, sino como motor para inventar nuevas formas de construir sentidos comunes. A pesar de que parta de lo que los adultos no entendemos, la película no explora solo eso. Por el contrario, lo excede y lo desdobla: es esa hendidura, justamente, la que hace que sus tíos se acerquen y se alejen, que la contengan y acompañen sin entorpecer su ritmo. La incomprensión es entendida como diferencia en la mirada, no como descuido o superioridad. Los tíos saben que hay una parte de lo que siente Frida que nunca van a comprender, porque ellos no son una niña de seis años que acaba de perder a sus padres y, partiendo desde ahí, la cuidan, la abrazan, se enojan, ríen con ella, juegan.

La germinación de estos vínculos genera en Frida ambivalencia porque son producto de la pérdida y evidencian su condición de huérfana. A eso se le suma la noción de enfermedad y las particularidades de morir de sida en los ochenta. Estos aspectos aparecen, por ejemplo, cuando la niña sangra por una caída en el parque y las madres de los otros niños no quieren que sus hijos se acerquen. También cuando Frida asiste a controles médicos para confirmar que ella no está enferma y cuando se esboza una discusión en la mesa entre toda la familia sobre el estilo de vida de sus padres muertos. Frida parece estar en un entre: entre el impulso por preguntar o por quedarse callada, entre el llanto o la risa de la escena descripta al comienzo, entre ser hija o ser sobrina, entre sentirse acompañada o sentirse sola. Y la película propone, en lugar de una conjunción disyuntiva, una copulativa: un espacio intermedio, transicional, en donde la mirada de la niña es, por momentos, sostenida.

Fotograma de Verano 1993

III 

Hay tres ideas planteadas por Bertrand Russell en un capítulo del libro La conquista de la felicidad3 que resultan importantes para cualquier reflexión que se pueda hacer sobre la infancia y que se pueden ver en Verano 1993

La primera es la siguiente: «En general, los placeres de la infancia deberían ser los que el niño extrajera de su entorno aplicando un poco de esfuerzo e inventiva». Es decir, que el placer surja de transformar lo que está alrededor en otra cosa, en algo nuevo, a través del juego y la creatividad, sin tantos mediadores. Hoy en día, los juguetes que se les ofrecen a los niños son muy elaborados. Pareciera que ya se les da el trabajo hecho para que ese esfuerzo e inventiva no sea realizado por ellos. Juegos reglados, saturados de instrucciones y estímulos que no dejan lugar a la autonomía. Cada vez se ven menos, por ejemplo, los bloques de madera sin forma o instrucciones predeterminadas en donde los niños tienen que inventar. Es decir, descubrir, extraer lo que está en el interior del mundo —de sí mismos— para transformarlo. La estimulación no tiene que venir solo de afuera: para que haya cierto desarrollo y expansión, tiene que haber un trabajo en el que se doblegue con la interioridad a lo exterior, un trabajo de simbolización en el que la escoba se vuelva caballo o dos sillas se vuelvan asiento de un auto. En esta película, las niñas exploran el mundo y dialogan con él para transformarlo en otra cosa. No son forzadas a realizar actividades que los adultos consideren que «adelantan» ciertos procesos que se dan naturalmente. Incluso en el tratamiento de la muerte hay una espontaneidad liberadora: la niña pregunta y se le responde, llora y se la contiene. No la quieren domesticar con palabras incomprensibles o imponer problemáticas y dramas que ella, aún, no está viviendo. 

La segunda: «Un niño, como una planta joven, se desarrolla mejor cuando se le deja crecer sin perturbaciones en la misma tierra». El contacto con la tierra, con los ciclos naturales y con un modo de vida tranquilo, sin sobreestimulación ni exigencias de agenda, potencia un tipo de vida en donde los tiempos internos y externos (esa distinción solo es posible en la vida moderna de ciudad) están acompasados y se retroalimentan, volviéndose uno. Frida pasa de vivir en Barcelona a vivir en el campo. Está alejada de la ciudad, cosechando los vegetales que después va a comer, bañándose en el agua entre la vegetación. El título de la película también da cuenta de esto: no fue en cualquier momento, fue en verano, y no daba lo mismo que fuera verano o invierno. El verano abre un tipo de vida distinto que el invierno. Frida recorre el campo, pasa los días abajo del sol, desayuna en la sombra de un árbol y, entre todo eso, aloja su dolor. Un dolor acompasado por el ruido del agua que fluye, por el movimiento de las hojas de los árboles y el contacto directo con la tierra. 

La tercera: «ciertas cosas buenas no son posibles excepto cuando hay cierto grado de monotonía». Esta idea viene anclada a las dos anteriores. La forma de vida que hemos adoptado excluye y desvaloriza la monotonía. Lo que es monótono es malo, carece de los requisitos para despertar la pasión y los afectos intensos que el capitalismo impone como «vidas auténticas». Una vida «bien vivida» es aquella que no nos priva de «sentir» en exceso, de experimentar con intensidad todo el tiempo. Russell destaca la necesidad de la monotonía para una vida feliz y problematiza el hecho de que se exponga a los niños con tanta frecuencia a una sobreestimulación: exceso de viajes, obras de teatro, cine, eventos, festivales. Habla de una «monotonía fructífera» que luego los adultos son incapaces de soportar: una rutina en donde el pasar de los días otorgue la tranquilidad necesaria para generar un terreno fértil en donde puedan ocurrir «ciertas cosas buenas», que solo son posibles bajo esas condiciones. Los momentos en los que Frida realiza actividades que se corren de la rutina son puntuales. El resto del tiempo se muestra, por ejemplo, cómo —incluso con el dolor que siente— extrae placer en el juego que emerge de su cotidianidad. 

En una de las escenas, Frida está tirada en una reposera y hace como si fumara, mientras le dice a su prima, que le pide para jugar, que está «cansada en cantidad». La prima, que ahora es su hija, insiste: «mami, ¿quieres jugar conmigo?», y Frida le dice que la quiere tanto que no puede decirle que no, y juegan a las cocineras. El juego que aparece en escena es producto de momentos de «monotonía fructífera»: tienen que recurrir a sí mismas para inventar algo. Las niñas tienen una rutina, se bañan, ayudan con el orden de la casa, juegan, juegan y juegan. Y es esa misma monotonía la que habilita el llanto catártico de la última escena.

IV

La directora trabaja con la ambigüedad, va y viene entre el mundo adulto y el infantil, y construye un puente que surge de la incomprensión donde plantea una alternativa posible para transformarla en algo nuevo. Asiste al recuerdo de su propia infancia para extraer algo universal de lo personal y para mostrar algunos aspectos que deberíamos tener en cuenta al momento de acercarnos a los niños: hay formas de cuidado que no implican tutelaje y otras formas de crianza posibles que no se basan en la asistencia. Hay dolores que, más que «intervenciones» por parte del mundo médico y psicológico, requieren únicamente de compañía sin imposición, de la creación de condiciones de monotonía fructífera para que el llanto repose. En Verano 1993 se muestra el descubrimiento del dolor de una niña y las formas que encuentran los adultos de ser como esas manos que describe Saura: una guía, un alivio, un sostén ante el desgarro inevitable de la muerte y ante la omnipresencia del sufrimiento o, como mejor lo expresa Susana Thénon4 en estos versos: 

nacerás con dolor

crecerás con dolor

irás a la guardería con dolor

a Disneylandia con dolor

al cumpleaños de Quique

al análisis de sangre

al circo y pan con dolor

con temblor

con sudor

amarás con dolor

desamarás

te meterás los cuernos

te ajustarás los pernos

y te criarás los cuervos con dolor 

(…)

gozarás brincarás reventarás de risa

dormirás con dolor

Fotograma de Verano 1993

  1. Entrevista a Carlos Saura. 2023. Conversaciones con la Fundación Juan March. ↩︎
  2. Graciela Montes. El corral de la infancia. 2018. Fondo de Cultura Económica. ↩︎
  3. Bertrand Russell. La conquista de la felicidad. 2023. Debolsillo. ↩︎
  4. Susana Thénon. Paraíso de nadie. 2022. Corregidor. ↩︎